No había leído el libro. Y tampoco tenía mucho interés en hacerlo. Sobre él había oído opiniones para todos los gustos, pero el tema no me seducía en absoluto (ni siquiera tenía unas gafas graduadas para leer esa letra tan menudita de ahora). Por otra parte, tenía el pleno convencimiento de que, al igual que la mayoría de los best-sellers, acabaría adaptándose para la gran pantalla. Y así ha sido, pero con el grave error de encargarle la faena a Ron Howard, uno de los directores con menos personalidad en la actualidad; una especie de Steven Spielberg frustrado y sin la sabiduría cinematográfica de éste. Vaya, una penita de realizador.
La prueba es que, con El Código Da Vinci, Howard sigue siendo fiel a su cine insulso y sin alicientes. Es una película sin soul, sin alma. No hay comunión posible entre la platea y todo cuanto acontece en pantalla. No hay química alguna entre sus dos protagonistas principales, un envejecido Tom Hanks y la sosa Audrey Tautou (que, inevitablemente, sigue aferrada a su papel de Amelie). Su guión, a pesar de inmensas e interminables parrafadas explicativas, de algúnos momentos delirantemente ridículos (las apariciones del "ángel" no tienen desperdicio) y de perderse a través de innecesarios flash-backs cada cinco minutos, está lleno de lagunas y cabos sueltos. Bueno, mejor dicho: su historia es un gigantesco cabo suelto, de principio a fin. No hay por donde cogerla.
La película arranca con la muerte de un cuidador del Museo del Louvre en manos de una especie de ángel satánico, albino y un tanto mamarracho (un Paul Bettany de capa caída y repitiendo rol de maligno). Un policía gabacho y del Opus, con la cara de Jean Reno (éste también ha perdido el Norte), será el encargado de investigar que se esconde tras ese crimen, teniendo como a principal sospechoso del mismo a un norteamericano, catedrático y estudioso de los símbolos, que se encontraba en la ciudad de París presentado un nuevo libro y que, casualmente, tenía una cita el mismo día con el hombre asesinado. A partir de aquí, añádanle a la historia la presencia de la ñoña sobrina del difunto, también especialista en criptografía y al mismo tiempo agente de policía. Y a correr y a investigar se ha dicho. Bueno... y a charlar largo y tendido, durante dos horas y media interminables y con un final de esos que nunca se acaban. Acción , lo que se dice acción, hay poquita. Y cuando la hay, es de un simplismo tremendo.
Agréguenle unas gotas de Falso Culpable y unas pocas de The Body (El Cuerpo), ese desastroso thriller pseudoreligioso protagonizado por Antonio Banderas. Súmenle la eterna búsqueda del Santo Grial, una especie de conspiración (pésimamente explicada) en la que se ven implicados algunos miembros del Opus Dei y un buen número de viajes a lo largo de Francia e Inglaterra, con parada y fonda en la mayoría de Iglesias y castillos señoriales que se encuentren por el camino. Con todo ello, ya tienen el coktail finalizado. Y, tal y como ha hecho Ron Howard, no es necesario contar con lógica alguna cada vez que la parejita Hanks-Amelie van avanzando en su investigación. Todo ocurre porque lo manda el guión, porque sí... Por sus cojones, vaya. Y ello sin hablar de las molestas connotaciones ideológicas y religiosas que se ven inmersas a lo largo de la proyección. ¡Ni Marcelino, Pan y Vino llegó tan lejos como ha hecho El Código Da Vinci!
Da la impresión de que ésta sea una historieta ideada, en horas bajas, por el desaparecido Hergé para lucimiento de Tintín y sus amigos: Tintín y El Secreto de la Sangre Real. Cambien al personaje de Tom Hanks por el de Tintín; sustituyan a la pánfila Amelie por el perro Milou; Hernández y Fernández por el detective Jean Reno y su comparsa, y al profesor Tornasol por el británico Sir Leigh Teabing, el personaje interpretado por Ian McKellen (Ian, Ian... ¡quién te ha visto y quién te ve!). Y además, todo ello en aburrido, pues se encuentra a faltar la presencia del Capitán Haddock. A buen seguro que con su colaboración hubiera resultado un film más entretenido y dicharachero. Al menos hubieran caído rayos, truenos y centellas. No habría estado nada mal un poco de meneo en medio de tanto hastío.
No me extrañaría que, después de tantos años encerrado en una terminal aérea, Tom Hanks decidiera aceptar su participación en El Código Da Vinci con la única intención de darse unos viajecitos por Europa y respirar un poco de aire fresco por las campiñas francesas, inglesas y escocesas. Como el mismísimo Tintín.
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