31.3.08

Anestesia de garrafón

Ignoro si el debutante Joby Harold estaba despejado o no cuando dirigió y escribió Despierto. Lo que sí tengo claro es que muy lúcido no debería estar, ya que el resultado final de su trabajo no se aleja mucho de un batiburrillo de ideas mal ensartadas y de una mezcla de géneros que le resultan imposibles de combinar.

La primera media hora está dedicada al completo a una de esas historias de amor difíciles de soportar: azucarada y extremadamente cursi. Un inicio para el único y exclusivo lucimiento físico (que no artístico) de la pareja protagonista, Hayden Christensen y Jessica Alba. Ella es guapa; él también. Él es un niño pijo, heredero de las millonarias empresas y de la envidiable fortuna de su difunto padre. Ella es una chica de procedencia humilde que, casualmente, ejerce como secretaria de la posesiva madre de él. Ambos se quieren mucho, no paran de darse arrumacos y se profesan amor eterno, aunque mantienen en secreto su idilio para no despertar los celos y la mala baba de la progenitora del jovencito. Él está enfermo y por ello, antes de someterse a un arriesgado transplante de corazón, decide casarse con ella... Todo muy lindo, muy rosado, al más puro estilo de la ñoñez que desprendía la ya arcaica Love Story.

Una vez se le ha inyectado a la platea la dosis de almíbar suficiente, la cinta va a por otros derroteros. Con la entrada en quirófano del personaje de Christensen, cambia de tercio y adquiere las coordenadas de una película de horror de serie B. Es, justo en ese momento, cuando el trabajo de Joby Harold adquiere su punto más álgido. Los efectos de la anestesia son negativos y, a pesar de dormir al cuerpo del paciente, éste mantiene su mente despierta y es capaz de percibir incluso el dolor físico. Una pesadilla infernal que promete mucho y tan sólo se queda en un simple apunte pasajero.

Es innegable que se trata de una buena idea la de mostrar las sensaciones de un tipo durante una intervención quirúrgica a corazón abierto... pero el problema es que no va más allá del esbozo, pues Despierto vuelve a corregir el estilo y se aposenta, definitivamente, sobre las bases de un thriller con connotaciones fantásticas. Si su primera parte ya daba mala espina, su intrincada carrera en pos de una situación laberíntica y nada creíble, acaba por romper con las buenas (y prometedoras) intenciones conseguidas con lo del efecto negativo de la anestesia.

¿Realidad o sueño?; ahí está el interrogante con el que se pretende mantener el interés del espectador y que, por su propio peso, se desploma ante el desmelene narrativo con el que afronta el fragmento que debiera el ser más atractivo de la trama. La verdad es que, el tal Harold, se despacha a gusto con una intriga demasiado complicada y patatera como para resultar mínimamente creíble. Y digo yo: sí la mejor manera de llegar a A a B es la línea recta, ¿por qué se ha de pasar antes por la Z, la R, la T y W, dando bandazos y vericuetos y robando toda lógica posible a un misterio de baratillo?

Tras Despierto se esconde un experimento cinematográfico tan falso como un duro sevillano en el que, por parte del director, se barajan las ganas de epatar con las ansias por crear un producto diferente a toda costa. En su guión vale todo, incluidas las cartas marcadas con tal de engañar al respetable, al que ha retado en un juego en el que nada es lo que parece, ni siquiera su edulcorada introducción. Una falsedad construida a golpe de trampas, en la que lo único cierto es descubrir lo mal que plásticamente han reconstruido a Lena Olin, madre del anestesiado Christiansen en el film.

Me voy a chutar un poco de novocaína... Cuando me recupere, regreso.

29.3.08

Salamanca queda por Guanajuato, en México

Gracias a En el Punto de Mira he descubierto, no sin cierto asombro, que casi todos los habitantes de Salamanca, en España, son mejicanos. Viendo el film de Pete Travis, me he dado cuenta que durante todo la vida he sido engañado, vilmente, en cuanto a la situación geográfica de una ciudad que siempre había ubicado mucho más cerca. Mis padres, cuantos maestros de geografía tuve en la escuela, los responsables de los informativos televisivos y la prensa diaria española, son algunos de los responsables empecinados en mantener, a capa y espada, que se trata de una población castellana.

Gracias, amigo Travis, por demostrar que el acento del salmantino denota un deje mejicano que tumba de espaldas. Y no sólo su entonación, pues el color de la piel y los rasgos físicos de sus habitantes, apuntan directamente a ser hermanos de sangre de Santo El Enmascarado y sus colegas. O eso, al menos, es lo que indica el tal Travis al situar la acción de En El Punto de Mira en pleno corazón de la ciudad, justo en su Plaza Mayor; una plaza en la que se vive un desconcierto sin igual al realizarse, en el lugar, uno de los actos públicos que forman parte de una cumbre internacional para paliar el terrorismo a nivel mundial.

