31.10.06

Polis y mafiosos a ritmo de rock & roll

Martin Scorsese ha vuelto. Y lo ha hecho en plena forma, con uno de los temas en los que mejor se mueve; una película como las de antes, de polis y ladrones; de buenos y malos; de mafias y corruptelas. Infiltrados es su título. No es un trabajo original (pero sí excelente), pues se trata del remake de un film coreano, Infernal Affairs; un film que, por cierto, ahora pueden repescar a través de la parrilla de programación de Canal + con el título español de Juego Sucio.

En el caso de Scorsese, la palabra remake no asusta. En ese campo, por ejemplo, ya nos demostró su solvencia con El Cabo del Miedo, una perfecta e inteligente actualización de una vieja cinta del irregular J. Lee Thompson. Y, al igual que ha hecho ahora con Infiltrados, lograba que no se añorase en momento alguno el producto original.

Infiltrados, ante todo, parte de la idea principal de Infernal Affairs: la confrontación de dos policías infiltrados, cada uno de ellos a ambos lados de la ley. Los dos son jóvenes agentes recién licenciados por la Academia de Policía de la ciudad de Boston. Uno se convertirá en un topo dentro del grupo mafioso capitaneado por el sanguinario Frank Costello; el otro, apadrinado desde temprana edad por el propio Costello, será el enlace del gángster en el interior del cuerpo de policía. Ninguno de los dos conoce la identidad del otro. Del primero sólo saben de su existencia un par de superiores; del segundo, sólo el peligroso Costello reconocería a su hombre, con lo cual se convierte en la pieza ideal para estar al día de los movimientos policiales que puedan desmantelar su organización.

La historia parece un tanto rocambolesca, pero Scorsese, con la ayuda del conciso guión escrito por un tal William Monahan, hace que todo sea totalmente comprensible para el espectador. La trama está urdida alrededor de un generoso número de nombres y personajes, pero el poder de sintetización que demuestra su guionista es magnífico. Centra la historia, principalmente, en los dos agentes de policía infiltrados y los satélites más próximos a ellos.

Leonardo DiCaprio es Billy Costigan, el detective infiltrado en el grupo mafioso; un DiCaprio diferente, mucho más maduro, heredero directo del Actors Studio y alejado totalmente de aquel niñato heroico del Titanic. Matt Damon es su polo opuesto, Colin Sullivan, el poli directamente conectado a las órdenes del buscado Frank Costello; un excelente Damon que, a pesar de su angelical rostro, ha sido capaz de romper con su sosería habitual para transformarse en el mayor hijoputa de la película. Más hijoputa incluso que el propio Jack Nicholson quien, como era de esperar, es el encargado de dar vida al tal Costello a través de una sarcástica interpretación (rayana en el histrionismo, aunque sin caer del todo en él) en la que recupera, en parte, al mefistofélico personaje que representó en la mediocre Las Brujas de Eastwick. Y respaldando a ese triplete, ahí está la indiscutible profesionalidad de gente como Alec Baldwin, Martin Sheen o Mark Wahlberg, este último en un rol muy distinto al que nos tenía acostumbrados, y con el que Scorsese, aprovechando la semblanza física del actor con Matt Damon, monta un juego particular (y casi privado) ciertamente sutil, sardónico y perverso que no pienso desvelar para no romper con ello un momento clave del film.

La cinta es visceral. El director de Taxi Driver, cuando se mete de lleno en el mundo de la mafia, no está para muchas concesiones (a pesar de que cambia un poco el final con respecto a la película coreana). La violencia le va, pero sólo la usa en momentos muy concretos, sin llegar a recrearse en ella, a modo de pequeños destellos narrativos, muy al contrario del uso y abuso (sin lógica alguna) que hacen de la misma ciertos realizadores muy en boga.

Y, al igual que hiciera en Uno de los Nuestros o en Casino, y con la intención de reforzar más la plasticidad visual que ofrecen sus cuidadas imágenes, busca en todo momento el apoyo dramático de su banda sonora, ya sea a través del score original -compuesto por un brillante Howard Shore- o de una vibrante selección de temas rockeros de los años 60 y 70. Los Stones, Lennon y los Beach Boys, entre otros muchos, arropan a los dos infiltrados como si fueran sus propios guardaespaldas. Sex, drugs and rock & roll.

152 minutos de pura artesanía cinematográfica. Scorsese ha regresado a sus orígenes, aunque cambiando su preciada Nueva York por Boston y, a mi parecer, superando al título original en el cual se basa. Al menos, me da la impresión de tratarse de un producto más efectivo y mejor narrado.

