Cuatro años después que Hitchcock estrenara una de sus grandes títulos, Con la Muerte en los Talones, Stanley Donen quiso rendirle un fantástico tributo a través de otra película emblemática, Charada, y que, al igual que en la del realizador británico, mezclase la comedia, la intriga y el suspense de manera soberbia, sin distorsiones de ningún tipo. Y, cómo no, contando también con el protagonismo del propio Cary Grant, uno de los actores fetiches del director de Encadenados. El resultado fue un producto insuperable, de aquellos que el paso del tiempo revitaliza cada vez más.
Tampoco era la primera vez que Stanley Donen trabajaba con Cary Grant, pues éste ya había interpretado, a sus órdenes, films como Página en Blanco e Indiscreta. Pero para Charada, el actor recuperó un tanto el espíritu del personaje de Roger Tornhill, aquel que, en el film de Hitchcock, era confundido con un tal Jonathan Kaplan, un misterioso personaje buscado por la ley y por una peligrosa banda de sicarios. Y supo darle la vuelta al mismo sin perder ni un ápice de ese aire entre despistado y jetorro que tan bien supo impregnarle el apuesto actor británico, pues en Charada es su propio personaje, Peter Joshua, el que opta por ir cambiando de nombre cada quince minutos, aceptando a la perfección sus nuevas identidades, todo lo contrario de lo que le ocurría al atolondrado Tornhill de Con la Muerte en los Talones.
Donen, por suerte, al afrontar Charada, aún no había entrado de lleno en esa fase de cargante experimentación con las que empezó a jugar con la ayuda de su cámara, a través de zooms y velos satinados, volcando sobre la imagen y su narrativa todos los tics estéticos de los años sesenta, tal y como hizo posteriormente con Dos en la Carretera o Arabesco, dos estimables productos que, sin embargo, quedan levemente tocados por ese forzado estilo impuesto por el realizador. Charada es clásica en todos los aspectos. Su guión original, escrito por Peter Stone, respetaba las reglas del cine de intriga y misterio. Buscaba al Hitchcock de Con la Muerte en los Talones en cada una de sus situaciones y de sus planos pero, al mismo tiempo, otorgando claras variaciones sobre el film precedente.
Al contrario que en el largo viaje, entre turístico y forzado, en que Cary Grant se veía inmerso en la obra de Hitchcock, Charada se muestra mucho más intimista, pues la acción, casi en su integridad, transcurre en París y, más concretamente, en las distintas habitaciones de un viejo hotel del centro de la ciudad. Allí convergen una serie de personajes dispuestos a conseguir un botín desaparecido que parece esconder una viuda reciente, la insuperable y elegante Audrey Hepburn, una mujer capaz de acaparar toda la atención cada vez que salía en pantalla. En la cinta da vida a una dama que, enterada del reciente asesinato del que fuera su esposo (y del cual tenía pensado divorciarse), empezará a verse acosada por un grupo de siniestros tipos, ansiosos, todos ellos, por sacarle una herencia que, en parte, les pertenecía, pues el pasado del difunto esposo era un tanto turbio.
Y es aquí en donde Donen, de nuevo y de manera consciente, vuelve a romper otra de las constantes del cine de su predecesor, pues en en el lugar en que Hitchcock hubiera colado uno de sus inolvidables mcguffins (inexplicables por desconocidos), el realizador norteamericano coloca un objeto reconocible (u objetos, pues no querría romperles la intriga), tangible en realidad, consiguiendo de este modo un efecto ciertamente sorprendente y ayudando, en ello, a crear una nueva situación de suspense y tensión.
Charada es una obra maestra indiscutible, de diálogos espléndidos, como cuando, en el pequeño habitáculo que supone un desvencijado ascensor, Hepburn le pregunta a Cary Grant, acariciándole suavemente el mentón, como es posible afeitar ese pequeño huequecito que el actor lucía en su barbilla. O bien con la ingeniosidad con que su guionista supera las continuas explicaciones, nada ilógicas, que el tal Peter Joshua expone ante Regina Lampert (la viuda a la que da vida Audrey Hepburn) cada vez que éste se ve obligado a cambiar de nombre.
Un thriller dirigido con mano firme y maestra, dotado de un sentido de la comedia y del humor impagable. Una charada con todas las de la ley, en las que a cada golpe de guión nos ofrece una nueva sorpresa, un inesperado giro en su historia. Nada es lo que parece, pero sí todo lo que se muestra en pantalla es lo que está ocurriendo en realidad, sin falsos engaños y sin ningún tipo de cabos sueltos.
Y si la cinta transcurría en la hermosa ciudad de París, no podía haber nada mejor que la estimable colaboración del especialista, por excelencia, en música de ambientes parisinos, el gigantesco Henry Mancini, capaz de acompañar los momentos más mágicos y relajados del film (como esa increíble cena en barco cruzando el Sena) o de subrayar vibrantemente el suspense implícito en sus últimos minutos, en donde una tensa persecución por el metro de esa gran ciudad acaba desembocando en las columnatas que preceden a la entrada del Palais-Royal.
Y les recuerdo, aprovechando la ocasión, que en toda obra maestra que se precie, normalmente, detrás de sus protagonistas principales, hay un grupo de secundarios ciertamente impresionantes. Y Charada ni iba a ser menos, pues por allí desfilan gentes como Walter Matthau, James Coburn, George Kennedy y el pequeño pero gran Ned Glass. Mejor, imposible.
29 años más tarde, un farsante de nombre Jonathan Demme, tuvo la descabellada idea de hacer un remake de este estimable título. Pero esto ya es otra historia. Más que una historia, una desgracia.
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