30.8.07

La aristocracia pierde a su Zelig particular

Hoy ha muerto, a los 87 años de edad, José Luis de Vilallonga, un hombre polémico y polifacético, de vida dispersa y agitada. Su condición de marqués le hizo Grande de España, aunque su hijo John –fruto de la relación con su primera mujer-, desde el libro Vilallonga Mi Padre, asegura que en ciertos círculos sociales parisinos se le conocía como el "Glande de España".

Su fama de mujeriego y de bebedor, no le fueron obstáculo alguno para que se codeara con la florinata de la intelectualidad europea y americana de los años 50 y 60, y con personajes ligados directamente con el mundo del cine, desde Federico Fellini hasta Louis de Funès, negocio en el que se coló como actor gracias a Louis Malle. La propia Audrey Hepburn le llamó para que interpretara un pequeño papel en Desayuno con Dimanates, una de las comedias más reputadas de Blake Edwards. Así era su vida social, igual de desordenada que sus pensamientos e ideales políticos: del falangismo al socialismo, llegando incluso a simpatizar con el comunismo... y ello a pesar de autodefinirse como "monárquico genético".

Escritor, actor, contertulio, periodista... Un camaleón de la cultura, la política y el espectáculo que, de la mano de Berlanga y en Patrimonio Nacional y Nacional III, supo tomarse en broma a sí mismo dando vida a un aristócrata venido a menos.

Un poco de todo y a grandes dosis. Su paso por este planeta fue tan complejo como su propio apellido, pues incluso hoy, en muchas páginas de Interney (empezando por la IMDB) y en diversos medios de comunicación, la elle se la han colocado en el lugar incorrecto.

A buen seguro que, en su tumba, algún amigo o alguna amante le dejará unas cuantas botellas del mejor champagne francés. Descanse en paz.

29.8.07

De Carrey a Carell... y tiro porque me toca

Morgan Freeman se mete de nuevo en la piel del Ser Supremo en Sigo Como Dios, la secuela del film que el propio Tom Shadyac realizara hace cuatro años. Si en Como Dios era Jim Carrey el hombre al que le eran transferidos los mismos poderes que el creador, en esta nueva entrega es el cómico Steve Carell (al que viéramos como tío suicida en Pequeña Miss Sunshine) quien deberá enfrentarse a un reto bíblico planteado directamente por el Todopoderoso: construir en un tiempo récord una Arca, la cual servirá, ante la posibilidad de la llegada de un diluvio, para salvar a una pareja de cada una de las especies animales que habitan el planeta.

Curiosamente Steve Carell, en Como Dios, ya interpretaba el mismo personaje que en esta continuación, pues en ella esbozó, a breves rasgos, a su Evan Baxter, un famoso y engreído conductor de informativos que trabajaba en la misma cadena televisiva que Bruce Nolan (aka Jim Carrey). En esta ocasión, y para cambiar las constantes que unían profesionalmente a Carrey y a Carell, Steve Oederek, su guionista, ha hecho abandonar al tal Baxter el negocio de la televisión para convertirlo en un entusiasmado y novato político, cuya máxima es la de cambiar el mundo... a pesar de que, para ello, tenga que pasar muy poco tiempo en compañía de su familia.

El universo de la política y el de la religión cara a cara; dos temas plagados de posibilidades satíricas y críticas. Pero el humor de Shadyac no da para tanto, pues el suyo es blanco y familiar ("transparente", tal y como dirían algunos gobernantes actuales). En cuanto a política, se dedica a caricaturizar (sin pasarse de rosca) a un congresista corrupto (un cada vez más insoportable John Goodman), mientras que, en el orden religioso, consigue quedarse al margen de cualquier incorrección ideológica que pudiera ofender mínimamente a alguien. La excepción -y a sabiendas de que con él no herirá susceptibilidades- es el regreso a la pantalla del impoluto Dios afroamericano que, ataviado con elegantes vestiduras blancas, aún sigue interpretando, con total impasibilidad, un Morgan Freeman de porte casi británico.

Si lo mejor de la primera cinta era precisamente el tono irónico otorgado por Freeman a la composición de su peculiar Dios, lo más destacado de este (forzado) Sigo Como Dios, se encuentra en la cantidad de chistes simpáticos conseguidos gracias a la presencia de los múltiples y diversos animalillos que, sin descanso, pululan a lo largo y ancho del metraje. Animales, la mayor parte de ellos, informáticos, aunque colados, con gracia e ingenio, en el momento justo y preciso para robarle, al menos, unas cuantas sonrisas al espectador.


El resto es más de lo siempre, incluida la escalonada transformación de un correcto Steve Carell en un nuevo Noé. Como era de esperar -y más tratándose de un producto de unas características tan tópicas como las de éste-, tampoco podía faltar esa agobiante y discursiva alabanza a la unidad familiar modélica y ejemplar para la Norteamérica actual; una loa con la cual andan machacando a las plateas desde hace bastantes años. Y es que, en este aspecto, el cine norteamericano resulta de lo más previsible y pesadito.

