31.3.06

Ustedes lo han querido: LABIOS ARDIENTES

Dennis Hopper, la oveja negra de Hollywood, el rebelde sin causa, el drogadicto, el borracho. Un tipo extraño y desmedido. Un personaje atípico que sólo caía bien a los más gamberros. Un icono del pasotismo y la anarquía que, en el preciso momento en el que muchos dejaron de creer en él, sorprendió a propios y extraños sacándose de la manga Labios Ardientes, un magnífico film que demostraba que, a pesar de su descontrol habitual, tras su fama se escondía un cineasta tan controlado o más que otros realizadores mejor considerados.

Y es que Labios Ardientes, siendo un producto mesurado y compacto, también tiene su parte de descontrol y desmelene. La historia, en muchos aspectos, resulta completamente amoral. En ella hay sexo, perversiones, mujeres fatales y cinismo. Mucho cinismo. Harry Madox, su personaje principal, es un tipo sin pasado; y si lo tiene, es demasiado oscuro y sucio como para desvelarlo a los demás. Huyendo de sí mismo, buscará refugio en un pequeño pueblo de Texas, lugar en el que se empleará como vendedor en un negocio de automóviles de ocasión. Sus pretensiones van mucho más allá de su nuevo trabajo. Su punto de mira apunta hacia el único banco de la localidad y hacia las dos mujeres que le rodean a diario: Dolly, la calentorra esposa de su nuevo jefe y Gloria, una joven de buen ver que ejerce de secretaria en su misma empresa.

Con Dolly y Gloria crea la eterna dualidad; el enfrentamiento cinematográfico (y humano) por excelencia. Dolly es la maldad personificada, mientras que Gloria representa la bondad. El bien y el mal en forma de tentadoras féminas. Con la primera, Harry desbravará sus más bajos instintos, mientras que con la segunda buscará otras sensaciones más allá del sexo.
Cine negro al cien por cien y, al mismo tiempo, un excelente retrato de la América profunda. La misma América que hace años plasmó Bogdanovich de manera magistral en La Última Película. Una América plagada de seres enigmáticos y especiales; gente agria y árida, igual que el paisaje en el que están enmarcados. Una América en la que todos conocen hasta el más recóndito secreto de sus vecinos y en la que nadie admite darse por enterado de ello. Una América en la que la intimidad no es más que un secreto a voces.

Labios Ardientes, un film que, basado en la novela Hell Hath No Fury de Charles Williams, rompe en parte con la filmografía anterior como realizador de Hopper. Y digo en parte porque, en el fondo, continúa siendo fiel a su estilo más corrosivo y punzante, aunque limando impurezas y evitando caer en exageraciones innecesarias. Siempre al límite, pero conservando una formalidad insospechada en él. Tan insospechada que incluso, a través del personaje de la pérfida Dolly, recrea a la perfección aquella escena de Psicosis en la que Marion Crane (aka Janeth Leigh) conduce su automóvil en solitario, sintiendo en todo momento la inquietante presencia de un policía a sus espaldas. Falta la genial música de Bernard Herrmann: en su lugar apuesta, de manera acertada, por la fuerza de John Lee Hooker y por una extensa selección de viejos blues, dejando el score original en manos de un Jack Nitzsche capaz de amoldarse a la personalidad de ese género musical. Nada mejor que ello para envolver la atmósfera de un producto caliente (muy caliente) y cargado de mala leche.

En Labios Ardientes no hay cabos sueltos, ni concesiones al cine Made in Hollywood más estandarizado. Sin estar dotada de un final tremendista, se trata de un final inesperado. Inesperado pero lógico al cien por cien. Sin moralina alguna, a pesar de que deja muy claro que cada uno tiene lo que se merece. Quien juega con fuego, se quema.

Nora Tyson y Charles Williams urdieron un sólido guión que Hopper supo aprovechar al máximo, tanto en su sobria, calurosa y atemporal puesta en escena como en la dirección de actores. En contra de todo pronóstico Don Johnson, el descafeinado “Sonny” Crockett de Miami Vice, fue el intérprete ideal para dar vida a Harry Madox, consiguiendo con ello uno de sus mejores trabajos para la pantalla grande. Lo de Virginia Madsen y Jennifer Connelly es otro cantar. Madsen riza el rizo como femme fatale: la tentadora manzana de Adán, el fruto prohibido, la Veronica Lake de los 90; sexo en estado puro. Y Connelly... pues eso... Jennifer Connely; sobran las palabras: la seducción de la pureza, de rostro angelical y formas apetecibles.

A nadie le amarga un dulce: las dos mujeres son como un par de acarameladas frutas con sabores diferentes. Y Labios Ardientes, más que un dulce es un bombón. Si no la han visto nunca, descúbranla ahora mismo. No les va a defraudar.

29.3.06

La última aventura





Impregnó al cine negro de una violencia inusitada...






Emparejó a Kirk Douglas con una foca...







Ayudó a fomentar la leyenda de Lee Marvin...









Colocó al duro de Mitchum en plena revolución mejicana...









Le birló la foca a Douglas y lo dejó tuerto...








A través de Orson Welles, hizo un contundente alegato en contra de la pena de muerte...









Crucificó a Anthony Quinn...







Exploró el interior del cuerpo humano de la mano de otro cuerpo: el de Raquel Welch...