30.10.06

Misteriosos asesinatos en Londres

Woody Allen le ha tomado el pulso a la ciudad de Londres. El eterno neoyorquino, que durante años no daba cuatro pasos más allá de su amado Central Park, lleva ya dos películas filmadas en la capital británica. Scoop es su segundo film en el reino de Shakespeare. Y con él no acaba todo, pues el cineasta norteamericano está gestando un tercero en la misma localidad, tras el cual ha prometido seguir en Europa (concretamente en Barcelona) para iniciar el rodaje de un nuevo título.

Scoop es una mezcla entre Misterioso Asesinato en Manhattan y La Maldición del Escorpión de Jade. O sea, una comedia con un claro trasfondo de thriller. Mientras en su anterior película, Match Point, nos ofrecía una media hora final de género cercana al vitriólico mundo de las novelas de Patricia Highsmith, en Scoop resulta todo mucho más banal y dicharachero. En parte, el cineasta intenta regresar a aquellas entrañables comedias con las que consiguió hacerse un hueco en el panorama mundial cinematográfico. Y lo consigue, pero a medias, pues la película resulta muy irregular en demasiados aspectos.

En esta ocasión, al contrario que en Match Point, Allen vuelve a recuperar su protagonismo, repitiendo su papel de siempre; un rol que, por cierto y a pesar de su avanzada edad, aún le funciona a la perfección. Y con su personaje, el de Sid Waterman -un mago norteamericano, venido a menos y en gira por Europa-, aprovecha para adentrarse en uno de los temas que siempre han supuesto una de sus innegables constantes a lo largo de su extensa filmografía: el de la magia. Pero el de la magia cutrona y arcaica, como aquella que practicaba el sacerdote de su ingenioso telefilm Don’t Drink the Water o la que derramaban algunos de los nuevos talentos (o, más que talentos, frikies) que inundaban la pantalla en Broadway Danny Rose.


Si en sus comedias primerizas, las más tontorronas y divertidas, contaba con Diane Keaton como partenaire habitual, aquí ha elegido de nuevo a la joven Scarlett Johansson. Para la actriz ha supuesto la segunda colaboración con Woody Allen, tras la perfecta creación que hizo en Match Point de una joven seductora con aspiraciones de convertirse en actriz. La lástima es que, en Scoop, su trabajo no ha resultado tan brillante, más bien todo lo contrario, pues da la impresión que Allen -demostrando cierta añoranza por los apayasados personajes que interpretaba su antigua compañera-, se haya empeñado en convertir a la Johansson en una émula de la protagonista de Annie Hall, con lo cual la muchacha se ha visto un tanto forzada y perdida al tener que desarrollar un estilo interpretativo que parece no dominar. De todos modos, no se puede negar que tiene su gracia la curiosa relación paterno-filial fingida que mantienen en escena ambos actores. Y es que, con ese visible desfase de edad, no había otra solución mejor.

El argumento de Scoop es muy sencillo y su guión, en muchos sentidos, demasiado pillado por los pelos. El mago Sid Waterman y la joven estudiante de periodismo Sondra Pranski, unirán sus fuerzas para descubrir al Asesino del Tarot, un serial-killer que tiene aterrorizados a los londinenses. La cinta posee un claro componente de cine fantástico, pues el tercer aliado de la pareja se trata del fantasma de un reportero, recién fallecido, que se les aparecerá por vez primera durante uno de los números del espectáculo de Waterman, con la intención de ponerles tras la pista del posible asesino, un elegante y seductor joven perteneciente a una familia aristocrática. Esos claros apuntes fantasmagóricos han supuesto, para los responsable de la última edición del Festival de Sitges, la excusa ideal para que fuera proyectada en el certamen y, al mismo tiempo, sustituyera al nuevo film de David Lynch que el propio realizador retiró de la programación.

Los chistes de Allen resultan repetitivos y previsibles, excepto en un par o tres de ocasiones como ocurre, por ejemplo, con la maravillosa manera de resolver la coña sobre la conducción por la derecha de los británicos o los velados guiños a los respectivos universos de Ingmar Bergman, Fellini y Alfred Hitchcock. De los dos primeros, a través unas espléndidas conversaciones con La Muerte (El Séptimo Sello) a bordo de un barco; un barco que, debido a su escenografía y ambientación, parece sacado directamente de la mismísima Y La Nave Va. Y del tercero, del orondo Hitchcock, mediante un delirante y divertido homenaje a Encadenados, durante una incursión de Woody Allen, en busca de pruebas incriminatorias, a los sótanos de una lujosa y gran mansión.

Un intento fallido (aunque visible) de recuperar el espíritu de la época más alocada de su director (una tentativa, por otra parte, loable), en donde su flojo guión y un casting bastante erróneo suponen la parte más renqueante del producto. Personalmente, y dejando a la Johansson a un lado, me chirriaba bastante la artificiosa presencia de Hugh Jackman (aka Lobezno) como aristócrata y presunto autor de los crímenes.