Un entretenimiento prefabricado con pies de plomo y sin extralimitarse un pelo en su inocentísima broma reliosa. Un producto que podría ser catalogado de apto para todos los públicos, sino fuera por su acaramelamiento excesivo: ello le hace altamente prohibitivo a los diabéticos.

28.8.07

EN RESUMIDAS CUENTAS: Problemas para despegar y problemas para mantener el vuelo

Hay un par de títulos en la cartelera barcelonesa que, cada uno en su estilo, parecen aguantar estoicamente en pantalla desde hace unas semanas. El primero y más interesante de ellos es Whisky Romeo Zulú, una sencilla producción argentina del 2004 que, con muy poco presupuesto, se alza como una contundente crítica sobre el modo de actuar de ciertas compañías aéreas. En concreto, y basándose en un caso real ocurrido en el seno de la empresa de aviación LAPA, la cinta hurga en los chanchullos y tejemanejes que, a finales de los 90, se traían entre manos los responsables de la misma con la (nada escrupulosa) finalidad de abaratar costes en las tareas de mantenimiento de su flota aérea; un modo de actuar que desembocó en tragedia. El 31 de agosto de 1999, un avión de dicha empresa se estrelló en un punto concreto de la ciudad de Buenos Aires; un accidente más que anunciado en el que perdieron la vida 67 personas.

Enrique Piñeyro es su director, guionista y actor; un hombre que decidió ejercer de Juan Palomo para escribir esta historia, interpretarla y situarse tras la cámara porque él, en carne propia, sufrió todo el tenso proceso político y empresarial que, plagado de amenazas y engaños, culminó con la citada desgracia aérea. Piñeyro, en la vida real, fue el único piloto de la compañía que, a riesgo de perder su empleo, denunció a cara descubierta el mal estado de la mayoría de aviones que LAPA utilizaba para sus vuelos comerciales.

Por tratarse de una ópera prima, el hombre ha logrado salir airoso con sus intenciones y, a pesar de no tratarse de un producto redondo, mezcla con soltura el melodrama implícito en el caso con su tenso tono de thriller socio-político; un thriller muy en la tónica de los que nos obsequió Costa-Gavras en sus primeros años. A Whisky Romeo Zulú (título que abriga, en realidad, el nombre del avión siniestrado) le cuesta mucho despegar. Su primera parte es poco clarificadora, lenta y reiterativa. Pero una vez alzado el vuelo, justo cuando el realizador pone toda la carne en el asador, la película cobra una fuerza inusitada (aunque le sobre un poco una innecesaria historia de amor que cuela un tanto a la fuerza). En su denuncia se muestra ácido y corrosivo, y satisfactoriamente punzante con el retrato que hace de aquellos soberbios jerifaltes que, sin ningún tipo de escrúpulos y jugando con la mentira como única verdad, antepusieron sus intereses económicos a la seguridad de sus clientes. Y lo peor de todo es que, episodios similares al que se narra en el film, siguen aconteciendo en demasiados lugares… ¡Ya verán ustedes la que se nos va a caer encima cuando privaticen definitivamente ciertos servicios públicos…!

Ni que decir tiene que, por su interés intrínseco, esté título se ha convertido en uno de los más vistos, en los últimos tres años, pos distintos profesionales del sector aéreo.


Si la permanencia en cartelera de la película de Piñeyro resulta más que comprensible, el fenómeno de ¿Por Qué Se Frotan las patitas? ya pasa a formar parte del esoterismo y lo paranormal. Les aseguro que, ante tal producto, no hay explicación razonable alguna para llevar casi dos meses seguidos en pantalla. De hecho, tuvo su primer estreno en Barcelona a finales de noviembre del 2006 y, debido a la poca (o nula) asistencia de público, fue retirado a la semana siguiente. Pero, tal y como les decía el otro día, los tiempos están cambiando (y para mal), pues se reestrenó, con honores de estreno, a principios de julio... y sigue, y sigue... (a pesar de que incluso está editado en DVD)

¿Por Qué Se Frotan las Patitas? es una comedia que, sin pudor alguno, copia descaradamente el estilo adoptado por Martínez Lázaro en El Otro Lado de la Cama. Es decir, un musical a la española, en el que la mayoría de sus números coreográficos -interpretadas en playback, aunque bailados por su elenco de actores- se amparan en adaptaciones de temas que se hicieron populares en su día. Precisamente, en estos nuevos arreglos musicales, es en donde se encuentra lo mejor de un film tan olvidable e irregular como éste. De entre tales, cabe destacar la rítmica variación del festivalero Aserejé o la excelente y original revisitación de la Camilosestina Vivir Así Es Morir de Amor.

Al contrario que Whisky Romeo Zulú, éste es un trabajo dotado de un despegue magnífico y prometedor. El dibujo que hace de todos los miembros de una familia a punto de desmembrarse resulta brillante. Pero ello dura tan sólo los quince primeros minutos de proyección. Luego, al margen de algún que otro número musical aceptable, no sabe mantener el vuelo constante, cae en picado y se estrella. Álvaro Bejines, su realizador, busca la caricatura y, con ello, aparecen todos los tópicos sobre películas con familias al borde del abismo: la Maruja amargada por tener que acarrear con todas las tareas domésticas; el marido machista, comilón y gandul; la suegra viuda, liberal y espabilada…Nada nuevo bajo el sol, vaya.

