31.1.12

Margaret Streep

Phyllida Lloyd, la directora de Mamma Mia!, en La Dama de Hierro cuenta de nuevo con Meryl Streep para recrear en esta ocasión la biografía de Margaret Thatcher, la que ejerciera de Primera Ministra británica durante 11 años, desde 1979 a 1990, un periodo convulso en el que la mujer abogó por la anulación de los sindicatos y puso en marcha su férrea política conservadora.

Al igual que Clint Eastwood con J. Edgar, Phyllida Lloyd ha optado por la humanización del personaje más que por una crítica a sus erróneas y totalitarias políticas sociales. No amaga su carácter autoritario ni su desalmada posición ante ciertos conflictos; ni siquiera lo hace en lo que significaba su ámbito doméstico, en donde, sin ir más lejos, trataba a su propio esposo como si fuera un niño pequeño.

Interesada, ante todo, en mostrar la forja del carácter que caracterizó a Margaret Thatcher, ha encontrado en Meryl Streep al vehículo idóneo para dar vida a esa dama indulgente cuya prepotencia le valió la repulsa del pueblo británico e incluso de algunos de los miembros de su propio gabinete. La Streep está espléndida en el cuerpo de una Thatcher a la que ha sabido sustraerle todos sus tics y muecas, tanto en su edad mediana como en esa vejez totalmente senil en la que debe convivir con el fantasma de su esposo y los recuerdos personales y políticos. La actriz arrincona sus habituales recursos interpretativos y se mete de lleno en la personalidad de la llamada Dama de Hierro. O sea, ni se toca la nuca ni llora en exceso: sólo suelta una pequeña lagrimilla al tiempo que practica un extraño gesto labial idéntico al de su personaje en la vida real. Una Streep sublime, inmensa, a la que, en definitva, será imposible arrebatarle su casi cantado tercer Oscar.

De hecho, ella por si sola se convierte en el principal aliciente de la película (por no decir el único). Con su magnético trabajo, hace olvidar la endeblez de un guión que no termina de profundizar en temas que en su día levantaron ampollas. La Guerra de las Malvinas, los atentados terroristas, la huelga de hambre que llevaron a cabo miembros encarcelados del IRA y el NLA (Ejército Nacional de Liberación Irlandés), la huelga de la minería, las crispadas manifestaciones callejeras o la privatización de empresas públicas, son materias que, a pesar de ser citadas (en mayor o menor grado), a duras penas están tratadas con la seriedad que se merecerían.

Ese forma de pasar a “cámara rápida” por encima del material político, guste o no, le otorga al producto un agradable aire de frivolidad. No hay mal que por bien no venga: no aburre, tiene ritmo y sentido del humor. Y, a pesar de su afán por humanizar al personaje, deja bien claro que tras esa arbitraria mujer se escondía uno de los mandatarios europeos más odiados de la segunda mitad del siglo XX.

30.1.12

Love Story

J. Edgar Hoover fue el director del FBI durante la friolera de 42 años, desde su nombramiento el 10 de mayo de 1924 hasta el día de su muerte, el 2 de mayo de 1972. Un personaje controvertido, anticomunista feroz y capaz de controlar la vida personal y sexual de todos cuantos le rodeaban. Ahora Clint Eastwood, con J. Edgar, da un repaso a su vida, obra y milagros a través de uno de los films (para mí) más decepcionantes y aburridos de su filmografía como director.

Más que una película sobre las acciones Edgar Hoover al frente del FBI se trata de una historia de amor entre éste y Clyde Tolson, el director asociado de la institución, así como un retrato de la enfermiza relación que Hoover sostuvo con su madre, una mujer dominante que se negó a aceptar la latente homosexualidad de su hijo.

La cinta se inicia con el dictado de las memorias de J. Edgar a un agente del FBI; memorias que servirán para que el realizador comience un viaje en el tiempo, a través de saltos hacia delante y atrás, con la finalidad de mostrar la vida del polémico personaje de quien, en su afán por humanizarlo, termina por suavizar (e incluso pasar por alto) ciertos episodios oscuros de sus largos cuarenta años al frente de la organización.

No esconde sus múltiples jugadas sucias, pero tampoco pone más leña al fuego. Sólo lo justo para que al espectador le quede claro que no se trataba de trigo limpio. El interés de Eastwood radica, ante todo, en retratar su mal asumida sexualidad y el distanciamiento que ello le produjo de la figura de una madre autoritaria. La lucha contra el crimen organizado, la caza de brujas, el estrecho cerco de vigilancia que ejercía sobre ciertos políticos y artistas o algunos de los casos policiales más sonados de su carrera (como el secuestro y asesinato del hijo de Lindbergh), no son más que meros detalles anecdóticos insertados a lo largo de un metraje abusivo de más dos horas y cuarto de duración.

