31.5.06

George Kaplan, 007 y un tal Jason Smilovic

El Caso Slevin es uno de esos thrillers modernillos que se ampara en la estética y la manera de filmar impuestas por el británico Guy Ritchie con sus films Lock & Stock y Snatch: Cerdos y Diamantes. Es más: no sólo recuerda visualmente a éstos; su estilo narrativo y la sincopada construcción también poseen cierta familiaridad con el cine de Ritchie.

El también inglés Paul McGuigan es el responsable directo de El Caso Slevin, un alocado thriller que, en todo momento, navega entre la comedia y el cine de intriga, sin acabar de decantarse formalmente por ninguno de los dos géneros. De hecho, a la película se la puede defender en ciertos aspectos, aunque jamás se podrá decir de ella que se trata de un producto original y personal, pues aparte de ese estilo paralelo al del realizador de Lock & Stock, McGuigan copia, con total descaro, el tipo de diálogos utilizados por Tarantino en la mayor parte de su corta filmografía. Un buen ejemplo de ello se encuentra en la conversación mantenida entre Lucy Liu y Josh Hartnett sobre el agente 007 y los actores que lo han interpretado, o en la comparación que hace Ben Kingsley entre los personajes de Slevin y el de George Kaplan de Cary Grant para Con la Muerte en los Talones. Un par de diálogos que, por otra parte, parecen bastante forzados e incluso ridículos dentro de la película. Y es que no siempre quedan bien ciertas referencias cinéfilas metidas con calzador dentro de una historia.

El trabajo de McGuigan no es nada del otro mundo. Se trata de un nuevo rompecabezas de esos en los que un equívoco y varios malentendidos trastocaran la inestable existencia del tal Slevin, conduciendo a éste al mismísimo epicentro de un volcán urbano en erupción formado por un montón de piezas falsas, las cuales, acumuladas una detrás de otra, acabarán sorprendiendo al espectador cuando las mismas empiecen a formar cuerpo. Ese volcán tiene nombre de ciudad, Nueva York, y en él se mezclan el aturdido Slevin (un inaguantable Josh Hartnett), un par de capos mafiosos enfrentados desde hace años (un correcto Morgan Freeman y un desmelenado Ben Kingsley), un frío asesino a sueldo (Bruce Willis en su eterno rol de solitario sin escrúpulos), una forense asiática (Lucy Liu cambiando por fin de personaje), varios corredores de apuestas y un policía con un pasado oscuro (el siempre eficiente Stanley Tucci). Un error de identificación, una voluminosa deuda en las apuestas y una propuesta de asesinato son las claves principales de la intriga. Pero, como diría Rubén Blades, “la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida”.

La verdad es que El Caso Slevin, en general, me ha dejado bastante indiferente. Se ve sin ningún tipo de entusiasmo. A veces resulta distraída; a momentos (demasiados) aburrida y previsible. No acaba de arrancar nunca. Tiene sus golpes de efecto, pero le falta fuerza; no tiene ángel y todo se me antoja demasiado falso. Sin embargo, es muy de agradecer su casting. Reunir en un mismo título a gente como Willis, Freeman o Kingsley tiene mérito, aunque sea en breves papeles. Pero por otra parte, no deja de ser un desperdicio tremendo darle el protagonismo principal a un niñato tan inexpresivo como el Hartnett. Supongo que debe ser por eso de la ley de la compensación...

Un film desdibujado y despersonalizado, que roba un poco de aquí y de allá sin encontrar en ningún momento su propio estilo. Da la impresión de haberlo visto con anterioridad en demasiadas ocasiones. El metraje se alarga demasiado, sin aportar nada nuevo... aunque de pronto, de manera curiosa, nos regala quince minutos finales de verdadero delirio. Un cuarto de hora que, por su fantástica confección, salva al resto de la película. La manera de unir todos los cabos sueltos y los innumerables vacíos que se acumulan a lo largo de la proyección es para sacarse el sombrero. Y eso tiene un nombre: Jason Smilovic, su guionista; un nombre no muy conocido pero que, sin lugar a dudas, con su sorprendente spring final, logra incluso hacernos olvidar los innecesarios (y simplones) guiños cinéfilos que, durante su hora anterior, reparte sin mesura a diestro y siniestro.

París bien vale una misa. Y El Caso Slevin (a pesar de los pesares, que son muchos) bien vale otra, aunque sólo sea por su esforzado apartado final.