Logró que Rex Harrison hablara y cantara con los animales...







Eliminó el amaneramiento habitual de Tony Curtis, le convirtió en un asesino múltiple y consiguió su mejor interpretación...





Desde el número 10 de Rillington Place, asestó otro duro golpe a la pena de muerte...










Diseñó un nuevo alimento vegetal para el futuro de la Humanidad...




Sólo un genio podría ser capaz de todo esto y mucho más. Su nombre era Richard Fleischer. Neoyorquino, de Brooklyn. El pasado sábado inició su última aventura.
Descanse en paz.

Todas las quinielas se equivocaron de Rocío

Alguien se ha equivocado. Más o menos como en El Cielo Puede Esperar. Un error. Un ángel de la guarda novato. Recibió el encargo, pero no apuntó el apellido. A veces los sicarios también eligen víctimas inocentes.



Rocío Dúrcal. Niña prodigio en su infancia (protagonista de películas como Rocío de La Mancha, Más Bonita Que Ninguna o Buenos Días, Condesita) y cantante en su edad adulta, traspasó la frontera el pasado fin de semana.

En el cielo esté, cantándole rancheritas y tanguitos a San Pedro. Dios le conserve esa voz allá arriba.

28.3.06

El hombre que nunca hizo honor a su apellido

Con sólo 63 años de edad, la semana pasada nos dejó Eloy de la Iglesia, un cineasta criticado por muchos y alabado por otros, capaces éstos incluso de elevarlo a la categoría de director de culto. Ni tanto ni tan calvo, pues (bajo mi punto de vista) se trataba de un realizador irregular, valiente en sus propuestas aunque bastante chapucero tras la cámara, destacando más por su posición inconformista que por su propio cine. Algún que otro acierto y demasiadas (muchas) pifias marcaron su carrera como cineasta.

Militante del Partido Comunista desde los tiempos de su ilegalidad, enganchado a la heroína y con cierta tendencia por la pluma, su cine acabó impregnándose de su propia personalidad. No hay ninguna película de Eloy de la Iglesia en la que no predominen ciertas constantes. La ácida crítica social y política que vertía en sus productos le marcaron como un director valiente y arriesgado, pues títulos como La Semana del Asesino o Una Gota de Sangre Para Morir Amando fueron filmadas en plena dictadura. Ambas películas apuntaban hacia el cine de terror, muy en boga en la España de esos años, aunque tanto una como la otra rezumaban cierto posicionamiento izquierdista en sus respectivas propuestas.

La Semana del Asesino, con el tiempo, se ha convertido en un film de culto. La cinta rompía un tanto con el cine fantástico producido en nuestro país a principios de los 70 y se trataba de una variante más macabra y morbosa de su película anterior, Nadie Oyó Gritar, una cinta de suspense coprotagonizada por una joven Carmen Sevilla y la siempre loable (y olvidada) Patthy Shepard (¿por qué nunca me cansaré de reivindicar a esta mujer de piel blacuzca, musa erótica de mi infancia?). Mientras en éste título narraba los temores de una mujer ante la posibilidad de tener como vecina a una asesina, La Semana del Asesino se desmarca como un trabajo mucho más atípico, original e interesante y, al mismo tiempo, como un claro precedente del cine sobre asesinos múltiples. Incluso podría afirmarse que tras él se esconde el claro y extraño antecedente de Henry, Retratro de un Asesino, aunque en versión cañí y cutrona, en la que los barrios suburbiales cobraron un protagonismo especial en forma de escenario ideal para la tétrica historia ideada por el propio de la Iglesia y Antonio Fos (su coguionista); barrios similares en los que, años más tarde, Almodóvar montaría sus cámaras para filmar productos como ¿Qué He Hecho Yo Para Merecer Esto? . En ella, Vicente Parra (asimismo productor de la cinta) interpretaba a un solitario personaje que, tras un incidente fortuito con un taxista, inicia una imparable carrera como asesino, matando a cuantos se cruzan en su vida durante una semana cruda y sangrienta. Amontonando los cadáveres en la chabola en la que habita, decidirá deshacerse de ellos de una manera peculiar y un pelín guarrona, pues utilizará la maquinaria de la fábrica en la que trabaja para convertir a los fiambres en caldo para el consumo humano.

La película protagonizada por Vicente Parra (ese actor al que, según José Luis Coll, parece que no pasen los anos por él) ya desvelaba una de las constante más claras en el universo de Eloy de la Iglesia: el de la homosexualidad. La relación que se crea entre un debutante Eusebio Poncela y el propio Parra posee un punto gay mucho más que insinuado, aunque nunca mostrado claramente debido a la censura imperante a principios de los 70.

Dos años después intentaría repetir el mismo éxito, de nuevo con Vicente Parra y Carmen Sevilla, con Nadie Oyó Gritar, una cinta de características similares a la anterior aunque con un arriesgado toque a lo Alfred Hitchcock. En esa ocasión no tuvo tanta suerte ya que, vista hoy en día, se acerca más al cine basura y casposo típico de esos años que a la filmografía de don Alfredo. Digamos que se trataba de una especia de giallo con acento castizo.