Su deslavazada narración y la insistencia en sacar a flote su cara más humana, hacen de este un trabajo difícil de digerir. Y ello sin tener en cuenta el desastroso maquillaje usado para envejecer a sus protagonistas quienes, en algunos momentos (sobre todo el personaje de Clyde Tolson), se asemejan más a los muñecos de Spitting Image que a seres de carne y hueso.

Uno de los trabajos menos cautivadores de su director, del que tan sólo destacaría la impresionante labor interpretativa de un entregado Leonardo DiCaprio, su elaborada (aunque oscurísima) fotografía y la espléndida labor del departamento de dirección artística, capaz de plasmar de forma encomiable la estética y el estilo de cada una de las décadas que desfilan por el film.

27.1.12

El ausente

La carrera de los Oscars empezó el pasado martes. Y, como siempre, un montón de títulos y nombres han quedado aparcados injustamente. Es lo que hay. Cada año el mismo déjà vu. Pero al menos, en esta ocasión (y aunque se trate de un montaje fotográfico), alguien se ha quejado por no haber recibido su jodida nominación.

23.1.12

Papá y sus increíbles hijas

Siete años después de la (para mí) sobrevalorada Entre Copas, Alexander Payne, su director, regresa a las pantallas con Los Descendientes, un film compacto, emotivo y envolvente, protagonizado por un George Clooney fuera de serie. Un melodrama de tintes familiares ambientado en los (antes) exóticos paisajes de un Hawai en plena decadencia. Un trabajo capacitado para alzarse como una de las mejores propuestas en la carrera por el Oscar que está a punto de empezar.

Una tierras en herencia con las que negociar y la figura de una esposa en estado de coma irreversible tras sufrir un accidente, se convertirán en los dos puntales que hacen reaccionar a un marido que, con el paso de los años, se ha ido distanciando de su mujer y de sus dos hijas. Con el descubrimiento de un episodio oscuro en la vida de su pareja y contando con el apoyo de su hija mayor, decidirá matar fantasmas emocionales y enfrentarse a su propia existencia.

George Clooney es Matt King, ese hombre que está experimentando uno de los momento más trascendentes de su vida; un Clooney único y sobrio, sencillamente encantador. De oscar. La química que se establece entre su personaje y el de Alexandra, la hija mayor (excelente Shailene Woodley), es precisamente una de las claves de la película y, al mismo tiempo, el detonante que ayudará a Matt a plantear su futuro.

Una cinta conmovedora, de guión preciso y diálogos brillantes. Todo está en su sitio, calibrado para que funcione como un engranaje de precisión. Sensible y al mismo tiempo dotada de un peculiar sentido del humor, hurga en los sentimientos del espectador sin buscar robarle la lágrima fácil.

Narrada desde el muy particular punto de vista de Payne, aparte de profundizar en la relación del protagonista con sus dos hijas y en la persecución de éste por desvelar un enigma que le atormenta, Los Descendientes significa un irónico retrato actual de Hawai, un archipiélago que vivió tiempos mejores.

Súmenle a todo ello el desfile de un sinfín de personajes a cual más variopinto (muy Made in Payne) y un par de escenas de antología (como la del crispado primer monólogo de Clooney ante su mujer moribunda), y tendrán uno de los productos más vibrantes y redondos de este inicio del 2012. No se la pierdan.

19.1.12

La bestia

El rostro que se esconde tras el título de esta carátula de deuvedé bien podría ser el de Pepe, ese descarnado jugador del Real Madrid, destroyer donde los haya, que a golpe de brutalidades se ha labrado su propia leyenda como uno de los mayores carniceros sobre los terrenos de juego europeos.

Ayer, para variar, en su casa y ante el Barça, volvió a liarla. Golpes, patadas, empujones, pisotones y un mucho de “teatro del bueno”. Todo un showman de la bestialidad más furibunda. Por favor, antes de que alguien salga perjudicado con su continuas y numerosas agresiones, sería conveniente que le retiraran para siempre del mundo del fútbol. Gentuza como él, en casita y a poder ser bien atados.

17.1.12

El gran carnaval(ito)

Tras el delirio esperpéntico que supuso Balada Triste de Trompeta, Álex de la Iglesia vuelve a la carga con La Chispa de la Vida, otro tipo de desvarío, en esta ocasión más próximo a la tragicomedia y con demasiados (y sospechosos) puntos de contacto con una de las obras maestras de Billy Wilder, El Gran Carnaval.