Y allí, en esa plaza hispanomexicana, todo está preparado para que el presidente de los EE.UU., tras unas palabras del alcalde salmantino, ofrezca un pequeño discurso al respetable. Miles de vecinos de la ciudad abarrotan el lugar, haciendo ondear al viento y sin parar centenares de banderines rojigualdos. Un buen número de hombres del cuerpo de seguridad del presidente, controlan que no se realice ningún atentado pero, a pesar de ello, varios disparos inesperados alcanzan el cuerpo del político, justo en el instante en que se disponía a soltar su perorata. Poco después suenan un par de explosiones lejanas y, casi al instante, una bomba estalla bajo el entarimado en el que ha sido abatido el jefe de estado...

Éste es el prometedor inicio de uno de los thrillers más delirantes y ridículos que he soportado en lo que llevamos de temporada. Y digo lo de un “inicio prometedor” porque, curiosamente, sus primeros quince minutos (aparte de descubrir una Salamaca inédita), poseen nervio y garra. Después, cuando En el Punto de Mira entra (teóricamente) en materia, todo se desarma de modo alarmante. Al director le encanta jugar a eso tan de moda de los distintos puntos de vista sobre un mismo suceso. De hecho, esa es su principal y única ambición; en realidad, una manera como otra de esconder la falta de un guión mínimamente coherente. Así, con tal excusa, se inicia un cansino bucle que, a pesar de su trepidante ritmo, resulta repetitivo y eterniza la escasa hora y media de su metraje. La cámara repasará, uno por uno, la implicación de varios de los personajes que han sido testigos directos del atentado, tomando un especial relieve un guardaespaldas traumatizado y un turista norteamericano el cual, con la ayuda de una cámara digital, está dispuesto a no dejar escapar ni uno sólo detalle.

El agente de seguridad es un acabado e histriónico Dennis Quaid, un hombre aún empeñado en demostrar, contra viento y marea, que siempre ha sido y será un pésimo actor. Y no es el único que se desmadra a sus anchas, pues Forest Whitaker, dando vida al turista antes mencionado (uno de los personajes más surrealistas de la cinta), da rienda suelta a su incontinencia interpretativa, ofreciendo uno de los espectáculos más patéticos de su carrera. Viéndolo aquí, nadie se atrevería a afirmar que el año pasado consiguiera el Oscar por su trabajo en El Último Rey de Escocia. A veces, esa estatuilla calvorota, se transmuta en un premio maldito que, en lugar de potenciar, baja de nivel a sus ganadores.

William Hurt (el presidente y su propia sombra), Sigourney Weaver (una tensa realizadora de televisión) o Eduardo Noriega (en un rol polivalente y pésimamente descrito) son otras de las estrellitas estrelladas que forman parte del elenco actoral. Ninguno parece creerse demasiado su papel. Ni siquiera tienen clara la ubicación geográfica en la que están trabajando. ¿Salamanca? ¿Cuernavaca? ¿Puebla? Tanto da. Ellos estiran la mano y cobran unos dinerillos. Y si los españolitos de la piel de toro tienen pinta de mejicanos, a ellos les importa un bledo. Total, con tanto ajetreo y movimiento que se lleva el director en su puesta en escena, muy pocos van a prestar atención a sus pésima actuaciones.

Un film vacío y lleno de errores de guión. Pocas cosas cuadran en la historia contada. Un puzzle laberíntico mal resuelto y peor conducido. La clara demostración de que, cuatro escenas de acción y un montaje acelerado, no son suficientes para compactar un producto comercial mínimamente digno. Y es que sin guión, no hay nada de nada.

Además, ¿por qué no se ambientó directamente en Ciudad de México en lugar de reconstruir allí, palmo a palmo, la Plaza Mayor de Salamanca? ¿Acaso los de por aquí no dábamos la suficiente sensación de latinoamericanos para filmar en nuestra casa? Con lo sencillo que hubiera sido rodar en la otra Salamanca, la de Guanajuato, en México...

28.3.08

EN RESUMIDAS CUENTAS: Amor se puede escribir de dos maneras...

Dos comedia sobre el amor, aunque de distinto signo, compiten estos días en la cartelera barcelonesa. Ambas sólo pretenden entretener pero, mientras una se muestra inteligente y divertida, la otra se decanta por la cursilería y apuesta por captar a un público más joven.

La primera es Como la Vida Misma, un entretenimiento fresco que, en su base argumental, desata un clima del mal rollo y pésimas vibraciones en el seno de una familia numerosa y acomodada. El causante del problema es Steve Carell, uno de los cómicos más contenidos del panorama actual. Ese Carell que, de procedencia televisiva, se vio potenciado al estrellato, tras varias tentativas, gracias a su excelente papel de suicida en la peculiar Pequeña Miss Sunshine.

En Como la Vida Misma (la pésima traducción al español del más idóneo Dan en la Vida Real), el cómico de Massachusetts se introcude en la piel de Dan Burns, un escritor viudo, con una columna diaria en un periódico neoyorquino, que ha de sacar adelante, el solito, a sus tres jóvenes hijas. Lleva ya varios años sin mujer y, entre su trabajo y las forzadas funciones de madre, se ha convertido en un padre un tanto férreo para las niñas. Está claro que a Dan Burns, a pesar de la buena fe con la cual controla a su prole, necesita a una nueva compañera a la que amar, que le ame y que le ayude a sacar las castañas del fuego. Y esa pareja la encontrará en una librería de las afueras de la ciudad, justo en el momento en que se dispone a disfrutar de un fin de semana campestre, en casa de sus padres y en compañía de sus hermanos, cuñados y sobrinos. Lo que él aún no sabe es que Marie, esa fémina caída del cielo y amante de la literatura, guarda un íntimo secreto que desbaratará todos sus planes familiares.