Oportunista como el primero, en 1973 estrenó Una Gota de Sangre Para Morir Amando. La película era un repicado hispano de algunos de los tics y tópicos volcados dos años antes por Kubrick en La Naranja Mecánica, repitiendo casi foto a foto la famosa escena en la que un grupo de delincuentes penetra en el interior de un domicilio futurista y asesina brutalmente a los integrantes de una familia. Un psiquiatra que experimenta con avanzados métodos para expulsar la violencia de la mente de los facinerosos, una serial killer con el rostro de una ajada Sue Lyon y Chris Mitchum con moto incluida y reconvertido en quincorro, se encargaron del resto.

El sexo y la violencia siguieron marcando el cine de de la Iglesia hasta que en 1975 realizó Los Placeres Ocultos, uno de los primeros films españoles en los que se trataba el tema de la homosexualidad de manera abierta y sin tapujos y en la que se mostraba la relación clandestina mantenida por un hombre de bien con un joven chapero. A partir de este título, su cine se vería marcado, de manera obsesiva, por el mismo tema, llegando incluso a dirigir, en plena época de la transición, una película de características similares, El Diputado, en la que José Sacristán, un diputado comunista del Parlamento Español, arriesgaba su carrera política con sus constantes y numerosas aventuras con jóvenes mancebos. Antes de éste film, y haciendo gala de su estilo provocativo y transgresor, se enfrascó en una historia de zoofilia con La Criatura y arremetió contra los miembros de la Iglesia y sus devaneos sexuales desde El Sacerdote.

A partir de los 80 extiende sus temas habituales al mundo de la delincuencia y la marginación social, consiguiendo uno de los éxitos más sonados de su carrera con El Pico, título en el que narraba el enfrentamiento de un joven heroinómano con su propio padre, un Guardia Civil enviado al convulso Bilbao de esos años. Tal fue la buena acogida del público ante esta arriesgada propuesta que, años después, regresó con una segunda entrega, El Pico 2, ambientada en su mayor parte en la sordidez fría y hermética de un centro penitenciario. Ambos productos, a pesar de su pésima realización, acabaron convirtiéndose en los dos productos más populares del director, siendo realizados a partir de la obsesión de éste por retratar el mundo de la delincuencia y la inseguridad ciudadana, temas ya abordados con anterioridad en Miedo A Salir de Noche, Navajeros y Colegas, película ésta protagonizada por Rosario Flores y su desaparecido hermano Antonio.

Otra Vuelta de Tuerca -una pésima adaptación de la novela de Henry James protagonizada por un desaborido Pedro Mari Sánchez-, significó uno de los mayores fracasos comerciales de su carrera. Ni siquiera La Estanquera de Vallecas -una pésima comedia esperpéntica en la que se mezclaban, sin ton ni son, sus constantes habituales- le rescató de su bache creativo.

La muerte por sobredosis de José Luis Manzano (su actor fetiche por excelencia), cierta desazón por su oficio y la debilidad de su enfermizo cuerpo, le alejaron durante casi quince años del mundo del cine, regresando al mismo en el 2003 con Los Novios Búlgaros, otra cansina revisitación de Los Placeres Ocultos y El Diputado, en la que un cuarentón homosexual empezará a relacionarse con un joven búlgaro recién llegado a España. Más de lo mismo.

El otro día nos dejó, pero nos queda su obra. Una obra a reivindicar por la valentía que demostró al afrontar ciertos temas tabús en una época delicada. Una obra interesante, más por su postura transgresora que por su validez cinematográfica. Una obra excesivamente reiterativa de la que sería necesario (y casi obligatorio) rescatar La Semana del Asesino y la primera entrega de El Pico.

Eloy de la Iglesia: descanse en paz...

26.3.06

Temblores

He pasado un extraño fin de semana, clausurado en casa y luchando con el ordenador. Un puto gusano, un troyano (¡me cago en Brad Pitt!), ha burlado la seguridad del PC y se ha metido en sus tripas. Desde el viernes por la tarde que llevo dándome de coscorrones con el tipejo. El antivirus lo he pasado en cantidad de ocasiones. El Ad-Aware también. Siempre lo eliminaban. Y el muy capullo, para desesperación mía, agazapado tras alguna dll y varios exes, seguía haciendo de las suyas. Truenos y rayos han caído sobre mi estudio durante casi tres días. Hasta que por fin, esta mañana, he tomado una decisión crítica: un format c y a tomar pol culo el anélido joputa.

No se extrañen que no haya actualizado. No había manera de trabajar en nada. Cada dos por tres, cualquier programa que utilizaba, se cerraba de golpe y porrazo. De todos modos, ahora ando reinstalando todo el sistema. Poco a poco, sin prisas. A cierta edad, uno ya no está para estresarse demasiado.

No sufran. Tal y como dije en un comment, estoy preparando un extenso post sobre el desaparecido Eloy de la Iglesia. Y, para ello, me he tragado tres de sus películas más populares. Este fin de semana, a pesar de haber sufrido el hurto de una hora, entre antivirus, lombrices mutantes y formateos, me he reservado algunos minutos para el descanso, invirtiéndolo en ver los films citados y ponerme al día con una de mis series favoritas de televisión, El Abogado.

Mañana tienen una cita con Eloy de la Iglesia... siempre y cuando esta noche no penetre en mi ordenador un gusarapo cabrón.

