29.9.16

Salpicando mierda


El director italiano Stefano Sollima (hijo, para más señas, del realizador Sergio Sollima) se embarca en un thriller de connotaciones políticas que, ambientado en la Roma del año 2011, nos muestra las especulaciones que llevan a cabo un grupo mafioso de la ciudad, con la complicidad de algún que otro senador, para convertir el barrio romano de Ostia en un nuevo complejo urbanístico, lleno de casinos, similar a Las Vegas italiana. Su título: Suburra, una clara referencia a un barrio de la antigua Roma, plagado de antros y prostíbulos, en donde los políticos de la época se reunían en secreto con criminales para urdir planes ciertamente maquiavélicos.

La historia y su puesta en escena son francamente contundentes. Sollima, en su narración, no deja títere con cabeza. Por la pantalla circulan todo tipo de raras avis: sacerdotes, el mismísimo Papa, mafiosos, gitanos, prostitutas de lujo y, cómo no, politicastros dispuestos a vender a su propia madre sin con ello sacan tajada de algo.


Suburra es violenta, seca y terroríficamente real. El episodio que se muestra, por momentos, es ciertamente escalofriante ya que, en muchos aspectos (demasiados, por no decir todos), nos recuerda a sucesos ocurridos en nuestro propio país. Para ello, el realizador romano, no se muestra en absoluto rácano a la hora de enseñar al espectador, directamente y sin tapujos, los diversos aspectos -a cual más oscuro- que se van construyendo alrededor de un sinfín de personajes a cual más putrefacto.

Enmarcada en una Roma en plena decadencia (que, repito, muy podría haber sido rodada en Madrid), la película parte de la muerte accidental de una prostituta menor de edad durante una sesión de sexo triangular con un senador quien, intentando esconder lo ocurrido, contará con la ayuda de otra profesional y un sicario para deshacerse del cuerpo. A partir de ese punto, toda la mierda que envuelve al político, empezará a removerse de forma impetuosa, llegando a salpicar hasta al mismísimo apuntador.


Chantajes, crímenes, corruptela, venganzas, traiciones y un mucho de tensión dramática. Y la lluvia, una constante lluvia que cae sin apenas descanso sobre las calles de Roma en pleno mes de noviembre, se convierte en uno de los principales protagonistas de un relato casi tan real como la vida misma.


No se la pierdan. Precisa y densa. Y no se corten a la hora de establecer paralelismos con ciertos episodios vividos en la España actual gobernada por pepistas herederos de la vieja Suburra.

25.9.16

La fuerza de lo innecesario

En 1960, tres años antes de filmar La Gran Evasión, John Sturges dirigió Los Siete Magníficos, un clásico del western que, basado en Los Siete Samuráis de Kurosawa, recogía las andanzas de un grupo de pistoleros que, por un mísero sueldo y envueltos en un halo de idealismo social, decidían poner freno a los desmanes de un bandolero que tenía explotados y amenazados a los inofensivos habitantes de un pueblucho mejicano. Yul Brynner, Steve McQueen, Charles Bronson, James Coburn y Eli Wallach, entre otros, formaron parte de un casting ciertamente atractivo, mientras que Elmer Bernstein componía una de las bandas sonoras más icónicas y contundentes de la historia del cine. El resultado final fue el de un trabajo compacto, amparado en un guión lleno de diálogos espléndidos y en donde la violencia, controladísima, aparecía a ráfagas fugaces en contadísimas ocasiones.


Ahora, 7 años más tarde, el director afroamericano Antoine Fuqua, vuelve a acercarse al mismo tema aunque con una óptica muy distinta. Los Siete Magníficos del 2016 deja aparcado a un lado el espíritu romántico que envolvía la cinta de Sturges y se centra en una historia muchísimo más violenta y en donde la acción, perfectamente filmada, se convierte en su principal protagonista.


Un correcto Denzel Washington, el indiscutible actor  fetiche del realizador, se pone en la piel de Yul Brynner para capitanear al grupo de expertos pistoleros que deciden aceptar el encargo de terminar con los desmanes de un especulador y violento industrial (excelente y malvado Peter Sarsgaard) que, empleando métodos extremadamente agresivos, pretende quedarse con todas las tierras de los vecinos de la pequeña localidad de Rose Creek. Y, para respaldarle, contará con las presencia de gente tan efectiva como Ethan Hawke (en el rol del cobarde que en la película original interpretaba Robert Vaughn), Chris Pratt (el claro sustituto de McQueen) o un orondo Vincent D’Onofrio, cuya oronda figura recuerda muchísimo a la del mismísimo Orson Welles. De propina, se saca de la manga el papel de Haley Benett, una viuda del pueblo que busca vengar el asesinato a sangre fría de su esposo.

A pesar de tratarse de un remake ciertamente innecesario (con la cinta primogénita había más que suficiente), hay que decir que estos Siete Magníficos poseen la suficiente fuerza narrativa y visual para atrapar al espectador desde su primera escena. Fuqua le imprime un ritmo desbordante a la historia, saca de sus actores lo mejor de todos ellos y filma sus numerosísimas escenas de acción de forma brillante, casi a la vieja usanza, pudiendo saber que sucede ante la cámara en cada una de sus distintas tomas; una buena manera de huir de esa cansina modalidad actual de rodar los pasajes de acción como si se tratara de un acelerado video clip que, por su rapidísimo y sincopado montaje, no permite al espectador visualizar a la perfección qué coño está pasando.


Trepidante y entretenida, logra que sus dos horas y cuarto de proyección transcurran en un abrir y cerrar de ojos. Y, de propina, unos créditos finales espléndidos que se convierten en todo un emotivo homenaje al film original y, por descontado (y de la mano del recientemente fallecido James Horner), a la excelente banda sonora que en su día escribió Elmer Bernstein. Lástima que, por el camino, se haya perdido el romanticismo del trabajo de John Sturges: eso sí que lo echo en falta.