De la Iglesia fusila la idea central de la película de Wilder y, partiendo de un hombre accidentado y en peligro de muerte, organiza todo un circo mediático a su alrededor. La prensa y las televisiones más sensacionalistas querrán alimentar su hambre carroñera a través de las miserias de un tipo a punto de extinguirse, así como de los sentimientos de sus seres más allegados. Al igual que en El Gran Carnaval, el espectáculo del morbo -en el que todo vale a excepción de la vida de la víctima- acaba de empezar.

No busquen más paralelismos con la película del director de El Crepúsculo de los Dioses. Mientras en ella todo cuadraba a la perfección y sus personajes estaban definidos al detalle, en La Chispa de la Vida el disparate y la ridiculez campan a su libre albedrío mediante un desfile imparable de caracteres a cuál más tópico y episódico: securatas cortos de entendederas, periodistas con espíritu de sicario, alcaldes corruptos, altos cargos sin escrúpulos... Vaya, una cabalgata de lo más variopinta, aunque totalmente vacía.

Una cinta coral (o, mejor dicho, construida entre y para los amiguitos), cargada de estereotipos, en donde lo único que funciona mínimamente es el prólogo antes del accidente, justo cuando el protagonista inicia la que será la jornada más complicada de su vida. José Mota, pese a sus limitaciones, tiene su gracia y, por derecho propio, acaba convirtiéndose en lo mejor de una función irritante, demasiado previsible, aburrida y en la que, para más INRI, Salma Hayek, con su exagerada interpretación y su deje mejicano, le otorga un tufillo a culebrón televisivo de baratijo que tumba de espaldas.

Qué lejos le quedan al realizador los tiempos de Acción Mutante o de La Comunidad, cuando aún tenía inspiración y hacía cine sin ínfulas de autor. Y es que no hay suficiente con ponerse serio para hacer una buena película.

13.1.12

Lisbeth Salander vista por Fincher

Tras el éxito editorial que supuso la trilogía Millennium del desaparecido escritor sueco Stieg Larsson y su posterior adaptación cinematográfica (y televisiva) de la misma, era de esperar que Hollywood se sintiera atraído por llevar las historias del periodista Mikael Blomkvist y la hacker Lisbeth Salander a su terreno. En su primera tentativa lo ha hecho de la mejor manera posible al contar, para su realización, con David Fincher, uno de los directores actuales más prestigiosos y cuyo cine siempre se ha acercado a la maldad humana de una forma muy personal. No podía ser otro que el autor de Seven quien, tras dar una magistral lección sobre los siete pecados capitales, se aproximara a la malignidad que aún empaña el corazón de la vieja Europa. Millennium: Los Hombres Que No Amaban a las Mujeres es el resultado; una primera entrega de cuya trascendencia en taquilla dependerán los dos siguientes capítulos.

Al igual que en el film original de Niels Arden Oplev, Fincher se acerca a los misterios y secretos de una acomodada familia sueca a través de los ojos de un periodista caído en desgracia que es contratado por uno de los miembros del clan para esclarecer la desaparición de una sobrina suya acaecida 40 años antes. Una investigación ésta que realizará en compañía de una extraña joven especializada en piratería informática. Un film laberíntico en el que, aparte de revisar los demonios personales de la pareja protagonista, se acerca a los más recónditos rincones de una estirpe entre cuyos integrantes existe más de un adicto al nazismo.

Oscura y milimétrica, la cinta posee todas las virtudes del cine de su realizador, navegando entre la gelidez del ambiente geográfico y la calentura física que desprende su pareja protagonista, dos personajes a la deriva en busca de la verdad. Dos horas y media magnéticas, de guión mucho más pulido y sin los cabos sueltos que dañaban al título original. Al contrario que en ése, y sin dejar de lado la parte detectivesca, el nuevo Millennium se muestra más dispuesto a centrarse en la historia de amor surgida entre el casual dúo de investigadores, al tiempo que potencia al máximo el sugestivo personaje de Lisbeth Salander a través de una Rooney Mara espléndida, capaz con su interpretación (y transformación) de hacer olvidar por completo a Noomi Rapace, su predecesora.

La elección de Daniel Craig para dar vida al reportero protagonista es mucho más acertada que la de la película del 2009, en donde la insustancial presencia de Michael Nyqvist hacía muy difícil simpatizar con su rol. Craig segrega más adrenalina y, a pesar de resultar imposible dejar de pensar en cómo habría resuelto ciertos pasajes en la piel de 007, su aspecto y maneras dan mejor con el personaje, destilando al mismo tiempo una química excelente al lado de Rooney Mara.