Un guión prácticamente nulo que, vacilando entre la comedia costumbrista, el musical y el melodrama, se queda encallado sin decantarse por ninguno de los géneros tanteados. Una película astracanada (sólo hay que fijarse en el amanerado Manolete, el patético personaje del detective interpretado por Manuel Morón), exenta de personalidad, vacía de intenciones y previsible en demasiados aspectos. Roba de aquí y de allá y, al mismo tiempo, logra llevar hasta el límite del histrionismo a sus actores. Es más: les puedo asegurar que, por lo que a mí respecta, jamás había visto hasta el momento una mala interpretación de Antonio Dechent. Ya lo dicen los más sabios del lugar: siempre hay una primera vez… aunque se estrene de segundas.

27.8.07

Haga usted su propio remake

La moda de los remakes ha llegado a extremos increíbles. Hasta el mismísimo Kenneth Branagh se atreve a dar su propia visión de La Huella, la obra teatral de Anthony Shaffer que adaptara, en 1972 y de manera magistral, Joseph L. Mankiewicz. Y sí Branagh se permite ese lujo, ¿por qué no pueden hacer ustedes lo mismo con el clásico que más les apetezca? ¡O aquí jugamos todos o se rompe la baraja!

Para ello, y dejando a un lado la película que elijan para ser vilipendiada, a continuación me voy a permitir la libertad de darles ocho sabios y escuetos consejos para que puedan llevar su proyecto a buen término.

1) Sea cual sea el título escogido, en su presentación ante la prensa siempre hay que negar rotundamente que se trata de un remake. Apunten hacia una terminología más ambigua y apuesten por definir su trabajo de homenaje cinéfilo o de “nueva visión alternativa”.

2) Si la pareja protagonista del clásico a desacreditar vivía arrejuntada y cohabitaba en la habitación de una pensión de mala muerte, cámbienles ipso facto su estado civil y conviértanla en un matrimonio honrosamente unido por la Iglesia, con tres hijos en su haber (dos niñas pizpiretas y un joven pillado por los vídeo-juegos) y un perro (a ser posible, un San Bernardo simpaticote, juguetón y extremadamente baboso). Libérenlos de la pensión inmunda en la que vivían en pecado e instálenlos en una apacible casita, de dos plantas y jardincillo, situada en una zona residencial, al estilo de la de Mujeres Desesperadas y similares.

3) En caso de tratarse de un thriller, cuyo principal foco de atención se localiza en la caza y captura de un morboso y enfermizo psicópata, con claros rasgos de formar parte del colectivo gay, no lo duden ni un solo instante y otórguenle rápidamente a éste una nueva personalidad. La opción de transformarlo en heterosexual es la mejor y más plausible para el nuevo enfoque de tan repugnante criminal, pues de hecho, el hétero, se trata de un colectivo que, desde hace muchos años, ya está acostumbrado a que sus miembros suelan ser los desalmados asesinos de turno en las producciones más preciadas. Además, con ello y en el día de su estreno, se ahorrarán la manifestación de un numeroso y revoltoso grupo de personas que, disfrazadas de manera estrafalaria e instaladas frente a la puerta del cine, a buen seguro exhibirían pancartas cuyos slogans incitarían a la duda sobre la honorabilidad de ustedes y de sus santas madres.

4) Sí el título seleccionado fue rodado en un maravilloso blanco y negro, a su edad ya tendrían que saber que les toca filmar la nueva película en colorines; cuanto más chillones, mejor. Lo del blanco y negro es cosa de gente de la tercera edad y de cinéfilos maniáticos.

5) En el caso de que la banda sonora del clásico a revisar estuviera compuesta por algún musiquillo como Bernard Herrmann o Max Steiner, no intenten recurrir a John Williams u otro compositorejo por el estilo para reemplazarla. Siempre es mejor (y les saldrá mucho más barato) echar mano de la música moderna y machacona del momento. Tanto da que cuadre o no con la imagen; la cuestión es que resalte más la banda sonora que la historia a contar. Y ello sin olvidar que, en los títulos de crédito finales, tendrán que meter (casi por imposición de la productora) una cancioncilla interpretada por Céline Dion.

Por cierto: la tipografía de las letras de dichos títulos ha de ser minúscula, casi ilegible y jamás centrada. Les aconsejo colocar los créditos a la derecha de la pantalla. De este modo, el lateral izquierdo lo pueden aprovechar para incluir imágenes de algunos errores de filmación. Dichos descartes ya deben ser filmados a propósito, para ser exhibidos luego como si se tratarán de pifias o fallos de rodaje involuntarios y reales. Eso mola mucho y, al mismo tiempo, es la trampa idónea para que el público aguante hasta el final sentadito en su butaca.