22.3.06

Desterrando fantasmas

Volver significa una ocasión de oro para reconciliarse con Almodóvar. El cineasta ha lavado la cara a su estilo: sigue fiel a sus tics, pero en compensación y después de mucho tiempo perfila una historia emotiva; un drama con ribetes de comedia, en donde los toques de buen vodevil se alternan con momentos de una emoción casi lindante con la tragedia. Sin caer en la pedantería, ni tan siquiera rozarla, se hace un guiño a sí mismo. Autocomplacencia (o como quieran llamarle), pero el homenaje que le monta a la ama de casa de ¿Qué he hecho yo para merecer esto? tiene su mérito.

Definitivamente, el realizador manchego ha madurado. Ya dio muestras de ello en Todo Sobre mi Madre, aunque después se quedó encorsetado. Y ahora, tras haber despertado de su declive creativo, regresa con la fuerza de un hermoso guión que le ha transportado hasta la tierra que le vio nacer. Al igual que las protagonistas de la película, está dispuesto a desterrar fantasmas del pasado; a enfrentarse con ellos cara a cara. Para ello, sigue con la terapia personal y habitual en su cine: vuelca sus miedos y sus pasiones, aunque de un modo diferente a lo que nos tenía acostumbrados, de manera mucho más sutil. Ya no busca la provocación, sólo pretende hacer buen cine; y lo consigue. Tampoco juega a crear situaciones estrambóticas y rocambolescas. Por suerte, sólo le interesa la conjunción entre la cámara, la historia y sus actrices. Es una película femenina, delicada. Y eso se nota, pues sabe desenvolverse mucho mejor en el mundo de la mujer que en el del hombre. Consciente de ello, hace que la presencia de éste sea puramente anecdótica, aunque también imprescindible. Ellas, sus mujeres, de la primera a la última, son el alma mater del producto.

Volver es un film mucho más sencillo de lo que cabría esperar. Sencillo y efectivo. Todo se resume en su mismo título. Un retorno a su tierra, a su adorado mundo femenino y a ese “mínimo” toque de (particular) comedia que tanto se echaba de menos en sus últimas películas. Incluso, desterrando fantasmas, recupera a una magnífica y madura Carmen Maura, ausente de su universo personal desde que protagonizara Mujeres Al Borde de un Ataque de Nervios. Y no contento con ello, retoma la eterna colaboración con Chus Lampreave, regalándole un papel antológico, mínimo pero esencial dentro de la trama.

Volver es ante todo una película de madres. De madres e hijas. De grandes madres. De hijas que, al igual que sus propias madres, han acabado siendo matronas. Matronas de esas que serían capaces de lo más impensable con tal de seguir luchando. Como aquellas que, en el cine italiano de la posguerra, interpretaron damas de la talla de Anna Magnani o Sophia Loren. No en vano, en una de las escenas, Carmen Maura está ante el televisor visionando Bellissima, una obra marcada igualmente por la relación entre una madre y su hija. Y, como dedicatoria a esas maravillosas actrices, transforma a Penélope Cruz en una nueva Loren, acrecentándole las nalgas, resaltándole los pechos y, ante todo, exprimiendo al máximo sus discutidas dotes como actriz. Y la verdad es que, en esta ocasión, la Penélope se sale. Está soberbia. Incluso por momentos desbanca a la propia Carmen Maura. Y eso es mucho decir.

Almodóvar tendrá sus defectos, pero es innegable que siempre ha sido un gran director de actrices. Aparte de descubrirnos a Blanca Portillo (una vecina con antecedentes hippies) y redescubrirnos la ternura en la mirada de Yohana Cobo –después de Saura y El Séptimo Día-, acaba sacándole el máximo partido a Lola Dueñas, la hermana de Penélope en el film; la cara opuesta de la moneda, a la que convierte en conductora por excelencia de una de las mejores escenas de comedia que he visto en mucho tiempo: un regalo impresionante para ese pedazo de actriz.

Una película completa, sin fisuras ni tiempos muertos. Todo cuanto expone es necesario. Todo tiene su lugar apropiado. Explora en su propia memoria y adorna su trabajo con multitud de detalles (ornamentales y religiosos) sacados de su infancia en La Mancha, dándole una especial relevancia al viento y al estilo interior de las casas del lugar. Asesta una estocada mortal a la tele basura y los talk shows y, al mismo tiempo, flirtea con la muerte, un tema tabú para muchos. Incluso consigue seducirla y hacerla propia: tras ese jamonazo histórico a la cocorota de Ángel de Andrés, vuelve a utilizar su peculiar sentido del humor (negro, negrísimo), en una larga escena de aquellas que, a buen seguro, hubiera querido filmar Álex de la Iglesia en su fallida Crimen Ferpecto.

Cuatro mujeres. Tres generaciones, Un enclave geográfico con vida propia. Un misterio del pasado por enterrar... Parece poco para una película, pero es mucho más de lo que algunos puedan esperar.

Por cierto, por si no lo sabían, les diré que no hay mejor ataúd que una buena nevera. Si dudan de ello, pregúntenle a Walt Disney, que aún se conserva fresco y lozano como el primer día.

20.3.06

Ustedes lo han querido: OLA DE CRÍMENES, OLA DE RISAS (CRIMEWAVE)

Ola de Crímenes, Ola de Risas: un delirante título español para Crimewave, el segundo largometraje del hoy reputado Sam Raimi. Filmado cuatro años después de la interesante Posesión Infernal, se trata de un film extraño y fallido.