Carell está que se sale; siempre al límite de la sobreactuación, aunque sin cometer el error de caer en ella. Marie, su “novia” accidental, es la intachable Juliette Binoche, una actriz capaz de mantener una química chispeante (y recíproca) con su partenaire masculino; una química con un mérito increíble ya que, por razones bastante lógicas, no pueden expresar sus sentimientos y su feeling ante los familiares de él.

La cinta trasncurre por el camino trazado en ese divertimento que llevaba por título Los Padres de Ella, pero en versión sobria y rehuyendo el exceso de astracanada que fluía de la dirección de Jay Roach. Y es que, por suerte, ni Carell ni Binoche llevan dentro el histrionismo de Robert De Niro y Ben Stiller. Peter Edges, director y guionista de Como la Vida Misma, ha optado por dar más relevancia a los diálogos que a los gags físicos y visuales, aunque reservándo un pequeño espacio para éstos a través de la innata comicidad de su protagonista masculino (el baile desmembrado en el bar de copas o la clase de aeróbic al aire libren son, sencillamente, embriagadores).

No busquen el no va más de la comedia actual en esta cinta, pues no lo van a encontrar. Tómensela como lo que es: un producto para pasar un rato agradable. Tan sólo déjense llevar por sus graciosas situaciones (al más puro estilo de los clásicos del género) y por ese tono vodevilesco que se desprende de todas aquellas escenas que transcurren en el interior de la casa de los padres de Dan Burns y que, por cierto, están interpretados por los ya mayorcitos Dianne Wiest y John Mahoney, un par de actores que, en cada una de sus intervenciones, demuestran su solidez y seguridad en escena.


La otra de las dos películas citadas en el anunciado es 27 Vestidos; la mala del doblete; así, tal y como suena, a lo bruto. Y mala de cuidado. Una cinta montada, con todo el descaro del mundo, para el lucimiento absoluto de una apayasada Katherine Heigl, esa rubita embarazada de la sorprendente Lío Embarazoso y, al mismo tiempo, la Dra. Izzie Stevens para los seguidores de la televisiva Anatomía de Grey. Pero, por mucho empeño que pongan en potenciarla, en esta ocasión, y con tantos mohines y muecas de niñata tontorrona que desgrana, lo único que conseguirán es arruinar su carrera futura. Y es que la joven, a parte de dar vida (como puede) al topicazo de la rubia sin sesera y cuya única misión en la vida es casarse con un príncipe azul, termina por resultar agotadora para el espectador.


En 27 Vestidos atiende por Jane Nichols, una muchacha que, desde su más tierna infancia, ha sentido una inclinación especial (y hasta diría que morbosa) por asistir a cuantas ceremonias nupciales le sean posibles. La obsesión por ejercer como dama de honor de la novia, la ha llevado a representar ese papel en 27 ocasiones. Ella aún es soltera y está empleada como secretaria en una floreciente empresa por cuyo propietario -un inexpresivao, engordado y afónico Edward Burns- se le derriten las pocas neuronas que pululan por su cerebro. El hombre, sin embargo, no atina en lo loquita que tiene a su tiernecita mano derecha por sus huesos, por lo que direcciona sus sentimientos más íntimos hacia la hermana de Jane, un putón descarriado que hace gala de una incultura supina. Los celos y la constante presencia de un reportero guapetón -encargado de la sección de sociedad de un periódico de Nueva York-, serán algunos de los aspectos que redefinirán el camino de la ñoña jovenzuela.

El adjetivo cursi es poco para definir un film tan rosado, vacío y almibarado y en el que las intenciones de su directora, la coreógrafa Anne Fletcher, apuntan, sin vergüenza alguna y de modo fallido, a rememorar el espíritu de aquellas comedias clásicas de los años 50 en las que, por ejemplo, los gloriosos Spencer Tracy y Katharine Hepburn pasaban del odio furibundo al amor eterno en menos que canta un gallo. A pesar del empeño en lograrlo, ni posee un guión con gancho y ni James Marsden (el gallardo y conquistador periodista) ni la amiga Heigl le llegan a la suela de los zapatos a los protagonistas de la magistral La Costilla de Adán; sencillamente dan pena.

El culto por las bodas, la exaltación reiterativa del amor y del matrimonio, la consolidación de la familia... todo un catálogo de tópicos al servicio de una de las soserías más insoportables de la cartelera. Una sobredosis pegajuntosa de azúcar de digestión imposible. El producto ideal para niñas quinceañeras venidas de generaciones ancestrales. O sea: el producto ideal para nadie.