6) Sepan ponerse al día en cuanto a castings se refiere. Si tienen que buscar a nuevos actores para sustituir los papeles que en su día interpretaron, por ejemplo, Cary Grant e Ingrid Bergman, tengan la suficiente visión, valentía y estómago como para cederle esos mismos roles a una pareja como la que podrían formar Ben Affleck y Nicole Kidman (o, en su defecto, Jennifer Aniston). Además, en lugar de rodar un inmenso beso circular a intervalos, opten por un polvo al estilo videoclipero y con una cancioncilla de fondo con la voz de Céline Dion. No olviden situar, en la habitación de la copulación, al San Bernardo baboso observando atentamente a los protagonistas en acción.

7) Cualquier añeja persecución en la que intervinieran tan sólo un par de automóviles, ha de ser actualizada de manera mucho más grandilocuente. En definitva, el espectáculo es lo único que cuenta. Para la ocasión han de utilizar muchos medios de transporte distintos. Tomen nota: de 12 a 37 coches; 3 camionetas negras, de esas camufladas que llevan los del FBI; 9 motocicletas, 4 helicópteros y 1 autocar transportando a un grupo de jubilados que acaba de ser secuestrado por un pederasta (heterosexual).

Que conste, de todos modos, que lo del autocar es puramente incidental. De hecho, es el guiño cinéfilo de turno, ya que el perseguido (en este caso, el chico guapo del film) se evade de sus perseguidores a bordo de una de las 4 motos o de cualquiera de los 12 o 37 automóviles dispuestos para tan trepidante escena. Por supuesto, su montaje ha de ser totalmente histérico, de raudos primeros planos, cámara en mano y en continuo movimiento. Vaya, que nunca le ha de quedar claro al espectador a quién pertenece ese pie que, cada dos segundos, asoma en pantalla pisando el acelerador a tope. Unas cuantas explosiones (aunque no vengan a cuento de nada), múltiples trompazos y el estallido de centenares de disparos, la harán aún más apabullante.

8 y último) En el caso de que alguno de los protagonistas de la película original a adaptar muriera, en la nueva versión ha de sobrevivir, con lo cual, y en agradecimiento a ello, éste invertirá el resto de su vida en la construcción de varios orfanatos, una leprosería y un centro recreativo para policías jubilados. En este ocasión es imprescindible que el personaje sea gay, pues tanta bondad no ha sido nunca mostrada en pantalla tan gratamente a través de un heterosexual.

A buen seguro, una vez terminada su película, los críticos se ensañarán con ella. Pero no les hagan ni caso: son gente de mal vivir y siempre le buscan tres pies al gato a todos los remakes. ¡Con lo maja que les habrá quedado!

25.8.07

Asesino de reemplazo

A mediados de los 80, Rutger Hauer recreó a uno de los malvados con más entidad de esa década. Se trataba de John Ryder, un maníaco asesino que iba a la zaga de Roy Batty, su también enigmático e irrepetible replicante de Blade Runner. El principal entretenimiento del tal Ryder era ejercer de autoestopista por las desérticas carreteras californianas, con la malsana intención de eliminar a cuantos conductores le invitaban a acceder a su automóvil. La película se estrenó con el título de Carretera al Infierno y algunas de sus constantes, en cierto modo, la aproximaron a la magistral El Diablo Sobre Ruedas de Steven Spielberg.

La ambigüedad sexual del asesino y la extraña y morbosa relación que establecía con una de sus posibles víctimas –un adolescente que realizaba un viaje, en solitario, de Chicago a San Diego-, dotaron a la cinta de un magnetismo especial. La tensión con la que Robert Harmon, su director, abordó ese trabajo y algun que otro giro sorpresivo a lo largo de su trama (como el desenlace del personaje interpretado por una incipiente Jennifer Jason Leigh), hicieron de este un film ahora considerado de culto.

Se trataba de una serie B, filmada con muy poco presupuesto y que, vista hoy en día, sigue aguantando a la perfección. Algunos paralelismos con el universo del western (su compacto y brutal final), sus tiempos muertos (en la segura espera de cualquier tipo de golpe efectista), la ausencia casí total de música en sus escenas más vibrantes y las numerosas elipsis narrativas que ahorraban momentos innecesarios al espectador, hacen que su visión actual sea mucho más estimulante que la del remake que, con el mismo título, se estrenó ayer mismo en nuestras pantallas. Y ello lo digo con total convencimiento pues, por la noche y tras regresar a casa después de asistir a uno de los pases, revisé en VHS la cinta original.


Dave Meyers, el realizador de Carretera al Infierno de 2007, a pesar de ser un hombre criado en el campo del vídeo-clip musical, ha sabido olvidarse de la estética del mismo y recurrir a un tratamiento más académico, al igual que hiciera Robert Harmon en la versión primitiva. De hecho, no es más que una calca de la original, aunque variando algún que otro aspecto y añadiendo o permutando el rol a algunos de sus protagonistas.