30.5.06

Caperucita, el Lobo... ¡y dos huevos duros!


Ella es una niña de 14 años, cándida, dulce y, a pesar de su clara inteligencia, aparentemente inocente. Su nombre es Hayley. En sus chats por Internet se deja seducir por la propuesta de Jeff, un fotógrafo dieciocho años mayor que ella que acaba convenciéndola para hacerse una sesión de fotos en su casa. La suerte está echada. Caperucita tendrá su cita con el Lobo... aunque nada será lo que parece.

Hard Candy es el primer largometraje de David Slade; un largometraje sorprendente cuya mayor fuerza radica, ante todo, en su meticuloso y ácido guión y en la más que correcta interpretación de sus dos protagonistas principales. Con un solo ambiente (el apartamento de Jeff) y casi dos personajes únicos, el realizador ha tenido más que suficiente para urdir una trama magnética y cargada de mala leche, plagada de sorpresas en su narración y con muy pocos giros argumentales en su haber. La intriga de Hard Candy va desvelándose al espectador poco a poco. Lo que a muchos les podrán parecer giros en la historia, son en realidad nuevos datos para ir finalizando el puzzle que ha empezado a construir uno de los dos personajes.

La filmación es enérgica, a veces un tanto neurótica: el tratamiento ideal para afrontar ciertas escenas. A veces, cuando parece que la marea se ha tranquilizado, su realización vuelve a ser pausada, tranquila, retoma la calma. Hasta que, de nuevo, la tormenta vuelve a enturbiar la existencia de Caperucita y su Lobo.

David Slade maneja a la perfección la tensión. El terror psicológico es su principal baza. Y en Hard Candy hay todo tipo de garrotazos, físicos y psíquicos, que afectarán tanto al verdugo como al ejecutado. Sus diálogos no tienen desperdicio alguno; su crescendo narrativo se ampara en éstos y, sobre todo, en el sabio manejo de la cámara. Ésta se amolda a sus protagonistas en todos los aspectos: los fotografía a golpes desenfocados y temblorosos cuando la tensión entre los dos supera toda clase de límetes y, por el contrario, se vuelve mimosa y suave cuando la relación entre ambos parece tranquilizarse.

Y digo “parece” de manera simbólica, ya que tras esa unión accidental establecida entre la niña y el fotógrafo no se vislumbra ni una pizca de apacibilidad. La rabia y el asco están presentes de manera continua. Igual que el cinismo, tanto del uno como del otro. Un cinismo lógico, ya que es el único antídoto para afrontar el conflicto surgido entre ambos.

La solución al mismo tiene varias lecturas. Detrás del último plano, pueden sacarse varias conclusiones. Se trata casi, casi de un self-service cinematográfico. Una especie de sírvase usted mismo en el que cada uno tendrá que añadir los ingredientes de su postre; el remate interactivo. La solución al dilema planteado (una disyuntiva que no pienso desvelar para no romper algunas de las claves del film), la deja el director en manos del espectador. Y eso está bien, pues Hard Candy resulta una película extremadamente cruda en muchos sentidos. Y más que en el aspecto físico, en el moral. Es por ello que, seguramente, el tal Slade ha optado por dejar que el público sea el encargado de dictar su propia sentencia. Un detalle arriesgado que, en el fondo, se convierte en el mejor the end posible para una historia como ésta.

Merecidamente, en la pasada edición del Festival de Sitges, Hard Candy se alzó con tres galardones: Mejor Película, Mejor Guión y el Premio del Público. Se olvidaron de sus dos magníficos actores, Patrick Wilson y Ellen Page. El Lobo y su Caperucita. O, según como se mire, El Coyote y El Correcaminos.

No la dejen escapar. A mí me encantó.

28.5.06

25.5.06

El caballero de la cabeza cuadrada y su boba seguidora

No había leído el libro. Y tampoco tenía mucho interés en hacerlo. Sobre él había oído opiniones para todos los gustos, pero el tema no me seducía en absoluto (ni siquiera tenía unas gafas graduadas para leer esa letra tan menudita de ahora). Por otra parte, tenía el pleno convencimiento de que, al igual que la mayoría de los best-sellers, acabaría adaptándose para la gran pantalla. Y así ha sido, pero con el grave error de encargarle la faena a Ron Howard, uno de los directores con menos personalidad en la actualidad; una especie de Steven Spielberg frustrado y sin la sabiduría cinematográfica de éste. Vaya, una penita de realizador.