Quizá flojee un tanto en la forma de acercarse a la resolución final de la intriga, aspecto que remonta con un curioso epílogo final mediante la figura de una solitaria Lisbeth Salander a la que empieza a moldear para posibles futuras entregas; una Salander que, en esta ocasión, brilla con luz propia, convirtiéndose en la verdadera alma mater de un lúcido remake en el que Fincher le ha otorgado su personal toque de sabiduría malévola y cinematográfica.

11.1.12

Toma el dinero y corre

Rob Minkoff, el que antaño dirigiera El Rey León y los dos Stuart Little, se alía con los guionistas de Resacón en Las Vegas y su secuela (Jon Lucas y Scott Moore) para urdir Atraco Por Duplicado, una de las comedias más patéticas que últimamente me haya tirado en cara. Un doble atraco a un banco y un grupo de rehenes rebeldes son los principales ejes sobre los que gira su forzadísima trama.

Ya Woody Allen, a finales de los sesenta y en su primeriza Toma el Dinero Y Corre, en uno de sus gags recreaba la posibilidad de que dos bandas de atracadores robaran la misma entidad bancaria. Lo que Allen solucionaba de forma ingeniosa en un par de minutos, Rob Minkoff, que parte de la misma situación, lo hace en casi hora y media, complicando la situación hasta límites insospechados y con unos resultados ciertamente nefastos. No contento con esbozar una situación idéntica en su inicio, embrolla la trama de forma rocambolesca introduciendo la posibilidad de que el par de asaltos sean fruto de una conspiración urdida por un buscado cerebro criminal.

La comedia tontorrona está servida. Más cercana al humor que destilaban los hermanos Malasombra (en cuanto al dibujo de los integrantes de las dos bandas se refiere) que al del universo del realizador de Manhattan, Atraco Por Duplicado no es más que un desfile de personajes, a cual más estúpido y apayasado, interpretados por un grupo de actores que, a excepción de un cargante Patrick Dempsey, no habían cosechado demasiados éxitos durante los últimos años, tal y como sucede con Ashley Judd o (el televisivo) Jeffrey Tambor. La verdad es que da un poco de pena verlos ganándose las lentejas en esta especie de cementerio de los elefantes en donde la astracanada campa totalmente a sus anchas.

Recién estrenada la nueva entrega de Sherlock Holmes, lo único curioso del film estriba en descubrir que tras el personaje de Dempsey se esconde una especie de sosías del mítico detective creado por Conan Doyle: uno de los rehenes, necesitado de su medicación diaria para paliar una enfermedad psíquica que, en su alboroto, desarrolla una serie de aceleradas deducciones al más puro estilo Holmes que le conducirán a descubrir el oscuro (y grotesco) contubernio que ha atraído a dos bandas rivales hasta el mismo banco.

Una rotunda pérdida de tiempo que, a pesar del empeño puesto por parte del director y guionistas, no logró que esbozara ni una miserable sonrisa.

9.1.12

Demasiado elemental, mi querido Watson

El primer Sherlock Holmes de Guy Ritchie sorprendió por el modo inteligente, divertido y modernizador de rescribir al mítico personaje ideado por Arthur Conan Doyle. La película, una comedia acelerada con toques de thriller y dotada de una dirección artística excelente, terminaba abierta a una secuela en la que, casi por obligación, tenía que aparecer el eterno enemigo del detective, el profesor James Moriarty. Sherlock Holmes: Juego de Sombras recupera a ese personaje y obliga a Holmes y a su ayudante el doctor Watson a seguirle las huellas para poner fin a una serie de atentados violentos que están convulsionando el pulso político y social de la Europa del siglo XIX.

De hecho, lo mejor de esta segunda entrega se encuentra en la forma en que un excelente Jared Harris afronta el papel del malvado Moriarty. Aunque su presencia es un tanto vista y no vista, a pesar del escaso tiempo que pasa ante la cámara se come con patatas a Robert Downey Jr. y a Jude Law. El primero, con su exacerbado histrionismo, convierte a Holmes en una indigesta caricatura, mientras que el segundo, aparte de soso, parece estar ausente totalmente de la nimia trama que le rodea. A ellos hay que añadirles las incorporaciones de Noomi Rapace quien, tras su éxito como Lisbeth Salander en la saga Millennium, demuestra estar fuera de órbita en su triste y olvidable rol de la gitana Madam Zimza, y la del poco aprovechado y excesivamente apayasado Stephen Fry dando vida a Microft Holmes, el hermano del detective.