Crimewave quiere ser mucho y no es nada. Con su apariencia de thriller estrambótico, se acerca un tanto a las coordenadas de la excelente ¡Jo, Qué Noche! de Scorsese, película curiosamente realizada el mismo año. ¿Qué fue antes, el huevo o la gallina? Tanto en una como en la otra, la acción transcurre en una sola noche. Una noche delirante en la que un inocente acabará convirtiéndose en el centro de un sinfín de malentendidos, complots y asesinatos.

Faron Crush, el bobalicón protagonista de Crimewave, está tan implicado en la trama que, pocos minutos antes de su ejecución y a través de un largo flash-back, contará a los guardianas y al verdugo de la penitenciaria los sucesos que le llevaron a estar sentado en la silla eléctrica. El eterno falso culpable del cine de Hitchcock revisitado por la visión deformante de Raimi y la de sus dos coguionistas, Joel y Etan Coen quienes, aparte del guión, aportaron al trabajo su particular óptica visual.

Cuando se estrenó en España me sorprendió de manera grata. Esa especie de mutación entre el cine del triunvirato ZAZ (Aterriza Como Puedas y similares) y el Cliente Muerto No Paga de Carl Reiner tenía su gracia. De todos modos, el otro día, repasándola 20 años después, tuve problemas para soportarla de cabo a rabo. No aguanta en lo más mínimo el paso del tiempo, empezando por su alarmante vacío argumental y continuando con el error de contar, para el papel principal, con Paul L. Smith, un actor con muy pocos recursos interpretativos que, en la creación del tontorrón Crush, optó por apayasarlo hasta extremos innecesarios.

El aire astracanado que domina todo el metraje puede ser debido, posiblemente, al intento de Raimi por homenajear a los cartoons más sangrantes de la Warner: la infantil y brusca manera de afrontar la violencia y la caracaturización excesiva de ciertos personajes así lo demuestran. Lo que podría haberse convertido en un acierto, por su uso y abuso, acaba resultando un error. La pareja de asesinos profesionales -escudados tras una inexistente empresa destinada a la exterminación de todo tipo de bichejos-, está tan exagerada en su caricaturización que rompe todo atisbo de ingeniosidad (los hermanos Malasombra venían a mi cabeza cada vez que asomaba en pantalla uno de los dos sicarios).

Un cúmulo de gags, sin prácticamente guión alguno y con varios guiños cinéfilos de lo más forzados, conforman la tónica dominante de Crimewave. Ni siquiera el estimable Bruce Campbell (el actor fetiche del realizador) supo mantener su digno nivel habitual, ya que su composición de chuloputas se ha convertido en una de las actuaciones menos inspiradas y cargantes del actor. Olvidable al cien por cien. Una lástima, pues esa equívoca interpretación marcó en parte su declive cinematográfico.

Curiosamente, éste es un título que entronca más con la filmografía posterior de los Coen que con la del propio Sam Raimi, a pesar de que sus nombres han ido ligados en muchas ocasiones. Igual que también me atrevería a afirmar que Crimewave es, sin lugar a dudas, la peor de sus películas. Incluso el peculiar e “innovador” manejo de la cámara ha acabado resultando un tanto pedantillo. Y es que la serie B, para ser buena, no necesita demasiado maquillaje. Sólo el justo y necesario.

16.3.06

Fotocopia

A mediados de los 70 se estrenó una comedia tan agradable como sencilla, protagonizada por Jane Fonda y George Seagal. Poquita cosa, pero simpática. Se trataba de Fun With Dick and Jane. O, para el público español, Roba Bien... Sin Mirar a Quien. Cosas de los traductores, esos individuos retorcidos que siempre intentan superar el título original de la manera más descabellada. Su director era Ted Kotcheff; nada del otro mundo, vaya. Y más si tenemos en cuenta que fue el mismo tipo que, una década más tarde, fusilaba sin gracia alguna las excelentes Luna Nueva y Primera Plana mediante un innecesario remake, Interferencias.

La verdad es que aún no entiendo el porqué de Dick y Jane, Ladrones de Risa. O, lo que es lo mismo, Fun With Dick and Jane en el 2005. La historia se repite y su nuevo director sigue siendo otro del montón: Dean Parisot. Los traductores actuales de títulos siguen siendo igual de patéticos que en los 70 (a pesar de que ahora respeten los nombres de la pareja protagonista) y la película, sin molestar, tampoco es nada del otro mundo. Más de lo mismo, aunque en esta ocasión añadiéndole el histrionismo de Jim Carrey quien, junto con una comedida (aunque divertida) Téa Leoni, acaba resultando lo mejor de un producto bastante trivial y con muy pocas diferencias con su original.

En el film, el cómico da vida a Dick Harper, un alto ejecutivo que tras alcanzar el puesto de vicepresidente en su empresa, acabará inesperadamente en el paro; en la puta calle. Su elevado nivel de vida provocará que su familia entre en bancarrota. Buscando fórmulas para salir de la pobreza, él y Jane, su esposa, decidirán iniciar una carrera delictiva imparable, dedicándose a todo tipo de robos como modus vivendi. De alguna manera hay que comer.