27.3.08

El chico de Minnesota


Nadie sin el estilo de Richard Widmark, y sin inmutarse en lo más mínimo, tiraría a una anciana inválida, escaleras abajo y con silla de ruedas incluida, tal y como hizo en su debut para la pantalla grande en 1947. La película era El Beso de la Muerte y su director, Henry Hathaway, acababa de descubrir al actor en una obra de teatro que éste interpretaba en los escenarios de Broadway. Con ese gángster perverso y sin escrúpulos, que atendía por el nombre de Tommy Udo, nacía una de las grandes leyendas cinematográficas que, justo el pasado lunes, nos abandonaba.

Un chico rudo de Minnesota, alto, rubio, de facciones marcadas y mirada penetrante. Uno de los duros del Séptimo Arte que, a pesar de encarnar a diversos militares a lo largo de su carrera, jamás llegó a vestir el uniforme, en la vida real, al ser incapacitado por el Ejército debido a una perforación de tímpano.

Un tipo áspero y aguerrido. El cine negro fue su trampolín, genero del que nunca se distanció para seguir potenciando sus cáusticos personajes, ya fueran a un lado u otro de la ley. Noche en la Ciudad, Pánico en las Calles, Manos Peligrosas o Brigada Homicida, son sólo algunos de los compactos y emblemáticos thrillers que desvelaron el perfilado carácter interpretativo de Widmark, un actor brillante que, sin embargo, de forma inmerecida y a pesar de ser nominado al Oscar como secundario por la citada El Beso de la Muerte, nunca obtuvo la prestigiosa estatuilla. Por ese mismo trabajo, tuvo que conformarse tan solo con un Globo de Oro.

Dos Cabalgan Juntos, La Ley del Talión, El Jardín del Diablo, Lanza Rota, El Hombre de las Pistolas de Oro, Desafío en la Ciudad Muerta, El Álamo o su intervención en la majestuosa El Gran Combate de John Ford, entre otros westerns, desvelaron su lado más aventurero e impetuoso. Cowboys de acentuada personalidad a los que, al igual que en sus películas policiacas, dotó de una dualidad psicológica situada siempre entre la frontera del bien y del mal.

Vencedores o Vencidos, en la que encarnaba al intachable fiscal militar del llamado Juicio de Nüremberg, o el pérfido cirujano que llevaba por el camino de la amargura a Michael Douglas en la tensa Coma, son otros de sus inolvidables roles dotados de una potencia que la Academia de Hollywood jamás quiso recompensar. Una potencia que incluso supo mantener al mismo nivel en el campo televisivo pues, a raíz del éxito obtenido por la película Brigada Homicida a las órdenes del eficaz Don Siegel, resucitó al personaje del neoyorquino detective Daniel Madigan y lo instaló, cuatro años más tarde, en 1972, en la nebulosa ciudad de Londres a través de la muy interesante serie (de tan sólo seis episodios) Madigan.

93 años tenía cuando, el pasado día 24, decidía dejar atrás El Jardín del Diablo para perpetrar un Atraco en las Nubes.

Descanse en paz.

26.3.08

Ustedes lo han querido: AGUIRRE, LA CÓLERA DE DIOS


Werner Herzog y Klaus Kinski; Klaus Kinski y Werner Herzog. El orden de los factores no altera el producto. Dos seres extraños que se profesaron, mútuamente, un exacerbado odioamoramiento que les llevó, en alguna que otra ocasión, a darse de hostias en medio de un rodaje. Ambos iban de genios; el súmmum de la cultura europea cinematográfica de los 70. Es más: Herzog, el realizador germano y superviviente de la pareja chiflada, aún sigue con el mismo palo e idéntica postura; a veces, como en el caso de Grizzly Man, aun da en el clavo; le cuesta, pero atina. El otro, Kinski, uno de los actores más pasados de rosca de la historia del cine, pasó a mejor vida el 23 de noviembre de 1991. Ambos, entre otros títulos, urdieron Aguirre, La Cólera De Dios, un alucinante viaje al infierno que, por sus excesos, dividió al público en dos. La crítica oficial, como siempre, se rindió a los pies del director alemán... no fuera que se desprestigiaran afirmando, llana y claramente, que se trataba de un peñazo como la copa de un pino.

Sí en su época ya me pareció un tostón de mucho cuidado ahora, revisada con el paso de los años, no hay por donde pillarla. La historia -salvando las distancias, una mezcla entre el romanticismo aventurero de La Reina de África y el dantesco relato de Joseph Conrad El Corazón de las Tinieblas-, recoge uno de los pasajes sobre el descubrimiento de América protagonizado por españoles, concretamente el de la expedición en tierras peruanas comandada por Gonzalo de Pizarro en 1560 y de la cual, en busca de El Dorado, la mítica tierra del oro, partió una pequeña escisión encabezada por el vago e inútil Pedro de Urzúa. Un largo y peligroso viaje en barca, a lo largo de un agreste río, será el escenario ideal para que Urzúa y su segundo de a bordo, el enloquecido Don Lope de Aguirre, muestren sus diferencias y se produzca, a modo de motín, un inevitable cambio de mandos. El fantasma de los cruentos indígenas, agazapados en la espesura de la selva y sedientos de carne humana, serán su mayor y mortal enemigo.

