28.4.12

Imprescindibles: EL EMPERADOR DEL NORTE

En 1973, entre La Venganza de Ulzana y Rompehuesos, Robert Aldrich firmó su última gran película, El Emperador del Norte, uno de tantos puntos culminantes de una carrera plagada de títulos corrosivos marcados por la violencia física y psíquica, así como por una ácida visión de la sociedad. Sir ir más lejos, en el que ahora nos ocupa, se embarcó en el retrato de la miseria generada en los EE.UU. por la llamada Gran Depresión, una crisis económica a nivel mundial que se inició en 1929 y se extendió hasta finales de los años 30.

Corría el año 1933. Miles de vagabundos subsistían agrupados en pequeñas comunidades. Otros, los más inquietos, viajaban a lo largo del país, colándose en los ferrocarriles, en busca de oportunidades. Éste es el caso del “Número 1”, un sin techo, de espíritu aventurero, cuya afronta con los trenes terminó convirtiéndose en su lucha personal contra un sistema que le ha dejado sin blanca. Su dignidad le obliga a dejar a un lado el humillante acto de la mendicidad para dedicarse a cometer pequeños hurtos y actos de insumisión con los que protegerse de un mundo hostil. “El gobernador puede robar, pero un hombre honrado, no”, asegura ante un nutrido grupo de indigentes al haberse librado de ser detenido tras mangar una gallina.

La otra cara de la moneda es Shack, el sádico y visceral jefe de un viejo y destartalado tren de mercancías, el número 19, un tipo capaz de vanagloriarse de no haber dejado con vida a ninguno de los vagabundos infiltrados en su convoy. Armado de un martillo y de un sinfín de herramientas letales, se pasea a lo largo de su tren en busca de intrépidos errantes a los que partirles la cabeza en dos. Los railes del recorrido del 19 están sembrados de los cuerpos de cuantos han osado montarse de forma ilegal en la que cree ser su “propiedad privada”. El temido e irascible Shack es la viva representación del absolutismo de la época: un tipo intolerante, racista y sin compasión cuya máxima, en tiempo de crisis, es imponer su autoridad mediante el abuso de poder... aunque para ello tenga que llegar hasta el asesinato. Un brutote de armas tomar, vaya.

El “Número 1” es Lee Marvin, mientras que Ernest Borgnine encarna a Shack; dos actores muy del gusto de ese cine de tintes “hombrunos” que tanto gustaba al director y en donde, reafirmándose en ese aspecto, tan sólo salía una mujer, en un único y fugaz plano, depilándose las axilas. Cosas de Aldrich, el padre de criaturas como Doce del Patíbulo y al mismo tiempo de la magistral ¿Qué Fue de Baby Jane?, una cinta protagonizada (casi íntegramente) por dos mujeres al límite. Viva la ambivalencia.

El Emperador del Norte supone un cara a cara entre machotes, sin lugar para el universo femenino, que alcanzará su máximo punto de esplendor (y tensión) cuando el primero afronte el reto de viajar a escondidas, desde Oregón a Portland, a bordo del 19. Un desafío vibrante y desaforado a través del cual el cineasta dio vía libre a esa violencia iracunda que reinó en la mayoría de sus películas.

Entre el odio que emana Shack y la chulesca valentía de “Número 1” se encuentra un tercer personaje en discordia, Cigaret, un joven vagabundo, engreído, mentiroso y cobarde, que, con sus falsas artimañas y doble juego, intentará desbancar a su compañero del merecido trono de Rey de los Pordioseros; un fantástico Keith Carradine, casi salido del cascarón, totalmente capaz de sacar adelante con firmeza un rol tanto o más mezquino que el de Borgnine. Y es que al menos, el de Shack, ese colérico empleado del ferrocarril, a pesar de la brutalidad que ejerce, se muestra totalmente fiel a sus (erróneas) convicciones.