Por ejemplo, en este caso, el joven acosado por John Ryder no viaja solo a bordo de su coche, ya que lo hace en compañía de su joven y apetecible novia (Sophia Bush, todo un tentador descubrimiento), sobre la que además recae un peso específico que no tenía el personaje de la accidental Jennifer Jason Leigh en la producción de 1986.

La fuerte personalidad que otorgó Rutger Hauer a su asesino se ha perdido al ser reemplazado por Sean Bean, un actor de solvencia contrastada que, sin embargo, no ha sabido darle ese toque misterioso, perverso y terrorífico que tanto necesita el personaje. Su autoestopista es más plano y estereotipado, mientras que esa ambigüedad sexual de la que hacía gala Hauer ha sido eliminada completamente por parte de sus dos guionistas (curiosamente, uno de ellos, Eric Bernt, es el autor del guión origional del primer film). En este aspecto, parece que hayan buscado la corrección política a todos los niveles, no fuera que el colectivo gay pusiera el grito en el cielo, tal y como ya ha hecho en otras ocasiones en las que un asesino mostraba claramente su condición homosexual. Y es que, como diría Dylan, los tiempos están cambiando (y de mal en peor, añadiría yo).


Al igual que Harmon, Dave Meyers domina bien la tensión y el suspense. El primer encuentro con el serial-killer de la carretera (de sopetón y en medio de una tormenta nocturna) y el posterior reencuentro con éste en una gasolinera, son pasajes dignos del mejor cine de intriga. Y Carretera al Infierno mantiene bien ese clima enfermizo y oscuro hasta bien entrada la mitad de su metraje. Justo allí es cuando las claras (y malas) influencias de Michael Bay -acreditado como productor- hacen su aparición, convirtiendo a la interesante trama en una historia extremadamente difícil de tragar. Con el desmadre narrativo, salen a escena los peores tics del cine de Bay, los cuales, aparte de romper su angustiosa atmósfera, hacen del film un circo del exceso. El pérfido John Ryder se transforma en una especie de Robocop multidestroyer, mientras que todo el arsenal habitual en las cintas del responsable de La Isla se apodera de la pantalla. La aparatosa e innecesaria resolución de una persecución automovilística, en la que intervienen varios coches patrulla de la policía y un helicóptero, es un claro ejemplo de ello.

Mucho más explícita con la violencia, no deja de ser, a pesar de sus errores e irregularidades, un trabajo funcional para aquellos que desconozcan la Carretera al Infierno de los 80. La espectacularidad visual y las nuevas técnicas de filmación obran parte del milagro. Y es que a este remake le ocurre un poco como al conejillo informático que antecede a sus títulos de crédito: su apariencia es perfecta, casi insuperable, pero el efecto inicial se diluye al poco rato.

23.8.07

El cocinero, el ratón, su comida y su talante

No me fiaba demasiado de ese enlace matrimonial entre Disney y Pixar. Me daba la impresión que el frescor de los responsables de Los Increíbles se podría ir al traste y apuntar hacia derroteros más sensibleros y ñoños, como ya les ocurrió, sin ir más lejos, con Cars, uno de los mayores fiascos (a mí gusto) del cine de animación nacido de dicha unión. Ahora, gracias a la espléndida Ratatouille, me han demostrado que estaba equivocado.

París, la aute cuisine, un restaurante de 5 tenedores en declive tras la muerte de su chef, una herencia conflictiva y la presencia de una rata de paladar exquisito, son los principales ingredientes que ha manejado Brad Bird para dar cuerpo a tan suculento plato cinematográfico. Y es que meter a una rata de cloaca como cocinera de un restaurante de lujo... tiene su coña y su divertido puntito de mal gusto, ya que los movimientos de los numerosos roedores que pueblan la proyección parecen ciertamente reales, pues los mismos han sido estudiados y recreados con total credibilidad.

Perfilar, con solo cuatro esbozos, a todos los personajes tal y como hace Bird (incluyendo a los más secundarios), ayuda, sin lugar a dudas, a su mejor digestión. El empecinamiento de Remy -el roedor protagonista- por dejar a su basurera familia y dedicarse a la hostelería, o el dibujo un tanto histérico que hace del atolondrado e inseguro Linguini -el posible heredero del restaurante del difunto Auguste Gusteau-, son dignos de tener en cuenta, al igual que ocurre con la relación forzosa de amistad y supervivencia que se crea entre la ratita y el negado aprendiz de cocinero. No es de extrañar, por todo ello, que Ratatouille se digiera en un abrir y cerrar de ojos.