Klaus es la estrellita de la película. No hay plano que no aproveche para dar rienda suelta a sus desmanes interpretativos. Por algo encarnaba al chiflado Aguirre, un tipo totalmente ido que incluso, para mantener la pureza de su raza, tenía previsto contraer matrimonio con su propia hija, una Nastassja Kinski mudita que, en el film, a duras penas poseía dos frases de diálogo. Lo principal ya estaba hecho: enchufar en el rodaje a su niña para que, en su debut (aunque sin acreditar), todos apreciáramos lo guapa y sensual que resultaba de jovencita. El feo de su padre, a pesar de la presencia de ella, no tuvo ningún reparo en seguir siendo el amo y señor de la cámara. Ante ésta, él tenía todas las de ganar. Sus exageradas muecas, sus andares simiescos y la peculiar manera de encorvar el cuerpo fueron, tan sólo, algunos de los muchos instrumentos físicos para realzar su cargante histrionismo. Y, en un autolucimiento tan enfermizo como el del personaje al que encarnaba, y durante una de las escenas más delirantes, se retó cara a cara con un tití. Ver para creer... el mono hasta era más afable y atractivo que él.

Lo que muchos han querido describir como un trabajo onírico y perturbador, para mí es un claro exponente del cine basura disfrazado de cine de autor; un producto con ínfulas al que además se le añadió su toquecillo gore a través de una violencia inusitada (y más teniendo en cuenta la época en la que se rodó, a principios de los 70). Casi no hay guión en Aguirre, la cólera de Dios. De hecho, es un festival Kinski y, al mismo tiempo, una exaltación demoníaca de su personaje. Los otros -incluido el sacerdote del que se cuenta fue el escritor del diario en el que se narraba la sangrienta expedición-, brillan por su falta de definición.

Su filmación, en localizaciones naturales del Perú, es tanto atropellada como superlativamente colgada y, en su mayor parte, se realizó usando la técnica de la cámara en mano (lo del efecto documental que no falte). Las pésimas condiciones de rodaje, durante los que enfermaron la mayor parte de componentes del equipo técnico y artístico, y el tener que soportar durante las 24 horas del día las neuras dictatoriales de Klaus Kinski, influyeron sobremanera en los resultados finales. El montaje está lleno de fallos de sincronización (toda una joya para los inquietos descubridores de errores de raccord), mientras que el tiempo narrativo se me antoja de lo más lento. De vez en cuando, para romper con la crispante parquedad de palabras y con las numerosas miradas perdidas de Kinski, Herzog coloca un golpe de efecto (sonoro o visual) para ayudar al espectador a recuperarse de su modorra; una modorra a la que, sin duda alguna, poco ayuda la monotía de la amuermante banda sonora compuesta por un tal Popol Vuh. Asi pues, las amputaciones de miembros, decapitaciones y flechazos varios y de todos los colores, se convertirán en el segundo plato fuerte de la función, siempre después de los continuos números circenses organizados por el desesperante actor nacido en Polonia (que no en Alemania, como muchos creen).

Kinski y Herzog. Herzog y Kinski. Tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando. El aburrimiento y la petulancia fueron las constantes de aquellos títulos en los que ambos colaboraron. Y precisamente, en este sobrevalorado Aguirre, se localiza la mejor muestra de sus malas artes conjuntas.

25.3.08

Patrimonio Nacional


Ante la marcha del gran Rafael Azcona no tengo palabras; sólo títulos... El Pisito; El Cochecito; Plácido; El Verdugo; ¡Vivan los Novios!; La Gran Comilona; La Escopeta Nacional; Patrimonio Nacional; Nacional III; La Vaquilla; El Año de las Luces; El Bosque Animado; Moros y Cristianos; El Vuelo de la Paloma; ¡Ay, Carmela!; Belle Epoque; El Rey del Río; La Niña de Tus Ojos; La Lengua de las Mariposas... Todos ellos, y otros muchos más hasta llegar a la friolera de 95, fueron escritos por la mente preclara de Azcona, uno de los mejores guionistas que ha parido nuestra tierra. Ayer, a los 81 años de edad, nos dejaba huérfanos a una considerable parte de amantes del Séptimo Arte.

Un nombre sin duda asociado a los grandes directores. El italiano Marco Ferreri le sirvió en bandeja de plata su bautismo de fuego; un bautismo doble (El Pisito y El Cochecito) que, sin lugar a dudas, llamó la atención de Luis García Berlanga, realizador con el que logró algunos de sus guiones más valorados. Y es que el particular universo del escritor congeniaba al máximo con las ideas más berlanguianas. Juntos crearon un estilo, valiente y cachondo que, en los años 60 y en plena dictadura, rompió moldes y se saltó a la torera la severidad de las tijeras del régimen.

Humor negro, incisivo y social. Un logroñés sencillo y afable que en sus libretos supo reflejar, a la perfección, lo que significaba (y significa) vivir en un país en donde el folklore, las paellas y la horterada han ido, e irán siempre, cogidos de la mano. Un hombre que se mantuvo en el anonimato físico durante muchos años, siempre a la sombra, hasta que a mediados de los 90, colgó su timidez en el armario y decidió salir a la luz pública, demostrando ser de carne y hueso, como los demás... pero con un cerebro inmenso.