El antihéroe habitual del mundo de Aldrich volvió a estar presente en una película que, vista hoy en día, sigue helando la sangre al espectador. Los numerosos paralelismos existentes entre aquellos años y la crisis actual, hacen temer que aún todo pueda ir peor. Necesitaremos muchos “Número 1” para plantarle cara a la que se nos avecina.

25.4.12

Imprescindibles: FALSO CULPABLE

A partir de hoy y bajo el epígrafe genérico de “Imprescindibles”, nace una nueva sección en la página; una sección que, alternándose con los estrenos más recientes, pretende dar un repaso a aquellos títulos (clásicos y no tan clásicos) por los que siempre he sentido un apego muy especial, como es el caso de Falso Culpable, el título que abre el bloque recién nacido.

Falso Culpable, aún y manteniendo sus constantes habituales, es una rareza dentro de la filmografía de Alfred Hitchcock ya que, entre otras cosas, se basa por primera vez en su carrera en una historia real. Realizada en 1956 entre dos joyas indiscutibles, el remake norteamericano de El Hombre Que Sabía Demasiado y Vértigo, el director británico decidió aparcar sus usuales adaptaciones de novelas para entrar a saco en la vida de un hombre desafortunado, Manny Balestrero, un músico de jazz, casado y con dos hijos que, empleado como contrabajista en un cabaret nocturno, verá cambiar su existencia cuando, de la noche a la mañana, es acusado falsamente de varios atracos a mano armada tras ser confundido con otro individuo.

La cinta transcurre en la ciudad de Nueva York, una Nueva York grisácea y de tonos sombríos que fue captada a la perfección por la cámara del gran Robert Burks, su director de fotografía. Después de cinco títulos en color, Hitchcock regresa al blanco y negro para potenciar al máximo su acercamiento al cine negro, dándole un protagonismo muy especial a los constantes juegos de sombras que enmarcan la absurdidad en que se han convertido las vidas de Manny Balestrero y su esposa, Rose, una mujer que empezará a mostrar síntomas de debilidad psíquica cuando, tras una larga lucha con la justicia, comience a sospechar la imposibilidad de salvar a su marido de una extensa condena.

Uno de los aspectos que más puntualiza Hitchcock es la del temor a ser metido entre rejas, ese miedo a lo desconocido que queda perfectamente plasmado en la primera noche que ha de pasar Balestrero en la cárcel y que, en el fondo, no es más que la traslación a la pantalla de una de las turbaciones confesas de un episodio que sufrió en su infancia el propio realizador, justo cuando su padre, para imponerle un castigo, le obligó a dormir una noche en un calabozo de una comisaría londinense.

En Falso Culpable no sólo rompe con su tónica de adaptar novelas no muy conocidas por el gran público, sino que se atreve a contar, por primera y única vez, con un actor como Henry Fonda para dar vida a su temeroso protagonista; una interpretación magnífica que transmite al espectador la impotencia que siente su personaje ante la indefensión de los delitos que se le imputan. Un Fonda soberbio perfectamente secundado por Vera Miles, la que cuatro años más tarde sería la heroína de la inimitable Psicosis y que, para la ocasión, se metía en la piel de la sufrida Rose Balestrero, una esposa desesperada ante la posibilidad de ver a su marido encerrado, con nulas posibilidades económicas para sacar adelante a sus dos hijos y subsistir en medio de una ciudad que para ella se ha vuelto totalmente hostil.

Un Hitchcock atípico, en el que incluso el realizador cambia su cameo tradicional por una explícita introducción en la que alerta al espectador de estar a punto de enfrentarse a una historia real. Cine en mayúsculas, en donde el suspense habitual de sus películas se transforma en angustias tan tangibles y reconocibles como las provocadas por la injusticia y la indefensión. Un film que, visto hoy en día, sigue resultando igual de fresco que en su estreno. Y es que, en ciertas cuestiones, sobre todo sociales y políticas, hemos variado muy poco… más bien incluso hemos retrocedido un mucho. Descubran lo que les cuesta a la familia Balestrero llegar a fin de mes o pagar la factura de un dentista y encontrarán un sinfín de paralelismos con el mundo actual. ¡Qué grande era don Alfredo!