Su estructura de cuento infantil no supone ningún obstáculo para que, sin abusar de ello, coloque algún que otro guiño cinéfilo, a lo largo de la proyección, dirigido a los más adultos. Quizás el más claro se localice en la escuálida y sombría figura de Anton Ego, un cruel crítico gastrónomico que, en muchos aspectos, podría ser hijo biológico del mismísimo Nosferatu de Murneau: su blanquecina tez, su terrorífica presencia y su pasión enfermiza por el mundo de los roedores, así lo atestiguan. Si a la fúnebre apariencia del tal Ego le añaden (en su versión original) la profundidad sonora de la voz de Peter O’Toole, tendrán a uno de los malos del cine de animación con tanta (o más) prestancia que Cruella de Vil o la reina bruja y engreída de Blancanieves. Y ello sin descartar al otro tipo perverso que forma parte del elenco de Ratatouille: el pequeño, huraño y obsesionado segundo chef que ve peligrar su puesto con la aparición de Linguini en la cocina; una especie de Peter Lorre, de rasgos morunos y necesitado, en todo momento, de minúsculas escaleras y taburetes para estar a la altura de los demás. Todo un descubrimiento.

La descripción del poder olfativo y gustativo de la rata Remy, el asombro de ésta al descubrir, por vez primera, que está viviendo en París, o los delirantes ensayos que realiza con el inepto y bonachón Linguini para compaginar sus tareas en el local de Gusteau y pasar, al mismo tiempo, desapercibida, son momentos que, a buen seguro, pasarán a formar parte de la antología del cine de animación.

Divertida e ingeniosa, Ratatouille ha dado un fuerte empuje a un cine que empezaba a trastabillar y a caer en el tópico y la repetición. Y también ha servido para consolidar definitivamente a Brad Bird como uno de los mejores directores en su género. Una maravilla para disfrutarla al cien por cien y en la que, según cuentan, ha colaborado en el doblaje español el deconstructor Ferràn Adrià, tanto cediendo su voz a un personaje ocasional como supervisando la traducción de ciertos términos culinarios. Por suerte, este hombre no necesita de ningún roedor para llevar a cabo sus sabrosas experimentaciones diarias.

21.8.07

Perdonen que no se levante... pero es que lleva 30 años descansando

“Partiendo de la nada alcancé las más altas cimas de la miseria.”

“Nunca formaría parte de un club que admitiera como socio a un tipo como yo.”

“La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después un remedio equivocado.”

“Bebo para hacer interesantes a las demás personas.”


Groucho Marx

La última pieza del puzzle

Con El Ultimátum de Bourne se cierra la trilogía iniciada por Doug Liman en el 2002 sobre Jason Bourne, el espía amnésico programado para matar. Un broche de oro para una serie, en conjunto, excelente y capaz de dar una nueva visión sobre el mundo del espionaje y los sucios tejemanejes de la CIA. De todos modos, y a pesar de la seriedad con la que se han afrontado la adaptación de las tres novelas que sobre el personaje escribiera el desaparecido Robert Ludlum, ha sido imposible huir de ese toque jamesboniano casi imprescindible en toda película de espías que quiera sacar una buena tajada en taquilla. Y, en este caso, aparte de sus numerosas escenas de acción, el paralelismo más claro con el héroe creado por Ian Fleming se encuentra en la cantidad de viajes que Bourne realiza, a través del planeta, con la intención de recuperar su identidad perdida.

En ésta, al igual que en sus dos predecesoras, Jason Bourne quiere saber. Sólo tiene clara una cosa: fue programado para matar tras sufrir un borrado total de memoria. El hombre busca nombres y motivos. Y, ante todo, descubrir quién es él en realidad. Para ello, no parará hasta conseguirlo.

La historia planteada en El Ultimátum de Bourne exige tener muy claro el final de El Mito de Bourne, el capítulo anterior. Y es que Paul Greengrass, su realizador, en un juego perverso y teniendo en cuenta que su protagonista sufre de amnesia, aprovecha para poner a prueba igualmente la memoria del espectador, consiguiendo que éste se esfuerce para ayudarle a cerrar el puzzle emprendido cinco años antes con El Caso Bourne (posiblemente la entrega más templada de la serie).

Trepidante es la palabra que mejor define el trabajo de Greengrass. Su acelerado ritmo, sumado a sus imparables y ya citadas escenas de acción, no dejan respiro alguno al espectador. Debido a su imparable cadencia narrativa, es comparable a una montaña rusa desbocada en la que puede ocurrir de todo. La brillantez con la que resuelve ciertos pasajes, mezclando el suspense con la acción -tal y como sucede en aquel que transcurre en la londinense estación ferroviaria de Waterloo-, o la espectacularidad y la tensión otorgadas a ciertas escenas -la sólida persecución por las calles y tejados de la ciudad de Tánger es un buen ejemplo de ello-, consolidan a este capítulo como el más atractivo de los productos de este género en lo que llevamos de año. Hasta incluso Matt Damon (quien al final encontró su papel ideal con este personaje) parece un buen actor. O, al menos, en esta ocasión se muestra capaz de estar a la altura de secundarios tan espléndidos como Joan Allen, Scott Glenn o David Strathaim.


Lástima, sin embargo, que su director siga empecinado en filmar de manera tan desbocada. Su cámara en continuo movimiento, el exagerado abuso de primerísimos primeros planos y el sincopado montaje utilizado en sus secuencias más vibrantes, rompen un poco la fuerza que desprende, en general, todo su metraje. De todos modos, y en comparación con su labor en El Mito de Bourne, me atrevería a afirmar que, a pesar de esa convulsión fílmica habitual en su cine, el hombre se ha calmado bastante. Y ello es muy de agradecer.