En Dick y Jane, Ladrones de Risa no hay más que esto. No busquen nada rompedor. Su argumento es mínimo, sin apenas guión, tal y como ya ocurría con la película de Kotcheff. En realidad se trata de una sucesión de gags (nada sorpresivos) en los que Carrey y Leoni van realizando todo tipo de robos y atracos. Él hace muecas y gesticula continuamente. Y lo hace bien, fiel a su estilo más clásico, demostrando ser consciente de querer seguir conservando el título de sucesor de Jerry Lewis. Y eso, en el fondo, no está mal. Productor al mismo tiempo del film, deja claro con su interpretación que, a pesar de haber cambiado de registro en varias ocasiones, no reniega en absoluto del tipo de personaje que le encumbró al estrellato.

Tal y como habían vendido (de manera engañosa) algunos medios de comunicación, no hay golpes políticamente incorrectos en la historia. Al contrario, pues el tono general se me antoja bastante rosado. E incluso tiene una moralina descarada que, en parte, rompe el mínimo espíritu crítico que podría haberse leído entre líneas. Delincuentes émulos de Robin Hood: primero roban por necesidad y, cuando consiguen el golpe sonado, optan por su propia redención beneficiando a todos aquellos que han sufrido su misma desgracia. Para que luego algunos digan que Capra era ñoño...

Una fotocopia actualizada de una película olvidada. Tal para cual. ¿Por qué? ¡Vayan ustedes a saber... ! Si al menos ésta hubiera tenido un poco más de chicha... Pero no. Todo sigue igual. Hasta incluso Alec Baldwin, en un pequeño papel, sigue haciendo de ese personaje malévolo característico en sus últimos trabajos.

14.3.06

Sospechosos habituales

Erwin Riedenschneider, alemán, unos 60 años: tras cumplir una larga condena en presidio sale dispuesto a dar el golpe definitivo, aunque para ello tenga que buscar financiación y reclutar a los hombres necesarios. Gus Minisi, ítaloamericano, mediana edad: propietario de un pequeño bar y fiel a su amigo Dix Hanley, personaje por el que volverá a patear las calles en busca de dinero fácil. Dix Hanley, norteamericano, 40 años: un tipo solitario, especializado en pequeños atracos a mano armada y cuyas deudas por su desmesurada afición a las apuestas le ha creado un conflicto con “Cobby” Cobb. “Cobby” Cobb, norteamericano, mediana edad:, un usurero viperino que regenta un antro de juego ilegal y que, al mismo tiempo, actúa como tapadera para encubrir los negocios sucios de Alonzo D. “Lon” Emmerich, un abogado de alta alcurnia que pasa un pésimo momento económico. Bob Brannom, unos 30 años, casado y con un bebé: su especialidad es abrir cajas fuertes con la ayuda de dinamita.

Ellos son sospechosos habituales, del primero al último, empezando por Emmerich, el respetado abogado y, en realidad, el más perverso de todos. Los seis habitan en la misma jungla, la ciudad de Lexington (Kentucky, USA): La Jungla de Asfalto, tal y como bautizó John Huston a su criatura. Una selva dura, gris y oscura, fría como el acero. El nexo de unión entre ellos será Riedenschneider, el cerebral exconvicto, un as en coordinar robos millonarios, como el que quiere perpetrar a una importante joyería de la ciudad. Todos sus hombres, contratados a través de los contactos del ponzoñoso “Cobby" Coob, estarán dispuestos a lo que sea con el fin de conseguir una buena parte del botín, aunque para ello tengan que depender directamente de los nada fiables tejemanejes del corrupto letrado.

John Huston, con La Jungla de Asfalto, bordó uno de los títulos más emblemáticos del cine negro, incidiendo en uno de los aspectos que más le interesaban: el del angustioso retrato de un grupo de perdedores tras los que se escondía una inevitable aureola de connotaciones trágicas. Su filmografía está sembrada de gente sin futuro; gente a la que, como en este caso, enmarcó en una fotografía dominada por los contraluces y la oscuridad y que son resaltados, en varias ocasiones, por las amenazantes sombras de barrotes metálicos (tal y como ocurre en la escena del robo nocturno a la joyería). Entre el trullo y esa fotografía, muy pocas diferencias se descubren. Pura carne de presidio.

Seguramente, sin La Jungla de Asfalto no existiría Atraco Perfecto. Ambas películas tienen puntos de conexión similares, siendo la presencia de un magnífico Sterling Hayden el principal de ellos. Mientras en el film de Kubrick interpretaba a la cabeza visible de un grupo de atracadores, en el de Huston se ve relegado a dar vida a un elemento más secundario dentro de la banda, el del pistolero Dix Hanley, un tipo de buen corazón que se ve abocado a delinquir por culpa de las circunstancias y que, poco a poco, se irá transformando en el alma mater del film. Un personaje que ansía huir de una ciudad asfixiante para regresar a la luz solar de su pueblo natal y descansar en compañía de los caballos de su padre.

Tras el mimético y pulcro Riedenschneider se esconde otro de los personajes clave: el inolvidable Sam Jaffe (el eterno Gunga Din) compone con una brillantez exquisita al citado alemán, un ser honesto en su retorcido "oficio" pero por cuya menta jamás cabría el concepto de la palabra traición. Si a éste le sumamos la aparición del entrañable James Whitmore (Gus, el amigo de Dix), junto con la más fugaz del dinamitero Brannom, habremos completado la parte más agradable de la banda. Y es que Huston era único a la hora de hacer simpáticos a ciertos tipejos con tendencias un tanto sospechosas. Tendencias que, por otra parte, se acaban adquiriendo cuando la vida le señala a uno como a un perdedor nato. Sólo se trata de supervivencia, al precio que sea.