Un ronco Pepe Isbert, reclamando a sus familiares una silla de ruedas con motor, o José Luis López Vázquez, a lomos de Luis Ciges, espiando tras una ventana la incitante figura de Bárbara Rey, son situaciones e imágenes ya clásicas del cine español. Un cine escrito con mayúsculas y sencillamente irrepetible.

Con Rafael Azcona, maestro de maestros, se nos va lo mejor de lo mejor. Siempre nos quedarán sus trabajos, unos guiones que, por derecho propio, ya han pasado a formar parte indiscutible de nuestro patrimonio nacional.

¡Viva Azcona!

23.3.08

DOMINGO DE RESURRECCIÓN: ¡Cómo está el servicio!

Un polvo espacial ha resucitado a todos los difuntos y ha dejado sumida a La Tierra en un caos de muerte y destrucción. El conflicto significa el inicio de una nueva guerra mundial: la de los vivos contra los zombis; una guerra sin fin, pues mientras los segundos parecen indestructibles, las víctimas mortales del primer bando se suman a las huestes de los muertos vivientes, uno enemigos que se pirran por la carne humana. Por suerte el Dr. Hrothgar Geiger, un eminente científica, finiquitará la contienda gracias a un invento que, a manera de collar y colocado sobre el cuello de los zombis, les aplacará sus impulsos asesinos y les convertirá en mansos instrumentos al servicio de los supervivientes.

Ésta es la premisa con la cual se abre Fido, una cinta que tuvo una buena acogida, hace dos temporadas, en el Festival de Sitges y que aún sigue pendiente de estreno en España. Una comedia de tono fantástico, cargada de humor negro y cuyo mayor aliciente se encuentra en su cuidada y atractiva puesta en escena. Una ambientación y una escenografía que apuestan por reproducir, fielmente, el modus vivendi de una parte de la sociedad canadiense que moraba, en los años 50, en idílicos y acotados barrios residenciales. Y es justo en uno de esos enclaves de la British Columbia donde se desarrolla la acción perpetrada por Andrew Currie, su director y también uno de sus tres guionistas.

La gente pija y sus ansias por aparentar. Mayordomos, sirvientas, cocineros y jardineros, han sido sustituidos por zombis amansados. Una servidumbre que, en algunos casos, hasta ejerce de mascota para los más pequeños del hogar. Eso, al menos, es lo que le ocurre al pequeño Timmy, el hijo de Bill y Helen Robinson. Fido es el nombre con el que el niño bautizará al zombi recién adquirido por su madre; una compra que les solucionará ciertos problemas domésticos y que, ante todo, hará las delicias de Helen y del jovencito... Tan sólo han de vigilar un pequeño detalle: si el collar deja de funcionar, hay que recurrir con urgencia a ZomCon, la empresa fabricante de la gargantilla y titular de los muertos reciclados.


Un divertidísimo y corto documental en blanco y negro, a modo de noticiario cinematográfico, es el encargado de abrir la película y prevenir al espectador sobre lo que se va a enfrentar. Muy al estilo del peor de los films de Ed Wood y recurriendo a teóricas imágenes de archivo, desde él se narran los inicios y efectos de la hecatombe y la posterior creación de la ZomCom, una industria que, con sus avances y la pacificación de los fiambres animados, se ha convertido en uno de los mejores instrumentos de control gubernamental. Con sus normas de seguridad, mantienen bajo continua vigilancia a los zombis y a la población civil viviente.

A partir de este arranque, la cinta pasa a centrarse en las relaciones de la familia Robinson con su nuevo empleado y con el resto de la vecindad, incluido el Jefe de Seguridad de ZomCon; un tipo engreído que, junto con su esposa e hija, acaban de tomar posesión de la casa contigua a la de los nuevos propietarios de Fido.

Las mejores bazas de la cinta se localizan en la educación anti-zombi por pacificar que reciben los niños en la escuela, los paseos del pequeño Timmy en compañía de Fido o en el morbo sensual que Helen (una espléndida Carrie-Anne Moss) siente por su putrefacto empleado. Los cuatro toques gore al más delirante estilo Troma (pero con elegancia y mejor filmado) o la excesiva afinidad que demuestran, entre ellos, una zombi minifaldera y su dueño, son otros de los detalles que vigorizan el humor cínico y políticamente incorrecto que destila la producción.

La falta de un guión trabajado a conciencia se ve compensado por la fuerza de algunos de sus gags. La idea de convertir a los muertos vivientes en criados, e incluso en mascotas, tiene su gracia y su puntito de originalidad, pero cuando la historia pasa a tener una mínima intriga, el tal Andrew Currie pierde un tanto los papeles y su trabajo cae en el desmadre y la reiteración. Suerte que su escasa hora y media de duración no da tiempo para el aburrimiento y, en general, a la platea le queda la sensación de haberse entretenido con un divertimento macabro y por momentos ingenioso. Un director que, a buen seguro y limando asperezas, puede darnos alguna que otra sorpresa más en su género.