21.9.16

Quien mucho abarca poco aprieta


Ayer, por fin, me decidí a ver Café Society, la nueva película de Woody Allen y, a pesar de las buenas intenciones que vuelca en ella, el realizador neoyorquino, falto de mejores ideas, vuelve a ofrecernos más de lo mismo. Encallado, una y otra vez más, en la misma cinta desde hace varios años (con la excepción de la brillante Blue Jasmin), Allen busca un mínimo punto de originalidad al contar con Vittorio Storaro como director de fotografía y en la (errónea) elección, como pareja protagonista principal, de unos desaboridos Jesse Eisenberg y Kristen Stewart.

De hecho, Café Society es una historia de amor más en la filmografía del artífice de Manhattan; una historia (¡cómo no!) de amores frustrados, repleta de sus tics habituales, que sólo le funciona a trompicones y en la que aprovecha, sin mucho éxito, para desmembrar de manera muy anodina al star system del Hollywood de los años 30 y, de pasada, a la alta sociedad del Nueva York de esa misma década.


Un sinfín de forzadísimos guiños cinéfilos arropan unos diálogos sin fuerza y unas situaciones que se me antojan totalmente previsibles. El sentido del humor (excepto en contadísimas ocasiones) parece haberlo perdido por el camino (ya se sabe, los años no perdonan y el genio ya va por los 80 tacos), y sólo consigue alguna que otra escena mínimamente graciosa cuando se centra en la familia judía de Bobby Dorfman, el personaje de Eisenberg y, ante todo, cuando el protagonismo (demasiado esporádico) lo adquiere Ben Dorfman (al que da vida Corey Stoll), el hermano mafioso de Bobby y la manera expeditiva de afrontar ciertas situaciones.


Un déjà vu en el que, interpretativamente hablando, sólo se salvan de la quema un potentísimo Steve Carell y la muy funcional Blake Lively (recientemente vista en Infierno Azul). El resto, con muy poca convicción, hace lo que puede con las no muy inspiradas líneas de diálogos que les ha encargado un Woody Allen que se ha reservado para él la voz en off del narrador.


Lejos le quedan trabajos como Días de Radio (obra con la que Café Society tiene algunos puntos de contacto, tanto estéticos como argumentales), pero es que el hombre, a su edad, se ha empeñado en seguir con una película anual y, en esta ocasión, en paralelo con una serie televisiva de seis episodios. Quien mucho abarca, poco aprieta.

16.9.16

Nadar y salvar la ropa en pleno bombardeo


Diez años después de su debut con la irregular Bosque de Sombras y tras varias incursiones televisivas, el realizador bilbaíno Koldo Serra, vuelve a la carga con Gernika, un film que, al igual que en su ópera prima, peca de no poner toda la carne en al asador y acaba convirtiéndose en un largometraje sin fuerza ni carisma alguno.

Es una lástima que contando con un tema tan interesante como el del bombardeo de la Legión Cóndor alemana sobre el pueblo vizcaíno de Guernika (que nunca anteriormente se había llevado al cine), el director vasco se quede a medias tintas en todos sus aspectos, excepto en el técnico, ya que lo único sobresaliente de su trabajo son las contundentes y bien filmadas escenas del susodicho bombardeo.

Para empezar y siendo un tema tan delicado, el director vasco juega a nadar y guardar la ropa. Tratándose de dos bandos enfrentados, el republicano y el nacional, no toma partido por ninguno de los dos, dejando a entender (de forma errónea y altamente molesta), que tan malos eran unos como los otros, lapidando buena parte de su metraje con una insustancial historia de amor entre una editora de la oficina de prensa republicana y un periodista norteamericano en labores de corresponsal en tierra española; una historieta romanticona más cercana a las pretensiones de series televisivas al estilo de Amar en Tiempos Revueltos que a un film mínimamente serio sobre uno de los temas más polémicos sucedidos durante la Guerra Civil española. En un extremo, sin profundizar en absoluto y de forma bastante insultante, deja una mínima constancia de la presencia de los ejércitos italianos y alemanes en pleno conflicto bélico.


No contento con mantenerse feamente distanciado del conflicto real y político que se esconde tras la historia verídica, cuenta con la paupérrima labor de un grupo de actores ciertamente poco inspirados. María Valverde parece no sentirse nada cómoda en la piel de la periodista republicana Teresa a través de una fría e inexpresiva actuación totalmente alejada de otros trabajos suyos más contundentes, como los que hizo para La Flaqueza del Bolchevique o A Puerta Fría, mientras que su partenaire masculino, el británico James D’Arcy (físicamente una especie de Anthony Perkins venido a menos), hacer clamar a los cielos por su patética interpretación.


Mucha técnica pero nada de inspiración argumental y mucho menos interpretiva. En definitiva, un despropósito sin consistencia alguna que se muestra incapaz de añadir nada nuevo a un cruento bombardeo que llevó a la Segunda República española a encargar la confección de un cuadro sobre el tema a Pablo Picasso para ser expuesto en la Exposición Internacional de París en 1937.

3.9.16

El lado femenino de Celso Bugallo

Fuentes bien informadas comunican en exclusiva a este blog, la posibilidad de que el actor gallego Celso Bugallo se ponga en la piel de Ana Pastor, en el biopic que sobre la actual presidenta del Parlamento español está preparando una productora de Cubillos (Zamora), el pueblo natal de la militante del PP. Según avanzan, se tratará de una alocada comedia al más puro estilo del inspector Clouseau.


El parecido es ciertamente asombroso.