¿Se imaginan esta secuela firmada, sin ir más lejos, por la elegancia y clasicismo que lució Martin Campbell en el nuevo Casino Royale? Y es que la templanza, por muy convulsa que sea la historia, es una buen modo de afrontar una cinta de similares características. Al menos, no es necesario que media platea tenga que recurrir a las biodraminas.

20.8.07

Ustedes lo han querido: CALLES DE FUEGO

Ya en su estreno, Calles de Fuego me pareció una tontería simplona y vacía, aunque distraída. Y punto, pues se trata de un título que, a pesar de su deslumbrante apariencia visual, ofrece muy poquita cosa. Puro artificio. Revisándola ayer de nuevo, 23 años después de su estreno, se me antoja más como una especie de telefilme de acción, barato y bien acabado, que como un producto destinado a la gran pantalla.

Lo que de todos modos es innegable es que, tratándose de un film de serie B, en su época sorprendió gratamente al espectador. Y no fue precisamente por lo novedoso de su propuesta (ya que no lo era tanto como muchos pretendían). Más bien logró cautivar a las plateas por el cariñoso montón de homenajes cinéfilos y estéticos que acumulaba en su haber. Precisamente por ellos y por la mescolanza de géneros que aglutinaba, era de esperar que la película de Walter Hill funcionara por sí sola. Tanto llegó a funcionar que algunos (a mí parecer, de modo exagerado) le colgaron la etiqueta de película de culto.

En Calles de Fuego hay numerosos guiños al mundo del cómic y del western, uno tras otro y ensamblados bajo un envoltorio totalmente videoclipero. Corrían mediados los años 80 y, por lo tanto, la fiebre del clip musical estaba en plena euforia, con lo cual no es de extrañar que el director de The Warriors optara por veredas más modernas a la hora de plasmar en pantalla su nueva película; una película apta para todos los públicos, pues sus múltiples escenas de violencia resultaban bastante descafeinadas comparándolas con las de otros títulos del mismo realizador.


Para Calles de Fuego, al igual que hizo en Límite: 48 Horas (su film anterior y uno de los thrillers más trepidantes de esa década), volvió a retomar una historia de coordenadas más cercanas a las de un tebeo que a las de una película de acción al uso. Gracias al nuevo y ya citado modismo de los vídeo-clips, el rock & roll y el pop habían recuperado, a nivel popular, una fuerza insospechada que valía la pena aprovechar. Para ello, y con la intención de hacer más atractivo su producto, le añadió un claro y rítmico toque musical muy acorde con los gustos del momento. La ecuación parecía perfecta, aunque aún le faltaban varios detalles para finalizar su cocción.

Gracias a la mano mágica de George Lucas, la mezcla del cine clásico de aventuras de toda la vida con la ciencia-ficción, arrasaba en todo el mundo. Y como lo de la princesita en apuros ya estaba demasiado sobado, Walter Hill, buscando una variación sobre el mismo tema, se sacó de debajo del sombrero a una sensual cantante pop que, secuestrada por un villano de tintes vampíricos, tendría que ser rescatada por un tipo duro y bien plantado, amén de ex amante de la moza en cuestión. Para consolidar aún más su cóctel cinéfilo, lo ambientó en un futuro indeterminado y bladerunniano, aunque con muchos puntos de contacto con la Norteamérica de principios de los 60, justo la misma que reflejó -de manera modélica- el realizador de La Guerra de las Galaxias en American Graffiti.

Ella, la cantante, fue una jovencísima Diane Lane; Michael Paré -un actorcillo de tres al cuarto que acabó metido en subproductos televisivos- adoptó el rol del chico guapo de la peli, mientras que el rufián, de aspecto vampírico, recaería en un incipiente Willem Dafoe (no en vano, el hombre, 15 años después, se metería en la piel de Nosferatu para la interesante La Sombra del Vampiro). Rick Moranis, el cómico de moda en todo producto que se preciara, afrontó el (forzado) papel del tontito de la función y amante, al mismo tiempo, de la estrella raptada. Y, como remate final, le añadió el hombruno personaje interpretado por Amy Madigan para darle un tono (falsamente) ambiguo a la historia.

Los estereotipos estaban servidos. El guión era lo de menos. Cuatro escenas de acción bien metidas, disparos y explosiones a punta pala, varias decenas de moteros vistiendo chupas de cuero y unas cuantas hostias bien endilgadas, a los malvados de turno y de parte del soseras del Paré, se encargaron del resto. Y todo ello a ritmo de rock and roll. Pero sólo de rock and roll, pues el sexo y las drogas, en un film (en el fondo) tan blanco como este, no podían tener excesiva cabida... tan sólo la dosis mínima como para no molestar a los moralistas del lugar.