21.3.08

VIERNES SANTO: Cruces

La cruz del póster de Amén; una cruz que puso de los nervios a los habitantes del Vaticano. La nula toma de posición que la Santa Casa adoptó ante el Holocausto judío, quedó plasmada en la película de Costa-Gavras. Varias décadas después, el Sumo Pontífice -por aquel entonces Karol Wojtyla-, ante el estreno del citado producto, luchó contra viento y marea para que se retirara el cartel publicitario. Al final, no se salió con la suya. Una manera como otra de purgar por las cordiales relaciones que demostraron sus antecesores con los desmanes nacionalsocialistas de Hitler... Tal y cómo les comentaba ayer, es una lástima que, a pesar del prometedor y brillante póster, los resultados finales de la cinta fueran bastante irregulares.

Hoy se rememora la crucifixión de Jesucristo. El humilde rincón de Spaulding’s blog no quiere quedarse al margen de tal festividad. Es por ello que, aparte de recordar la simbólica cruz del film de Gavras, les deja con un YouTube exquisito y muy apropiado para este día.

20.3.08

JUEVES SANTO: Con la Iglesia hemos topado

No hay nada mejor que iniciar las fiestas de Semana Santa dándole un vistazo a La Sentencia, una película en la cual la Iglesia Católica tiene un protagonismo especial; un protagonismo tal que, en su estreno, provocó las iras del Vaticano, lugar del que salió un comunicado público criticando lo que narraba en su film el veterano y académico Norman Jewison. “Quién se pica, ajos come”, debió pensar el mítico realizador. Y es que, en su propuesta, supo meter el dedo en la llaga.

La Sentencia está ambientada en la Provenza francesa, a principios de los años 90, justo cuando un hombre ya mayor, un tal Pierre Brossard, ha de deshacerse, de forma improvisada, de un asesino a sueldo que estaba tras sus pasos. Dos balazos en el cuerpo y un tercero en la frente, a modo de remate, son más que suficientes para dejar la amenaza atrás y seguir su camino hacia el domicilio habitual de los últimos años: una pequeña y solitaria abadía situada en lo alto de un monte.

A pesar de lo que puedan sospechar, Brossard no es ningún monje con licencia para matar. En realidad se trata de un tipejo de mucho cuidado; un criminal que, en su juventud, en plena toma de Francia por parte del ejército nazi y acogiéndose a uno de los dictados del régimen de Vichy, se alistó a la llamada milicia y, desde allí, delató a varios judíos, vecinos de su localidad natal, que fueron asesinados por un pelotón de ajusticiamiento alemán. Desde que terminó la guerra, el amigo Brossard vive a expensas de la justicia y amparado por la Iglesia.

Un impresionante Michael Caine se encargó, de manera sobresaliente, de dar vida a ese facineroso errante que, desde hace muchos años, ha pasado su existencia saltando de monasterio en monasterio. Su extremada fe es su mejor aliada. Sólo es necesario, para limpiar su conciencia, arrodillarse ante un confesionario y recitar sus negligencias sanguinarias. Una bendición, un par de rezos y a otra cosa, mariposa. Y secundándolo, la espléndida Tilda Swinton y la sobriedad de Jeremy Northam. Súmenle, a ellos, unos episódicos y solemnes Alan Bates y Charlotte Rampling y obtendrán la fórmula interpretativa perfecta.

Un film que, en lugar de Norman Jewison, podría haber sido dirigido por Costa-Gavras. Su estilo, la estética de thriller político y la voluntad de crítica hacia la Iglesia Católica así lo demuestran. De hecho, los resultados finales de La Sentencia son mucho más halagüeños que los que obtuvo el realizador griego con su bienintencionada, pero fallida, Amén, una cinta que, al igual que ésta -aunque ambientada en pleno Holocausto judío-, denunció la hipocresía y la postura del Vaticano ante ciertos asuntos realmente peliagudos. La diferencia, a favor de Jewison, es que éste aborda un tema similar sin resultar reiterativo como Gavras.

Jewison se adentra mucho más en el trepidante y laberíntico juego del thriller y, ante todo, en el retrato psicológico de un personaje oscuro y maquiavélico que, en el fondo, no deja de ser un peón más en el tablero de ajedrez; un peón al que manejan, hacía un lugar u otro, según del lado que sople el viento. Él, ese Brossard que se santigua ante cada cruz y cada sotana que aparece en su camino, es solamente uno de tantos títeres con los que silenciar a la opinión pública. Otros, tanto o más tenebrosos que él, son los que dictan el camino desde las altas esferas. Y esos otros, muy a menudo (demasiado a menudo), comparten mesa con aquellos que dan cobijo a tiparracos como Brossard. A veces, hasta incluso subvencionan su manutención. Y es que, en el fondo, son la misma chusma... aunque perfumadita.

Un producto sólido y enérgico. Intriga, suspense, misterio, política y religión. Todo en el mismo saco y mezclado con sabiduría, ritmo y una categoría exquisita. Un Norman Jewison que, a pesar de su avanzada edad (78 años tenía cuando lo filmó), aún se mantiene en plena forma. Gato viejo, este Jewison...