La prueba es que, con El Código Da Vinci, Howard sigue siendo fiel a su cine insulso y sin alicientes. Es una película sin soul, sin alma. No hay comunión posible entre la platea y todo cuanto acontece en pantalla. No hay química alguna entre sus dos protagonistas principales, un envejecido Tom Hanks y la sosa Audrey Tautou (que, inevitablemente, sigue aferrada a su papel de Amelie). Su guión, a pesar de inmensas e interminables parrafadas explicativas, de algúnos momentos delirantemente ridículos (las apariciones del "ángel" no tienen desperdicio) y de perderse a través de innecesarios flash-backs cada cinco minutos, está lleno de lagunas y cabos sueltos. Bueno, mejor dicho: su historia es un gigantesco cabo suelto, de principio a fin. No hay por donde cogerla.

La película arranca con la muerte de un cuidador del Museo del Louvre en manos de una especie de ángel satánico, albino y un tanto mamarracho (un Paul Bettany de capa caída y repitiendo rol de maligno). Un policía gabacho y del Opus, con la cara de Jean Reno (éste también ha perdido el Norte), será el encargado de investigar que se esconde tras ese crimen, teniendo como a principal sospechoso del mismo a un norteamericano, catedrático y estudioso de los símbolos, que se encontraba en la ciudad de París presentado un nuevo libro y que, casualmente, tenía una cita el mismo día con el hombre asesinado. A partir de aquí, añádanle a la historia la presencia de la ñoña sobrina del difunto, también especialista en criptografía y al mismo tiempo agente de policía. Y a correr y a investigar se ha dicho. Bueno... y a charlar largo y tendido, durante dos horas y media interminables y con un final de esos que nunca se acaban. Acción , lo que se dice acción, hay poquita. Y cuando la hay, es de un simplismo tremendo.

Agréguenle unas gotas de Falso Culpable y unas pocas de The Body (El Cuerpo), ese desastroso thriller pseudoreligioso protagonizado por Antonio Banderas. Súmenle la eterna búsqueda del Santo Grial, una especie de conspiración (pésimamente explicada) en la que se ven implicados algunos miembros del Opus Dei y un buen número de viajes a lo largo de Francia e Inglaterra, con parada y fonda en la mayoría de Iglesias y castillos señoriales que se encuentren por el camino. Con todo ello, ya tienen el coktail finalizado. Y, tal y como ha hecho Ron Howard, no es necesario contar con lógica alguna cada vez que la parejita Hanks-Amelie van avanzando en su investigación. Todo ocurre porque lo manda el guión, porque sí... Por sus cojones, vaya. Y ello sin hablar de las molestas connotaciones ideológicas y religiosas que se ven inmersas a lo largo de la proyección. ¡Ni Marcelino, Pan y Vino llegó tan lejos como ha hecho El Código Da Vinci!


Da la impresión de que ésta sea una historieta ideada, en horas bajas, por el desaparecido Hergé para lucimiento de Tintín y sus amigos: Tintín y El Secreto de la Sangre Real. Cambien al personaje de Tom Hanks por el de Tintín; sustituyan a la pánfila Amelie por el perro Milou; Hernández y Fernández por el detective Jean Reno y su comparsa, y al profesor Tornasol por el británico Sir Leigh Teabing, el personaje interpretado por Ian McKellen (Ian, Ian... ¡quién te ha visto y quién te ve!). Y además, todo ello en aburrido, pues se encuentra a faltar la presencia del Capitán Haddock. A buen seguro que con su colaboración hubiera resultado un film más entretenido y dicharachero. Al menos hubieran caído rayos, truenos y centellas. No habría estado nada mal un poco de meneo en medio de tanto hastío.

No me extrañaría que, después de tantos años encerrado en una terminal aérea, Tom Hanks decidiera aceptar su participación en El Código Da Vinci con la única intención de darse unos viajecitos por Europa y respirar un poco de aire fresco por las campiñas francesas, inglesas y escocesas. Como el mismísimo Tintín.