20.4.12

Sevilla Connection

Sevilla, finales de los años 80. La ciudad andaluza se prepara para vender su mejor imagen al resto del mundo. La maquinaria para poner a punto la Expo del 92 empezaba a ponerse en marcha al tiempo de uno de sus engranajes, el policial, iniciaba una limpieza de individuos “indeseables” de las calles sevillanas. Camellos, prostitutas y drogadictos debían ser alejados del centro turístico. Una de las brigadas destinada a tal saneamiento fue el denominado Grupo 7, una cuadrilla formada por cuatro inspectores de la Policía Nacional dispuestos si era necesario a saltarse la ley para cumplir sus ordenes.

Este es, en breves palabras, el punto de partida de Grupo 7, un prometedor planteamiento al servicio de una película que, pese a sus buenas intenciones, se le escapa de las manos a su director, Alberto Rodríguez, el mismo que debutara en el 2005 con 7 Vírgenes, un título con el que mantiene ciertos paralelismos, tanto en lo que se refiere a su aspecto pretendidamente realista como en la descripción de ambientes suburbiales en donde la miseria campa a su aire.

Es innegable que la fuerza de las imágenes es lo mejor del trabajo de Rodríguez; una fuerza que nace de su cuidada fotografía y de ese buscado verismo a través de la filmación cámara en mano, como si de un docudrama se tratara, tanto en sus escenas más intimistas como en las bien resueltas escenas de acción, de entre las que sería necesario destacar la persecución inicial sobre los tejados de una barriada sevillana.

Hasta aquí todo bien. Incluso sus actores están perfectos en sus distintos roles, siempre y cuando se tenga en cuenta lo justito que llega en general a sus papeles el sobrevalorado Mario Casas. En este aspecto, sólo por ver la contención de la que hace gala Antonio de la Torre en la piel de un poli al límite del desbordamiento, ya vale la pena acercarse a este Grupo 7. El gran problema de la cinta estriba en la falta de una historia mínimamente lineal, pues todo su intríngulis argumental se basa en exponer una serie de episodios anecdóticos sobre los trapicheos y acciones de la brigada ensartados a través de unos cuantos detalles sobre la vida personal de sus protagonistas. No hay más. El resto ya nos lo conocemos de muchos otros títulos que versan sobre maderos pasados de rosca, empezando por esa fragilidad que demuestra el ser humano frente a situaciones en las que resulta muy fácil saltarse las normas a la torera.

Y lo peor de todo es que, cuando uno ya está cansado de chascarrillos y trances de extrema violencia (física y psíquica, todo hay que decirlo), a su director se le va la bola y olvida que pretendía vendernos una película de tintes realistas, endilgándonos un final de lo más ridículo y risible (y no precisamente muy creíble), en donde adquieren un protagonismo especial los vecinos del barrio más castigado por los integrantes del Grupo 7.

Un film fallido, aunque con aciertos interesantes, como ese desparpajo que demuestra a la hora de afrontar un thriller con personalidad propia, muy hispánica, sin tener que recurrir a tics y modos del cine norteamericano.

18.4.12

Nueva Orleans - Panamá

En el año 2008, el islandés Óskar Jónasson estrenó Reykjavik-Rotterdam, un film producido e interpretado por su compatriota Baltasar Kormákur que llegó a nuestras pantallas aprovechando el tirón comercial de la trilogía nórdica Millennium. El trabajo de Jónasson era un interesante thriller que, narrado a través de un prisma cercano al de la tragedia, contaba las aventuras de un contrabandista retirado que volvía a las andadas para salvar la deuda de su cuñado con un traficante de dogas.

