Siempre he sido un gran admirador de los trabajos realizados por Pixar, pues la mayoría de veces han demostrado un ingenio superior a lo habitual en cuanto al género de animación se refiere. Quizás por esa ferviente admiración me esperaba mucho más de una película como Cars.
Todo, en ella, prometía mucho: un mundo poblado de coches con vida propia, con los mismos defectos que los humanos y en la que queda patente la diferencia de clases sociales y de razas. Y, de entre todos ellos, uno que se apellida como el gran Steve McQueen, Lightning McQueen: un rebelde sin causa; pero un rebelde soberbio e individualista. Él ha ascendido de la nada y, de la noche a la mañana, se convierte en triunfador en el mundo de las competiciones automovilísticas. Quiere ser el Número Uno a toda costa, sin contar con la ayuda de nadie. Pero tanta vanidad le conducirá hacia un camino totalmente inesperado para él y en el que se verá obligado a asfaltar una carretera destartalada, al igual que le ocurrió a Luke Jackson en La Leyenda del Indomable.
La cinta empieza de manera electrizante, con una trepidante carrera automovilística en la que los guiños a los viejos films sobre el universo de los Fórmula 1 están más que latentes. La lástima es que después, esa vivacidad narrativa y la chispa ingeniosa de sus hilarantes gags, se desinfla hasta extremos impensables, Ese Giro al Infierno, que empieza para el engreido Lightning McQueen tras haberse quedado solo y desamparado en medio de la famosa Route 66, cambia totalmente el rumbo de la cinta. Y más concretamente con la llegada forzosa de éste a Radiator Springs, un pequeño pueblucho alejado del mundanal ruido.
Lo que se iniciaba como una gamberrada más de la Pixar, se convierte en un film cursi y endeble, con esa filosofía tan moralista y cargante típica de los peores productos de la casa Disney. "Hay que ser bueno; la colaboración es importante; la vanidad es peligrosa; el triunfo no sirve para nada..." Con tanto consejo y buenas intenciones, la cinta se estrella. Pierde su vibrante ritmo y se queda en agua de borrajas, a pesar de que, durante la estancia del rojito McQueen en Radiator Springs, se sucedan algunos gags aislados ciertamente graciosos (como el acoso nocturno a los tractores con la presencia incluida de la Madre Alien-Tractor).
A pesar de su irregularidad y de esas ganas de mostrarse políticamente correctos, en Cars también hay algunos aciertos. Pocos, pero haberlos, haylos. Uno de ellos, el más importante, radica en el arte de John Lasseter y Joe Ranft por dotar de vida propia a un montón de automóviles y cacharros de todo tipo, otorgándoles una personalidad única a cada uno de ellos y convertirlos, casi en su integridad, en verdaderos seres humanos, con sus mismos defectos y virtudes. La expresión de su rostro y los movimientos corporales de los automóviles son de una perfección inmejorable.
Y el otro gran acierto se encuentra en la elección de Paul Newman (otro amante de las carreras) para prestar su voz a uno de los coches protagonistas; aunque, de todos modos, éste es un detalle que sólo podrán disfrutar los que vean su versión original. Escuchar la voz señorial del actor es un placer glorificante; un placer que al mismo tiempo acerca a su personaje -un resplandeciente y aún conservado Hudson Hornet del 51- a ese juez Roy Bean al que Newman dio vida, de manera brillante, en la excelente El Juez de la Horca de John Huston.
Lástima que tanta ñoñería y moralina hayan dado como resultado un film fallido, en donde los coches se quedan sin gasolina a medio camino y en el que la mayoría de guiños cinéfilos resultan muy forzados, tal y como ocurre con ese homenaje innecesario a La Guerra de los Mundos. ¿Será debido a que Spielberg compitió demasiados años con la animación de Pixar? ¡Vayan ustedes a saber!
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