La historia que plantea es mínima, de lo más básico, aunque Guy Ritchie se muestra como un gran especialista a la hora de complicar la propuesta. Por momentos, se enloquece con ese montaje sincopado habitual en su cine que no deja tiempo para asimilar cuanto se ve en escena, tal y como sucede con las imposibles deducciones del investigador, las cuales se convierten en una serie imparable y rocambolesca de imágenes difíciles de cazar al vuelo. Y cuando no, cuando la cosa parece tomar un ritmo más sosegado, apuesta por cargar su metraje (más de dos horas de proyección) con un sinfín de diálogos innecesarios y en extremo discursivos.

Planteada como una cinta más oscura y tenebrosa que su predecesora, es innegable que se muestra hábil con sus bien filmadas escenas de acción. Las hay de todo tipo y en todos los escenarios y, siendo fiel al aire satírico de la primera, intercala sus pinceladas de comedia, sobre todo en lo que hace referencia a la retorcida relación entre Holmes y su “queridoWatson. De todos modos, en esta ocasión, muchos (demasiados) de sus repiques humorísticos caen en el mayor de los ridículos, como sucede durante el cansino e inacabable episodio del tren en donde Robert Downey danza a su bola pintarrajeado y disfrazado de mujer.

Un film deslavazado, adornado con aventuritas varias que intentan darle cuerpo a un producto en el fondo muy básico y del que, a duras penas, se pueden destacar dos o tres escenas. Una de ellas es el vibrante y bien planteado duelo final entre Holmes y Moriarty ante una tabla de ajedrez; enfrentamiento que culmina en uno de los pocos pasajes basados directamente en el desenlace de una de las más controvertidas novelas de Conan Doyle sobre el detective. El resto no es más que un puro artificio para cubrir el expediente. Es de esperar que en próximas secuelas se dejen de tanta paja y vayan directamente al grano.

4.1.12

Dioses de tres al cuarto

Mitología griega de baratillo y un sinfín de cromas abrumadoras conforman Immortals, el nuevo film de Tarsem Singh, el hindú que en su día nos aburrió soberanamente con La Celda y posteriormente sorprendió a propios y a extraños con la excelente The Fall (El Sueño de Alexandria). Ahora le toca irritarnos con una serie B disfrazada de gran producto, con héroes mitológicos, batallitas y efectos especiales por un tubo.

La verdad es que la historia que propone no da para mucho: ni la historia ni el guión co-escrito por Charley y Vlas Parlapanides; una trama en la que Teseo, un campesino que ha perdido la fe, será llamado por los Dioses para que termine con la furia del malévolo rey Hiperion, un tipo que se ha propuesto destruir a la Humanidad tras enfurruñarse con las deidades del Olimpo. Lo dicho: poca cosa y, para más INRI, muy poco atractiva.

Como el material que tiene entre manos no promete demasiado, el Tarsem Singh ha revestido los diálogos de su película (bastante ridículos, por cierto) de una profundidad tan pasmosa como falsa. Cada una de las frases que desgranan sus afectados protagonistas pretende ser de una solemnidad sin precedentes. No hay ni un solo enunciado que, en boca de sus intérpretes, no suene a rimbombante. Muchos parlamentos y muy poca acción… Y la poca que hay resulta de lo más patético, orquestando todas sus luchas mediante un montaje video-clipero que tumba de espaldas.

Por no acertar, el hombre ni ha dado en el clavo con su desatinado casting. Sus actores más jóvenes son de un almibarado tremendo: de ellos sólo cabe destacar la belleza indiscutible (que no la interpretación) de Freida Pinto y poca cosa más. De vejestorios, aprovecha la profesionalidad de John Hurt (quien tan sólo pasa por ahí) y el desmadre usual de Mickey Rourke quien, dando vida al sanguinario Hiperion, parece ser el único de todos ellos que se lo pasó en grande durante el rodaje.

Y todo ello sin citar su engorrosa estética, que resulta de una mezcla entre la también agobiante 300 y el más reciente remake de Furia de Titanes. O sea, cromas y más cromas, decorados de cartón piedra, efectos digitales a trapo y un vestuario que (sobre todo en el caso de los Dioses) parece robado de los camerinos de una de las revistas de Colsada.

Un despropósito en donde el romanticismo de la (casi inexistente) aventura ha sido suplido por la pretenciosidad artificiosa de sus pomposos diálogos y de su engorroso look visual. De haberlo visto un poco antes, a buen seguro hubiera figurado entre los 10 peores productos del 2011.