19.3.08

Cuando Minghella se disfrazó de Loach

Tiene aún pendiente el estreno mundial de su último film, The No. 1 Ladies Detective Agency. Ayer, a los 54 años de edad, moría a causa de un derrame cerebral. Atendía por el nombre de Anthony Minghella; un hombre que empezó su carrera como guionista para series televisivas en su país natal, Gran Bretala, para debutar como director cinematográfico en 1993 con Un Marido Para Mí Mujer, una comedia sentimental, pequeñita y bastante olvidable, filmada íntegramente en Nueva York. Pero no sería hasta tres años más tarde que, gracias a la discutible y aburrida El Paciente Inglés, recibiría el reconocimiento público, crítico y, ante todo, de la Academia, al ser premiado por esta última con la friolera de 9 Oscars.

El cine de Minghella siempre ha sido un cine reposado, en general bastante contemplativo. Incluso, cuando abordó El Talento de Mr. Ripley, la adaptación de una de las novelas de la prestigiosa Patricia Highsmith, le siguió dando más importancia al paisaje que al paisanaje. Al hombre le iba el cuidado de la imagen más que la historia en sí misma. En este aspecto, siempre fue un perfeccionista. De hecho, lo más cuidado de su particular visión (un tanto gay) sobre el cínico y frío Ripley, se localiza en la ambientación escenográfica y en una excelente fotografía capaz de transportar al espectador a la Europa de los años 50.

Con idéntica tendencia mística y su regusto por los tiempos muertos y vacíos, abordó la fallida Cold Mountain, una de sus producciones más ambiciosas y que intentó, en forma de fresco histórico, acercarse al género del western a través de una imposible historia de amor.

Durante toda su carrera, fue alternando las facetas de guionista y productor con las de realizador; facetas que, a buen seguro, han hecho que su filmografía como director se quede un poco corta. Ahora, hace justo un año, llegaba a España Breaking and Entering, su último film antes del aún pendiente The No. 1 Ladies Detective Agency. El no haberlo visto en su día y la inesperada muerte de su responsable, han provocado que, esta misma mañana, le diera un vistazo al citado trabajo. Y, en contra de todo pronóstico, me ha parecido uno de los títulos más dignos de su autor.

Breaking and Entering, por su puesta en escena y tratamiento, se aproxima más a las coordenadas intimistas de su ópera prima que a la grandilocuencia con la que abordó Cold Mountain o la infravalorada El Paciente Inglés. La historia se sitúa en Londres y en ella se plasma, con total emotividad, la crisis sentimental en la que están sumidos un brillante arquitecto y su compañera, una guapa sueca divorciada que aporta a la pareja una hija con serios problemas emocionales. El cerrado círculo de efectividad creado entre la niña y la madre, sumado a los problemas de expansión y de atracos que está sufriendo su empresa, harán que el hombre se distancie aún más de las dos mujeres de casa. La aparición, en escena, de una emigrante bosnia y madre de un hijo abocado a la delincuencia, provocarán que el microcosmos existencial del arquitecto empiece a trastabillar.

Anthony Minghella aprovecha este melodrama triangular para retratar las pésimas condiciones de vida de los inmigrantes en el Londres actual lo cual, en parte, le acerca más al cine social de Ken Loach que a su propia filmografía. La comparación entre el lujo que rodea al personaje del urbanista y la pobreza que envuelve a la mujer recién llegada a la ciudad, resulta tan inevitable como necesaria. Un contraste que, sin lugar a dudas, ayuda a aumentar la debilidad emocional que está sufriendo el personaje interpretado por un correcto Jude Law. A un lado, su familia: una vibrante Robin Wright Penn y su hija enferma; al otro, una magnífica Juliette Binoche (atención a su marcado y trabajado acento anglobosnio) y su problemático hijo. Y, situado justo en medio de las dos mujeres y sus respectivos vástagos, un dilema moral que va mucho más allá de una simple elección amorosa.


De fondo, y aprovechando la labor arquitectónica del negocio que regenta en el film Jude Law, se encuentra la reforma urbanística de uno de los barrios más pobres de Londres, el King’s Cross; una reforma que contiene numerosos paralelismos con otras similares que se están realizando en diversas capitales europeas y españolas. Sin ir más lejos, actualmente en Barcelona, se está llevando a cabo el proyecto de reconvertir una parte del barrio de Sant Martí en el llamado 22@barcelona, un recinto primordialmente empresarial y destinado a la explotación de grandes compañías internacionales. Y Minghella, en su film, aborda el tema desde un punto de vista crítico ya que, en general, este tipo de “avances”, en lugar de suponer una mejora social para los antiguos vecinos, están pensados con la intención de favorecer unos intereses económicos muy concretos. Un cambio bajo el que se esconde, en el film, cierta metáfora moral sobre el futuro de su protagonista masculino.

Algunos consideran a Breaking and Entering como uno de los trabajos menores del realizador. A mi entero parecer, tan sólo es menor debido a su falta de pretensiones y, ante todo, por haber sido orquestado sin la ampulosidad visual y escenográfica de la que hacían gala la mayor parte de sus anteriores trabajos.

Descanse en paz, Mr. Minghella.