24.5.06

Ustedes lo han querido: PLATOON

No lo había vuelto a ver desde el día en que se estrenó. Y temía que Platoon hubiera envejecido mal, como tantos otros títulos. Revisándolo el otro día, les puedo asegurar que el film de Oliver Stone aún se conserva fresco, válido y efectivo al cien por cien. Y, además, acostumbrados al cine actual del realizador, posee un aliciente más: el de poder ver una de sus películas menos arriesgadas -visualmente hablando-, filmada cuando aún (por suerte) no experimentaba de manera abusiva con la utilización de diferentes formatos cinematográficos y de vídeo.

Aparte de ser una película en cierta parte autobiográfica (ya que se basa en las experiencias de Stone en Vietnam como corresponsal de guerra), Platoon, en su filmografía, abre de manera brillante su trilogía sobre esa estúpida guerra; a ella le siguieron Nacido el 4 de Julio y la fallida El Cielo y la Tierra. Cada una tiene su propio estilo, aunque posiblemente la más clásica y personal sea la que ahora nos ocupa.

Chris Taylor es un joven que se ha alistado voluntario para luchar contra los vietnamitas en la espesura de una selva llena de trampas y con olor a muerte. Pocos de sus nuevos compañeros entienden que haya llegado al lugar sin ser obligado, pues la mayoría de ellos son chicanos o gente de color que no han encontrado otra salida para poder evitar su reclutamiento. La soledad de Chris, en el fondo, es el detonante que le ha impulsado a luchar cuerpo a cuerpo con los amarillos. Allí, de todos modos, descubrirá una verdad que nunca se había imaginado: no sólo luchaban contra el enemigo, pues la principal contienda la mantenían entre ellos mismos.

Resulta curioso que Charlie Sheen fuera el actor que diese vida al soldado Taylor ya que, años antes, su padre, Martín Sheen, había encarnado al capitán Willard, aquel que bajo las órdenes de Francis Ford Coppola se internara hasta el mismísimo corazón de las tinieblas para acabar con el alucinado Coronel Kurtz y su Isla Fantasía. Una casualidad que no es tal ya que, con total seguridad, Oliver Stone pensó en ese actor teniendo muy presente el icono en que se convirtió la imagen de su progenitor. Y, como era de esperar, Platoon, al igual que Apocalypse Now, retrataba el infierno en que acabó convirtiéndose la guerra del Vietnam. Cada una a su modo. La de Coppola mucho más onírico y surrealista, casi como una pesadilla; ésta, la de Stone, más realista y no por ello menos infernal. Y ambas bajo un prisma desgarrador en común.

Curiosamente, el casting de Platoon está formado contando con los hijos y hermanos de... No sólo está Charlie Sheen, sino que también aparecen, entre otros, Francesco Quinn (hijo de Anthony y hermano de Lorenzo Quinn) y Kevin Dillon (hermano de Matt Dillon). Y sin ningún parentesco a sus espaldas y en su tercera intervención para la pantalla grande, tenemos a un jovencísimo Johnny Depp, casi en pañales y que a duras penas tiene una única frase en el film.


Stone denuncia algunos de los desmanes de ciertos militares en sus andaduras selváticas y se centra, principalmente, en una indiscriminada matanza provocada por un violento mando del pelotón del cual forma parte Taylor. No se atreve a apuntar directamente al ejército como institución, sino que opta por salvaguardar la imagen de éste para ensañarse, de manera individual, en unos personajes en concreto. Para ello potencia y desmadra al personaje del malvado Sargento Barnes, llegando incluso a demonizar su figura como clara representación del mal, utilizando para sus propósitos a un Tom Berenger con el rostro plagado de cicatrices. En contrapartida, en el otro extremo del hilo y encarnando a la bondad y la comprensión, cuenta con Elias Brodin, otro sargento de la misma compañía al que da vida un moderado Willem Defoe en uno de sus papeles más recordados y emblemáticos.

Una excelente película, mucho más comprometida de lo que muchos pretendieron y con un par de escenas capaces de ponerle a uno la piel de gallina. Una de ellas es la citada anteriormente, la relativa a la destrucción de una pequeña aldea y el intento de violación de algunas de las mujeres del lugar por soldados norteamericanos. La otra, espeluznante, se encuentra en la demostración cruenta y visual de los efectos de barrido, humano y ecológico, causados por un bombardeo con bombas incendiarias de napalm.

Y es que los humanos no tenemos remedio. Para muestra, un botón. O sea: Platoon.

23.5.06

Casi, casi... por pelos... ¡pero no!