La Jungla de Asfalto es una película tensa, llena de traidores y traicionados y plagada de momentos inolvidables, como el de la citada escena en la que se realiza el robo a la caja fuerte de la joyería. Una escena en la que el silencio se erige en principal protagonista y que es roto, de vez en cuando, por el ruido de varias sirenas policiales que se aproximan al lugar del crimen. Un momento cargado de buen cine, de ese que queda para siempre retenido en la memoria. Y ello sin recurrir a los tópicos planos sincopados de los coches de policía llegando al lugar, tal y como se hubiera resuelto hoy en día. Los automóviles casi ni se ven: sólo se oyen, se intuyen. Y Huston, sin sacar la cámara del interior de una joyería en penumbras, consigue transmitir la misma sensación de pánico e inseguridad al espectador que la que sufren sus protagonistas: no ven, pero oyen (y huelen) demasiado el peligro. Y eso solo lo consiguen los grandes; Huston era uno de ellos.

Y no terminan aquí todas las proezas del director de La Reina de África, pues además tuvo el santo valor de recurrir a una jovencísima y tentadora Marilyn Monroe después de haberla descubierto en Amor en Conserva, película en la que, con sus movimientos sinuosos, dejaba al mismísimo Groucho Marx con un palmo de narices. Y le ofreció un papel. Un mínimo pero intenso papel; el de la tierna amante del repulsivo Emmerich, interpretado éste último por un todo terreno de esa época, Louis Calhern... La Bella y la Bestia. A veces, detalles tan nimios como éste, añadidos a un montón de aciertos narrativos e interpretativos, hacen de una película una cosa muy (pero que muy) grande. Y La Jungla de Asfalto es de lo mejor.

13.3.06

Ustedes lo han querido: EL FUROR DEL DRAGÓN

En su día, cuando allá por los 70 estalló la moda del cunfú, vi por imposición de mis amigos alguna que otra película de Bruce Lee, pues ese es un género que siempre me la ha traido bastante floja. Tengo un vago y confuso recuerdo de títulos emblemáticos como Kárate a Muerte en Bangkok u Operación Dragón, aunque de ellos guardaba una impresión bastante más seria de la que ayer tuve visionando El Furor del Dragón.

Es innegable que la imagen de Bruce Lee, como icono cinematográfico, funciona a las mil maravillas. Al igual que otros mitos del Séptimo Arte, su prematura muerte – acaecida en extrañas circunstancias-, ayudó aún más a crear una estela que ha ido acrecentándose de generación en generación. Y El Furor del Dragón entra de lleno en esa mítica un tanto morbosilla y cinéfila, ya que es el primer y último film dirigido, escrito, coreografiado e interpretado por el propio actor.

La historia es muy simple, tanto o más que la propia película. Bien podría haber sido un western o una de samuráis legendarios, pues trata un tema reiterativo en ambos géneros: el de un grupo de inocentes que se ve presionado y maltratado por una banda de sicarios sin escrúpulos. Los buenos son la propietaria y los trabajadores de un restaurante chino ubicado en el centro de Roma, en el mismo Trastevere; los malos, un especulador y su caterva de sanguinarios asesinos. Tampoco es que queden muy claros los motivos por los cuales el malvado quiere alejarles del local. Se supone que es por una cuestión de “aquí estoy yo” o de extorsión “por mis cojones”. En realidad, ésto es lo de menos. La cosa está en que el rufián los amenaza mucho y, de vez en cuando, les rompe unas cuantas estanterías en la cabezota, ahuyentando de este modo a los posibles clientes que entran en busca de un plato de arroz cuatro delicias o un poco de cerdo agridulce.

Tantas vajillas llevan rotas que, ante la imposibilidad de plantar cara al bellaco, decidirán solicitar la ayuda de Tang Lung, un primo de la propietaria que reside en una pequeña aldea de Hong Kong y cuya única valía radica en sus habilidades en el arte del cunfú, ya que el chico -a pesar de ser el propio Bruce Lee- no demuestra tener muchas luces. Éste, ni corto ni perezoso, se desplazará hasta la capital romana con la intención de proteger a su familiar y, al mismo tiempo, darles unos cuantos sopapos a los botarates que le están molestando.

La llegada de nuestro héroe a la terminal aéra romana es impresionante, única e irrepetible. Mientras espera el equipaje, sufrirá unos cuantos retortijones estomacales; unos retortijones de esos sonoros (puro sensurround) que dejarán estupefacta a la sorprendida dama situada a su vera. Con posterioridad, Tang Lung (para los amigos más conocido como El Dragón) acabará aliviando sus gases gracias a unas cuantas ventosidades expelidas en el excusado del aeropuerto. El desconocimiento total de la lengua italiana (inglés en el original) le obligará, en un restaurante, a comer accidentalmente cuatro gigantescos platos de sopa, lo cual le provocará un nuevo ataque de gases del que se librará, de nuevo, encerrándose en otro lavabo.