Vista de nuevo, aparte de sus indiscutibles aciertos visuales, Calles de Fuego se queda en muy poquita cosa. Su música (dejando a un lado un par de temas vibrantes) empieza a rechinar de mala manera y Diane Lane y Michael Paré, las dos estrellitas de la película, no desgranan química alguna como pareja cinematográfica, por mucho que Hill se empeñara en montarles un final a lo Casablanca.

Lo que no esperaba el bueno de Walter es que, al confeccionar este machiembrado genérico y cinéfilo, con el paso del tiempo acabaría adquiriendo fecha de caducidad. Curiosamente, todo lo contrario de lo que ocurre con Diane Lane, pues la mujer está mucho más hermosa y atractiva en su madurez que en sus años mozos... Al menos a mí, ahora me pone más que de jovencita...

16.8.07

El falso Grindhouse

Está claro que el Grindhouse de Tarantino y Rodriguez ha creado una moda. Esperando aún la entrega del realizador de Pulp Fiction, los chicos de Manga se han sacado de la manga (y valga la redundancia) un Grindhouse de estar por casa. Dos títulos que tenían pendientes de estreno en solitario, han sido unidos para ser exhibidos –al menos en Madrid y Barcelona- como si se tratara de un programa terrorífico doble... Y es que Tarantino, sin enterarse siquiera de ello, ha sido capaz de crear una nueva tendencia en nuestro país, incluso a la hora de diseñar el cartel promocional.

El doble programa abre con Desmembrados, un film británico que da una nueva vuelta de tuerca a un tema ya muy manido en el cine de horror, pues su realizador, el mismo Christopher Smith de la irregular Creep, ha optado por aislar a un grupo de yuppies y administrativos de una empresa armamentista, en un ruinoso caserón situado en medio de un solitario bosque de un inconcreto enclave de Europa del Este, convirtiendo su obligado descanso corporativo en un infierno de sangre y terror.

La película está montada a base de aglutinar tópicos del género, aunque su peculiar sentido del humor (negro, negrísimo), su extraño tratamiento y varias sorpresas inesperadas a lo largo de la proyección, logran romper con la rutina en este tipo de films, mostrándose, al mismo tiempo, como un producto capaz de crear momentos originales jugando con los elementos de siempre.

No se dejen engañar por su inicio, casi paralelo al de la desastrosa Turistas (en el que un autocar deja a la deriva y en un país desconocido a sus pasajeros), ni por esas inexplicables ansias actuales de ambientar películas cercanas al gore en la Europa del Este, como ocurre con Hostel y su secuela. Denle una oportunidad a este título, a pesar de que, para ello, tengan que soportar su complemento: Ovejas Asesinas.

A pesar de que su cartel original (no así el español) pueda resultar divertido e incluso prometedor, la verdad es que, lo de las Ovejas Asesinas, no tiene nombre. Es posible que, con su visionado, puedan llegar a disfrutar los seguidores (cada vez menos, supongo) de la casa Troma, ya que las intenciones del neozelandés Jonathan King no distan mucho de las del apayasado Lloyd Kaufman y sus paupérrimas producciones. Su filmación, su comicidad escatológica y esa proximidad al cine más zetoso, así lo atestiguan.

Y es que, lo peor que le puede pasar a una película mala es intentar copia los tics de las películas malas. En este aspecto, Robert Rodríguez se ha mostrado genial con Planet Terror, cosa que no le ocurre al tal King quien, en su empeño por ser peor que Kafman, ha gastado todo su presupuesto en gigantescas cantidades de mercromina y de caucho (simulando, este último, los numerosos miembros de cuerpos humanos amputados que aparecen por doquier), olvidándose, por completo, de cualquier coherencia cinematográfica. Hacía tiempo, por ejemplo, que no veía un montaje tan pésimo como el de las ovejitas de marras.


Un pastor tocado de la chaveta y propietario, al mismo tiempo, de una de las mayores granjas de Nueva Zelanda, decide gastar todos sus ahorros en experimentar genéticamente con sus ovejas, cuando, en realidad, termina creando a sanguinarios monstruos descuartizadores quienes, con sus feroces mordiscos, convertirán a cuantos humanos se les aproximen en mutantes voraces y asesinos. Vaya: más de lo mismo y, además, sin una pizca de originalidad o ingenio.

En definitiva: un circo tan innecesario como aburrido.

14.8.07

Hijos de un mismo Dios

Tal y como pueden leer en el titular de El País Digital de hoy, Bob Dylan busca dobles suyos para iniciar la filmación de un nuevo vídeo-clip. Según cita el diario, el cantante necesita encontrar a personas de todas las edades y parecidas a él. Ello ha de ser antes del próximo martes, día en el que empezará el rodaje. Si se parecen al mítico rockero y están interesados en cantar y danzar a su lado, pulsen aquí para obtener más información. Aún están a tiempo.

De todos modos, y si le sirve de algo al bueno de Dylan, le he encontrado su doble perfecto. Se trata, ni más ni menos, que de Adam Sandler, el actor neoyorquino de quien, vistas las similitudes físicas, no me extrañaría en absoluto que tuviera varios alelos en común con el compositor del clásico Like A Rolling Stone. Juzguen ustedes mismos.