La historia que nos plantea es de una naturalidad aplastante. No es más que la plasmación de la fuerte amistad que nace entre un pintor cincuentón y un jubilado de su misma edad. El primero ha decidido dejar la capital e instalarse en la casa rural en la que pasó su infancia; el segundo, tras trabajar toda la vida como asalariado al servicio de los ferrocarriles franceses, opta por matar su tiempo libre ejerciendo de hortelano. Debido a la necesidad del pintor de cultivar un huerto, ambos contactan y descubren, asombrados, que de pequeños habían asistido al mismo colegio y a la misma clase.
La cinta indaga en el distinto modo en que los dos afrontan y ven la vida. El artista lo hace desde una perpectiva depresiva, amarga y temperamental, mientras que el otro se muestra mucho más humilde y espontáneo en su muy particular y alegre filosofía de la vida, afrontando sus problemas personales de una manera totalmente distendida. El día a día hará que la compenetración entre ambos vaya creciendo, y que el carácter más esquivo del intelectual se abra hacia fronteras más coloristas y menos pesimistas.
El tour de force interpretativo entre el siempre eficiente Daniel Auteil y un sorprendente Jean-Pierre Darroussin (pintor y jardinero, respectivamente) resulta ciertamente impresionante. Ninguno está (ni pretende estar) por encima del otro; siempre se mantienen al mismo nivel. El urbanita y el pueblerino. El sabio y el básico... Un tipo champechano y simple que, sin embargo, posee una sabiduría más terruna y práctica que termina por desmontar las creencias de su compinche, ayudándole incluso a llevar su vida hacia adelante de una manera más distendida.
Un film afable, entrañable y sensible que, a través de un muy peculiar sentido del humor, consigue que el espectador matice su propio microcosmos a través de colores mínimos y llanos, sin sobrecargar jamás la percepción de aquello que le queda más cercano. Y, a pesar de su aparente emotividad (que de haberla, hayla y mucha), rehuye en todo momento el sacar la lágrima fácil a la platea. Una maravilla cargada de ingeniosidad y buen rollo. Un 10, como la copa de un pino, para un Jean Becker que ya se ha convertido en todo un experto a la hora de retratar la vida y las cualidades de los habitantes de la campiña francesa.
Regis Wagnier, aquel que se hiciera conocido hace años por su aburridísima Indochina, es otro realizador francés del que también ha aterrizado, en nuestras pantallas, su último e innecesario producto: Plaga Final; un thriller de connotaciones casi bíblicas y en el que, de manera alucinante y rocambolesca, mezcla la amenaza de un nuevo brote de peste en las calles de París con una serie de muertes inexplicables, posiblemente víctimas, todas ellas, de tan temida epidemia.
Un insustancial José García -a través de una patética interpretación, a años luz, del compacto trabajo que hizo en la reivindicable Arcadia de Costa-Gavras-, es el protagonista de esta Plaga Final. En ella da vida a Jean-Baptiste Adamsberg, un comisario de policía que, tocado por la reciente marcha de su prometida, se enfrentará a una serie de hechos inexplicables que están sumiendo a los parisinos en el mayor de los temores. Puertas marcadas con un símbolo numérico (un 4 al revés), cadáveres picados por pulgas y un pregonero que anuncia la llegada de una pandemia, son sólo algunas de las señales que indican que algo no anda bien en tierra de Sarkozy.
Un guión nada creíble y cargado de detalles imposibles hacen, del film de Wagnier, un verdadero churro cinematográfico. Tan descabellada se me antoja su intriga que no hay por donde pillarlo. Falso y truculento hasta extremos delirantes, su visionado no supone más que una pérdida de tiempo para el espectador. Un espectador que, una vez finalizada su proyección, se sentirá engañado en todos los sentidos al analizar, mínimamente, la trama planteada y su resolución. Y es que, a veces, es más fácil ir al grano que complicar el argumento con subterfugios inverosímiles que sólo sirven para potenciar, aún más, la infantil previsibilidad de cuanto va a suceder en pantalla.
Y lo más penoso es que, en una cinta de esta índole, aparezca un actor de la talla de Michel Serrault esgrimiendo una de sus peores actuaciones en años. Una actuación, de todos modos, que no desentona en absoluto con tan pésima propuesta.
El otro gabacho que vuelve a dar la tabarra es Alain Resnais, paradigma de los barbudos progresistas de los años 70 y 80 y que, en el fondo, sigue estrenando películas para que la crítica gafapasta de turno continúe loándole sin razón aparente. Asuntos Privados En Lugares Públicos es el título español de Coeurs, su nueva producción y que, de hecho, se basa en la obra teatral de Alan Ayckbourn de similar título al que se le ha colocado en nuestro país. Una producción que, al igual que hizo en su irritante (y ya olvidada, por suerte) Mon Oncle d’Amerique, vuelve a utilizar al ser humano como si se tratara de una rata de laboratorio.
El problema de Resnais es que no sólo experimenta con sus protagonistas (un sinfín de personajes marcados por la soledad y el desamor), sino que también le gusta hacer lo mismo con el espectador. Bueno, en realidad, más que experimentar, lo que hace con él es tomarle el pelo directamente. Y es que mientras sigan existiendo ciertos individuos que le ríen las gracias, tendremos Resnais para rato.
La teatralidad y frialdad con la que el realizador de la bretaña francesa ha afrontado su film, es de un hermetismo estoico. Un hermetismo que lo único que logra es distanciar a la platea del pequeño universo de criaturas (todas ellas atrapadas) que protagonizan tal fábula coral. Una fábula cargada de simbolismos y de segundas lecturas. Una paja mental con todas las de la ley.
Cojan a un vendedor de casas soltero y a su calentorra hermana con la que convive; a una mojigata religiosa, más ardiente que una gata en celo, que de día trabaja para una agencia inmobiliaria y por la noche se transforma en cuidadora de ancianos terminales; a un alcohólico en paro y a su desolada prometida y, finalmente, coloquen a un barman comprensivo (e igualmente solitario) justo en medio de todos ellos. Introduzcan a tales especímenes dentro de una bola de cristal en la que no cesen de caer copos de nieve, y agítenla suave y constantemente: con ello obtendrán como resultado una comida de coco de proporciones gigantescas.
Al Alain Resnais que me lo den con patatas. O, sencillamente, que se retire de una vez. A los 85 años de edad, uno ya debería disfrutar de la jubilación.
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