¿Se acuerdan de esa delirante historia del Obispo Spaulding en el rodaje de El Perfume? Pues eso. El otro día me llegó, vía e-mail, una foto en la que se puede observar al Obispo de Grasse a punto de entrar en faena. Me la envió un lector del blog que también estuvo en la filmación de la orgía y que la ha localizado en una web promocional de la película de Tom Tykwer.

No se hagan ilusiones, pues ese tipo tumbado, de recia panza, no soy yo. Ni siquiera la lozana muchacha que tiene aposentada encima es la mejicanita que me tocó en suerte. Es de suponer que se trata de la prueba que hicieron el día anterior y cuyo rodaje fue suspendido debido al temporal que cayó sobre el Poble Espanyol.

Malas lenguas me contaron que ese buen hombre, tendido en el suelo y arropado con las mismas vestimentas que posteriormente utilicé, se acongojó tanto que decidió no presentarse al día siguiente a rematar el trabajo. “Para eso está Spaulding”, debió pensar.

Además, les puedo asegurar que me mostré menos recatado que mi sucesor en el cargo. Yo, al menos, me quité la sotana y dejé que asomaran unos centímetros de mi nalga izquierda.

21.5.06

3 -1 = 2


Gene Carod y Josep Lluís Hackman

18.5.06

El chaval que siempre quiso ser James Bond

Tom Cruise está frustrado. Su pequeña estatura no le ha permitido encarnar jamás al codiciado personaje de James Bond. Un trauma que arrastra desde temprana edad y que le ha llevado, entre otras cosas, a convertirse en productor de todos los títulos en los que asoma su perfil. La excusa ideal para que, de manera enmascarada, haga de James Bond cada equis años y, al igual que éste, poder viajar a variopintos enclaves de la geografía terrestre con el fin de resolver los encargos de sus superiores. Como lo de Bond es una marca registrada, ha adoptado el nombre de Ethan Hunt y se ha integrado en el equipo de espías del FMP que descubrió para los espectadores una añeja (pero divertidísima) serie de televisión de los años 60.

De hecho, tan sólo la primera entrega, la de Brian de Palma, se acercaba a las coordenadas reales de la Misión: Imposible televisiva, aunque en el desenlace final de ésta, rompía todo tipo de coherencia y se desmelenaba a gusto, acercando más al personaje de Hunt a una especie de nuevo 007 con alzas en sus zapatos. No nos engañemos: un espía que tiene que recurrir a los trucos de Alan Ladd para resultar más alto que sus compañeros de reparto, no es un espía fiable ni creíble.

Cruise ha alcanzado un grado de egocentrismo tan elevado que ya lo querría para sí la propia Barbra Streisand. Él es la estrella única. No deja que nadie la haga sombra, ni siquiera un desaprovechado Philip Seymour Hoffman, metido en calzador en el casting para darle cierto empaque y un pequeño (y falso) toque culto a la película. Para algo es el productor, ¡leñe!... y un malo nunca puede estar por encima de un espía con licencia para matar. Poder echar mano de un villano con entidad y no sacar un buen partido de él, tiene delito.

Con tanta egolatría se olvida de lo primordial: en Misión: Imposible III no hay guión que valga y, a pesar de la acción (que la hay, y mucha), todo resulta como muy básico; incluso acaramelado. La historia de amor que nos cuela, de esas que están por encima de todas las barreras, se me antoja bastante molesta y empalagosa. Como ejemplo, valga la ridícula escena de la boda precipitada que el agente gubernamental monta antes de irse a una de sus misiones ultra secretas. Melaza cursilonga, igual que el pastelón de final con que nos obsequia.

Es innegable que se trata de una película trepidante. No da respiro entre una escena y la otra. Cada vez se le complica más la historia al Ethan Hunt de las narices (¿se han fijado que, con los años, a Cruise le ha crecido mucho la narizota?). Y cada vez riza más el rizo en sus escenas de acción (que por cierto y en general, cinematográficamente hablando, están bien resueltas). Pero todo resulta tan banal que no engancha. Ya puede el tío saltar de un rascacielos a otro, pegarse un panzón de correr por los tejados y las calles de Shangai o disfrazarse -en menos de tres minutos- de Philip Seymour Hoffman, que no me coló absolutamente ninguna de sus proezas. Ni Mortadelo hubiera conseguido pasar de Tom Cruise a Seymour Hoffman con la misma barriguita y tipo del segundo.