Tentado por el cine norteamericano, Baltasar Kormákur ha decidido usurpar el lugar de su colega y, colocándose tras la cámara, ha puesto en marcha la maquinaria necesaria para pulir (o, mejor dicho, eliminar) los toques trágicos del film que protagonizara y enmascararlo lo suficiente para contentar a un público más dado a consumir palomitas que a descubrir las sutilezas siniestras y humanas que contenían su guión original.

A pesar de su maquillaje, no se trata de una mala película. Es, simple y llanamente, un film de acción al uso, entretenido y con un sinfín de giros en su haber. Puro mainstream, bien acabado y perfectamente planificado. Una especie de Missión Impossible, más terrenal aunque menos sofisticada, en donde su protagonista, un Mark Wahlberg repitiendo por enésima vez su rol habitual, se convierte en un héroe de acción, un tanto a desgana, al volver a trapichear desde el lado opuesto a la ley para echarle un capote al hermano de su esposa, un joven que se ve acosado por un narcotraficante tras perderle un importante cargamento de cocaína.

Las calles de Nueva Orleans, un viaje en barco, oscuros tejemanejes en el Canal de Panamá y una ingente cantidad de dólares falsificados, son algunos de los ingredientes de un cocktail explosivo que, a pesar de su vacuidad, no da tregua al espectador. Añádanle una mujer en peligro, contratiempos varios y un gran número de lances a superar, siempre a contrarreloj. No deja espacio para el aburrimiento, aunque sí, a posteriori, para intentar ligar cabos sueltos y la poca credibilidad de ciertos sucesos.

A parte de la dualidad moral que exhiben sus personajes principales, vale la pena destacar la tentadora belleza de la siempre interesante Kate Beckinsale (a quien le toca cargar con el episodio más truculento del film) y el cachondeo con el que Giovanni Ribisi crea a su malvado de turno, un villano de opereta empecinado en amargar la vida de Wahlberg y de sus familiares más allegados.

Un divertimento, sin pretensiones, al que no hay que buscarle demasiados peros.

12.4.12

Sexoadicto

La pasada semana, decidido a hacer penitencia, encaminé mis pasos hacia una sala en la que se proyectaba Shame. A pesar de su aspecto a priori gafapastoso y de mis serias (aunque erróneas) dudas sobre la cinta, he de confesarles que me sorprendió gratamente. Quizá el adverbio “gratamente” no sea el más adecuado en este caso, pues lo que se dice “grata” no lo es en absoluto, pues se trata de una película enfermiza, dura y no precisamente alegre. De hecho, Shame es igual de desoladora que la melancólica versión que de New York, New York interpreta una espléndida Carey Mulligan en una de sus escenas.

El film significa el segundo trabajo como director de Steve McQueen -un londinense de color que se llama igual que el recordado protagonista de La Gran Evasión-, tras su presentación en sociedad con Hunger, título no estrenado en España. En esta ocasión, se centra en el personaje de Brandon, un neoyorquino solitario y atrapado por el sexo. Para él las mujeres son simples utensilios de placer, un objeto de usar y tirar. De hecho, en sus numerosas relaciones, nunca va más allá con ellas de lo que hace en sus constantes evasiones masturbatorias, ya sea en su casa o en los aseos de la oficina en la que trabaja. Un hombre consciente de su desorden y que, en su perturbación, intentará poner fin a sus desmanes limpiando su apartamento de cualquier tentación posible.

La historia de un tipo enfermo y autodestructivo y sobre la cual, McQueen, jamás entra en detalles específicos sobre su conducta o su pasado; un pasado que se presume oscuro y con trauma consanguíneo incluido. Parca en palabras, nunca enseña sus cartas al completo. Su guión es sibilino. Muestro lo mínimo y deja que el espectador recurra a su intuición. Y, para ello, apela a largas escenas sin apenas montaje, como las caminatas urbanas de Brandon o el encuentro en la habitación de un hotel con una compañera de trabajo.

A pesar de estar filmada íntegramente en la ciudad de Nueva York, se trata de una producción británica. Con la mojigatería que destilan el grueso de producciones norteamericanas actuales, difícilmente desde ese país hubiera nacido un trabajo de estas características, en donde, precisamente, las escenas de sexo, al contrario que su narrativa, son lo de lo más explícito.