Hasta este punto, ignoraba si me encontraba en realidad ante una comedia de un emulo cantonés de Louis de Funes o ante una película de artes marciales protagonizada por el idolatrado Bruce Lee. Entre payasadas, retortijones y su peculiar banda sonora -copiando con descaro los acordes del The Pink Panther de Mancini-, El Furor del Dragón me tenía desconcertado. De todos modos, tras este inusitado inicio, lo que seguía me indicó con claridad las pretensiones del actor como realizador: estoy seguro que ese hombre amarillo, bajito y musculoso, a pesar de ser capaz de mover sus omoplatos como si estuviera a punto de alzar el vuelo, era en el fondo un fan en toda regla de don PacoMartínezSoria y La Ciudad No Es Para Mí, pues los problemas de adaptación de un pueblerino chino en una gran ciudad como Roma (incluidas un par de visitas más a otras letrinas), se traga más de media hora de metraje. Entre diarreas, pedos y chistes tontos, Bruce Lee resuelve la primera parte de su película

Ni el inspector Clouseau ni las esperadas hostias asoman por ninguna parte (¿El Furor del Cagón o El Furor del Dragón?). Mucha postalita turística de Roma, adornando los paseos urbanos de Lung (ventosidades incluidas) y su prima asiática, pero poco más. De golpe y porrazo, la cinta da un brusco giro y Bruce Lee deja las gansas a un lado y se pone su camiseta-paleta (negra o blanca, tanto da) o, en su lugar, se queda sencillamente con el torso desnudo (en claro homenaje a los desnudos frontales de Charlton Heston). Y es entonces cuando empieza a soltar sopapos a diestro y siniestro. Y patadones, muchos patadones. Un sin parar, vaya. Primero a los suyos, a los camareros del local, con la intención de demostrarles lo que vale un peine, al tiempo que con su cunfú desacredita el arte del kárate. Después, cuando ha espabilado a éstos, se dedicará a hincharles los morros a los esbirros rompe-estanterías hasta ponerlos a tono. Tal será la furia con que tratará a sus enemigos, que el jefe de ellos (una especie de Eugenio, el desaparecido humorista catalán) ordenará a su subordinado más directo acabar con la vida del forastero gastroenterítico.

El susodicho subordinado (un estrambótico chino sarasa, con la cara de Barragán y disfrazado de Cantinflas) pondrá manos a la obra. Para ello, realizará un par de llamadas telefónicas en busca de un francotirador miope y de un par de expertos luchadores de cunfú: uno chino y el otro europeo. El primero no verá tres en un burro a la hora de ejecutar al Dragón y se equivocará en el momento de volarle la cabeza. Los dos segundos, picados en su orgullo, tan sólo se dedicarán a darse coscorrones entre ellos. El Gang del Chicharrón.

La única solución para eliminar al pueblerino peleón se encuentra en Colt, un campeón norteamericano de cunfú: un tipo cerebral y dotado de instintos asesinos que, interpretado por un debutante Chuck Norris, viajará desde los EE.UU. a Italia para poner a caldo al mismísimo Bruce Lee. Una encerrona de tebeo, organizada por Eugenio y Cantinflas, harán que Dragón y Colt se enfrenten en un combate a vida o muerte en el Coliseo Romano.

Una escena cumbre y mítica que, por motivos inexplicables, ha pasado a la historia del cine. Un cocktail explosivo: Bruce Lee, Chuck Norris, el Coliseo y un gatito que pasaba por ahí. ¿Quién da más? Bueno, lo del Coliseo tiene tela. Aparte de un par de planos exteriores en los que se observan a los dos actores apostados en el lugar, toda la lucha está filmada en estudio: al fondo, unos decorados de lona en los cuales, además de mostrarnos las arrugas de la tela, se estamparon distintos motivos del monumental circo romano; delante de las pinturejas, el cantonés y el yanqui. Cara a Cara. Hostia va, hostia viene. Dolorosas, muy dolorosas. Y sonoras; extremadamente sonoras. Y mientras, el gato mirando la refriega. Un espectáculo en el que Bruce Lee se monta cuarenta y siete mil posturitas distintas: contrae los músculos de todo su cuerpo, gime como un mono histérico y le arrea una sarta de pescozones al Norris que me lo deja para el arrastre... ¡Vaya debut el del Norris!

Y El Dragón se adecenta un poco, le da un beso a su primita y regresa a su tierra. La ciudad no es para él. Él es un chico sencillo y con pocas complicaciones: le va el ganado, el maíz, el arroz y darse de tortas con los mozos de su pueblo. Una gran ciudad como Roma le provoca desarreglos estomacales.

Me he quedado con la boca abierta. Desde ayer tarde, momento en el que vi esta monumental película, no puedo cambiar de posición. Las moscas penetran en mi interior como Pedro por su casa. Ha sido tal el colapso que estoy tentado de repasar en su integridad toda la filmografía de Bruce Lee para después poder renegar de los grandes clásicos del cine. Algo está cambiando en mí... Y es que tengo unas ganas de liarme a hostias con el primero que pase...

No me extrañaría que alguien, enfurruñado tras ver tan magna obra, buscará a Bruce Lee y, tras encontrale, le emborrachara, drogara y asesinara con la malsana intención de acabar con su prometedora carrera como director. A veces, como en esta ocasión, revisar una película como El Furor del Dragón puede llegar a desvelar los enigmas que se esconden tras una de esas muertes acaecidas en extrañas circunstancias. Y es que no es para menos...