Cruise ha de plantearse un cambio radical en su carrera. Productor y director en esta ocasión. Y no me equivoco en afirmar lo de director. J. J. Abrams, el acreditado como tal (que no tiene nada que ver con el barbudo padre Abrahams y sus muñecos), hasta el momento sólo había dirigido algunos episodios televisivos de la edulcorada Felicity, de Perdidos y de Alias, aparte de ser uno de los creadores de las citadas series. Nada del otro mundo, vaya. El hombre de paja ideal para dejarse influir por los caprichos de un Tom Cruise con delirios de grandeza (a pesar de su tamaño de bolsillo). Y es una lástima, pues no se trata de un mal actor... siempre y cuando tenga a alguien, tras la cámara, que sepa ponerle en vereda.

Por cierto: si algún día, al igual que a Ethan Hunt, les insertan vía nasal en el cerebro un chip con un explosivo temporizado, no recurran al sistema de éste para desactivarlo. Es muy peligroso. Opten mejor por hacer un siete, como los futbolistas. O sea: tapónense un orifico nasal con un par de deditos y, a través del otro, del que queda libre, resoplen con fiereza hacia fuera. Seguro que entre sus mocos aparecerá el chip prodigioso.

El Mañana Nunca Muere + 24 Horas = Misión: Imposible III.

16.5.06

Una herencia fantástica

Consiguió que el Dr. Quatermass realizara un extraño experimento con un astronauta en estado de shock...

Recuperó de nuevo a Quatermass para enfrentarlo a una lluvia de meteoritos capaces de infectar a toda la Humanidad...

Mediante pruebas nucleares, desvió la órbita de la Tierra y la dirigió derechita hacia el Sol...

En compañía de Ken Hughes, John Huston, Joseph McGrath y Robert Parrish orquestó la aventura más surrealista y popera de James Bond...

Nos demostró que en la prehistoria, aparte de dinosaurios, la Tierra estaba habitada por un buen número de féminas tentadoras...

Se metió en el mundo de la televisión e intentó, frustradamente, que Tony Curtis y Roger Moore nos persuadieran...

Incluso llegó a convencer al matrimonio Landau para que, desde la pequeña pantalla, se dieran una vuelta por un futuro que ya hemos dejado atrás...


Se llamaba Val Guest. El pasado día 10 de mayo decidió cruzar la frontera. Director, productor, guionista, actor... Otro artesano más que nos abandona este año. A este paso, pronto nos vamos a quedar sin cine del bueno.

15.5.06

Ustedes lo han querido: EL TERCER HOMBRE

“En Italia, durante 30 años de dominación de los Borgia, hubo guerras, terror, sangre y muerte, pero surgieron Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y el Renacimiento. En Suiza hubo amor y fraternidad y 500 años de democracia y paz ¿Y qué nos ofrecieron?: el reloj de cuco”. Ciertamente se trata de una frase demoledora. Brillante, pero demoledora. Una inteligente y destructiva frase capaz de ensalzar las virtudes de la maldad sobre las de la bondad y que, al mismo tiempo, define a la perfección a quien la recita, Harry Lime, el oscuro y perverso personaje que Orson Welles interpretó para El Tercer Hombre bajo las órdenes de Carol Reed.

Según malas lenguas, lo de “bajo las órdenes” tendría que figurar entre comillas. Cuentan que el propio Welles se encargó de buena parte del rodaje. Sus planos inclinados, sus tomas fotográficas a ras de suelo, el uso de gigantescas sombras humanas a manera de fantasmas amenazadores y la profundidad tridimensional que aplicó a ciertas escenas, son marca clara de su estilo y, al mismo tiempo, una maravillosa plasmación de la inquietud con la que se desenvuelven sus protagonistas principales. Por otra parte, en contra de esa teoría y en defensa de Carol Reed, personalmente siempre he creído en la validez de éste como realizador. Y esos mismos planos que se atribuyen a la mano de Orson Welles, fueron utilizados de forma similar por el británico para narrar el desenlace del musical Oliver, uno de sus trabajos más brillantes y reputados.

Sea como sea, El Tercer Hombre es una obra maestra indiscutible. Uno de los puntales del cine negro que aún, visto hoy en día, sigue poseyendo un gancho fuera de serie, casi sobrenatural. No sólo por esa imaginería visual tan personal que le otorga cierto tono de pesadilla a algunos de sus pasajes, sino también por haberla sabido conjuntar a la perfección con un sólido guión; un guión sin fisuras ni cabos sueltos de ningún tipo; uno de los más brillantes y bien construidos de los que se escribieron en el Hollywood de los años 40. En definitiva, un guión que tiene nombre propio: Graham Greene.