Atención a las excelentes interpretaciones de un Michael Fassbender claramente en alza (tranca incluida) y de una Carey Mulligan sombría, atormentada y anémica de cariño. Él es Brandon, ese adicto al sexo que persigue a las mujeres como si se tratara de un león en busca de su presa (magnífica la reveladora escena del metro tras ser tentado por una atractiva rubia); ella es Sissy, su hermana, una chica rebelde que, con su aparición, invadirá la díscola intimidad del apartamento de Brandon. Dos brillantes actores entre los que se crea una química indescriptible y al mismo tiempo malsana.

Debido a su desgarradora visión del tema, puede resultar un film molesto e incómodo para cierto sector del público, aunque totalmente necesario. Seguro que Michael Douglas, con su visionado, ha recordado sus viejos tiempos de adicción antes de ser domesticado definitivamente por Catherine Zeta-Jones.

10.4.12

Camino a la locura

Jeff Nichols, con Take Shelter, propone una extraña historia, de corte independiente, con la posibilidad de una doble lectura en su argumento. Por una parte, un acercamiento psicológico al cine apocalíptico y, por otra, el retrato del proceso de una degradación psíquica. Y, todo ello, centrado en el personaje de un obrero, casado y con una hija sordomuda pendiente de una operación.

Lo mejor del chocante producto de Nichols se encuentra en las angustiosas pesadillas y alucinaciones de su protagonista, un Michael Shannon excelente quien, con su modélica interpretación y gracias a su peculiar rostro (tan aterrador como enfermizo), moldea a la perfección a su cabizbajo personaje, Curtis, un obrero especializado en perforación de terrenos que, tras empezar a sufrir ciertos cambios en su personalidad, temerá encontrarse en los inicios de una enfermedad mental similar a la que afectó a su propia madre.

Tampoco hay que olvidar la brillantez y serenidad con la que Jessica Chastain desarrolla el rol de Samantha, la esposa de Curtis; una mujer preocupada ante la imposibilidad de comprender los problemas que están cambiando profundamente el carácter de su marido.

El problema de Take Shelter estriba en su lento y cansino ritmo narativo, así como en lo reiterativo que llega a resultar su desarrollo. De hecho, avanza poco a poco, sin ofrecer muchos datos nuevos a los que ya se conocen desde su inicio. Es más, en ciertos aspectos, como en el del empecinamiento de Curtis por reformar su sótano para estar a salvo de huracanes y tormentas, además de repetitivo, resulta incluso totalmente previsible en cuanto a su resolución se refiere. Suerte que, para paliar estas irregularidades, el tal Jeff Nichols se saca de la manga magistrales escenas, casi antológicas, como las de su escalofriante final, escritas con una caligrafía exquisita.

Una cinta claramente deudora de los tiempos que estamos viviendo, de unos tiempos marcados por la inseguridad, la rabia y la impotencia. Francamente desazonadora.

4.4.12

Se nos fue el marqués del Monigote

Ayer, a los 93 años de edad, nos dejó Antonio Mingote, uno de los puntales del humor gráfico español. Nacido en Sitges e hijo de aragoneses, estuvo sin embargo muy vinculado a la ciudad de Madrid. Dibujante, humorista, académico de la lengua y marqués, empezó su trabajo como caricaturista en la mítica La Codorniz en 1946, en donde se significó por sus ataques a la censura de la época.

Ideológicamente hablando, nunca me identifiqué con él. A pesar de haber nacido en Catalunya, entonó un visceral punto anticatalanista (tal y como demuestra la viñeta adjunta) que me distanció totalmente de él. Ya se sabe, 58 años trabajando en el ABC marcan al más pintado.

Como recuerdo de su obra y en concreto de sus esporádicas vinculaciones con el cine, les dejo con una muestra de sus carteles más representativos.