El Tercer Hombre es un compendio de varios temas: un retrato de la posguerra enmarcado en una ciudad (Viena) maltratada por los bombardeos y en la que el mercado negro era el modus vivendi de más de uno; un laberíntico enfrentamiento ideológico en un enclave europeo compartido por cuatro culturas distintas (británica, americana, francesa y rusa); una historia de amistad y de amores imposibles y, ante todo, una obra que cuestiona, en todo momento, los valores morales de una sociedad decadente y aturdida.

El espectador se convierte en la sombra de Joseph Cotten, su protagonista principal y al mismo tiempo maestro de ceremonias del film. Él es Holly Martins, un norteamericano, escritor de novelas baratas del Oeste que, procedente de su país, llega a Viena reclamado por su amigo Harry Lime. El gran problema es que llega a la ciudad demasiado tarde, justo el día en que entierran a éste. Le contarán que fue atropellado por un camión delante de su casa; le explicarán un par de versiones diferentes que difieren en aspectos demasiado evidentes para ser creíbles. La policía militar americana e inglesa demostrarán estar interesados igualmente en la muerte de su amigo y le indicarán que lo mejor que puede hacer es no husmear demasiado, darse el piro y abandonar la ciudad. Y claro, un tipo que está acostumbrado a escribir sobre forajidos y cowboys vengativos lo último que hará es seguir los consejos de la autoridad. Al contrario: adoptará el rol de jinete solitario dispuesto a descubrir la verdad del inexplicable traspaso de su viejo amigo.

Cotten, como siempre, está inmenso, insuperable, capaz de dimensionar hasta límites increíbles su personaje de hombre gris y un tanto retraído. Y Orson Welles, el amigo del alma (tanto en la película como en la vida real), también está sublime. Su papel es breve, pero intenso: en realidad se trata de la imagen distorsionada de Cotten al otro lado del espejo; el bien y el mal cara a cara. La primera aparición de Wells es realmente impactante, digna de figurar en todas las antologías cinematográficas: de entre las sombras aparece su rostro y, sin necesidad de palabra alguna, con su mirada y su sonrisa define todo tipo de detalles sobre su personalidad.

Y ella, la recientemente fallecida Alida Valli, la sobria y apenada Anna Schmidt, el tercer lado que cierra el triángulo y el claro objeto del deseo de los dos hombres. Una actriz soberbia que dotó de carácter y amargura a la eterna enamorada de Harry; una actriz a la que deberían haber potenciado mucho más en su época y que, tristemente, acabó viéndose relegada a productos europeos de tres al cuarto. De todos modos, tuvo suerte con los más grandes, pues estos se acordaron de ella al menos en una ocasión cada uno. Y cuando hablo de grandes me refiero al propio Carol Reed y a Alfred Hitchcock.

El Tercer Hombre es una cinta que no me cansaré jamás de ver; que tendría que ser de obligada visión en las Escuelas de Cine. En cada una de las ocasiones en las que la disfruto, descubro algún que otro nuevo detalle. Y es que cada uno de sus fotogramas (debidos al maestro Robert Krasker) han acabado convirtiéndose en una pequeña obra de arte; una obra de arte construida con una meticulosidad milimétrica, de esos trabajos que consiguen formar un conjunto de imágenes prácticamente imborrables de nuestra memoria. La persecución final por las alcantarillas de Viena o el encuentro de Harry y Hollins en una noria, por ejemplo, han pasado a formar parte de la historia del cine, tanto por su diseño escénico como por su originalidad narrativa.

Su última escena encuadra a Joseph Cotten a la derecha de la pantalla, apoyado en un carromato y esperando la llegada de Alida Valli. Ésta se acerca a él caminando por el centro mismo de una polvorienta carretera. No hay diálogo alguno entre ellos, tan sólo el inolvidable sonido de la cítara de Antón Caras. La expresividad visual y narrativa que desprende esta escena (un único plano sin ningún movimiento de cámara) es sencillamente prodigiosa.: el claro ejemplo de que “una imagen vale más que mil palabras”. Para sacarse el sombrero.