27.10.06

Cartoons apestados

¿Se imaginan a Groucho Marx o al teniente Colombo sin su perenne puro? ¿A Humprey Bogart sin ese pitillo en la comisura de los labios? ¿A Sherlock Holmes privado de su pipa habitual? ¿Difícil, verdad? Pues váyanse haciendo a la idea, pues el primer paso hacia esa locura ya está dado.

El Ted Turner de las narices, no contento con destrozar el cine coloreando clásicos en blanco y negro sin ton ni son, ha decidido meter mano a los magistrales cartoons de Tom y Jerry para eliminar, digitalmente, cuantos cigarrillos y puros aparezcan en ellos.

Todo empezó a raíz de la queja de un "tocacojones" británico quien, tras ver un episodio en televisión en el que Tom y Jerry fumaban, acudió a la Ogcom (la organización inglesa encargada de reglamentar los medios de difusión) para denunciar el hecho. Les puede parecer una mamarrachada, pero es totalmente cierto. Y, claro, a partir de ahí, el criminal del Turner se puso manos a la obra, babeando ante la posibilidad de retocar los dibujos a su gusto y cambiar el concepto original de su autor.

Personalmente, me da pena todo este asunto. Más que pena, asco. Como se ponga de moda empezar a cambiar los cigarrillos de las películas por bastoncitos de pan o por barritas de merluza, me mudo a otro planeta. Una cosa es que nos persigan a los fumadores como si fuéramos leprosos; la otra es que se atrevan a atentar directamente contra la propiedad intelectual. Además, ¿ustedes se acostumbrarían a que Bogart, en la mayoría de sus películas, le estuviera dando largos chupetones a una barrita de merluza sin parar?

Mientras haya hambre en el mundo, sigan las guerras, la corrupción política, la subida indiscriminada del nivel de vida, el encarecimiento de la vivienda, la contaminación atmosférica y los ataques indiscriminados a la ecología, no pienso subirme al carro del acoso a los fumadores. Y menos si estos fumadores están en una pantalla televisiva o cinematográfica. Primero que respeten al mundo y a sus habitantes; después que se digitalicen sus partes nobles.

Me voy a fumar un cigarrillo y a tomarme la medicación pertinente. El universo se expande.

25.10.06

La ronda

En 1950, Max Ophüls, basándose en la obra teatral de Arthur Schnitzler, dirigió La Ronda. Ésta era una película circular, en la que varias historias de amor y desamor se iban encadenando, una detrás de otra, para finalizar con el protagonismo del mismo personaje que la abría. Curiosamente, ese mismo año, algo similar ocurría con un film del norteamericano Anthony Mann, Winchester 73, en el que un rifle se convertía en el eje central de su argumento, pasando de mano en mano durante todo el metraje para terminar de nuevo en poder de su propietario inicial.

Con los años, esta estructura ha acabado convirtiéndose en un modelo narrativo ya clásico para muchos realizadores, tal y como ha hecho Wayne Kramer en La Prueba del Crimen, su nueva película tras ese estupendo trabajo, de género negro, que fue The Cooler. En esta ocasión, el hombre ha estado un pelín menos atinado aunque, sin ser un producto muy original, ha sabido impregnarle cierta personalidad y, ante todo, dotarlo de un ritmo trepidante que a duras penas deja un mínimo descanso al espectador.

Al igual que en Winchester 73, un arma se convierte en el principal señuelo de la película. Se trata de una pistola con la que un mafioso, durante una escaramuza, ha asesinado a un policía; una pistola que intentarán hacer desaparecer del mapa pero que, por error, pasará a manos de un niño, el cual la utilizará para pegarle un par de balazos a un padrastro que no hace más que maltratarle. A partir de aquí -y al tiempo que el arma empieza a cambiar de propietarios-, La prueba del Crimen se centra en el personaje de Joey Gazelle, uno de los hombres de confianza del asesino que, tras ver desaparecer el revolver del escondite en el que lo había depositado, iniciará una carrera contrarreloj para evitar verse en problemas ante la policía y su propia gente, así como para resguardar a su familia de los nocivos efectos que les podría provocar su oscuro oficio.

Para contar esta historia, Kramer (también guionista del film), a través del montaje y su cuidada fotografía, ha buscado un estilo muy paralelo al del cómic. La cinta está encadenada a base de rápidas viñetas, insertadas una detrás de otra de forma vertiginosa y, por suerte, sin caer jamás en el absurdo de esa estúpida moda (a lo Tony Scott) de la narración videoclipera. En ese aspecto resulta totalmente brillante. Tanta velocidad le ha impregnado a la película que, en general, da la impresión de haberse olvidado del guión (a veces demasiado truculento) y de perfilar muy poco a sus personajes. De todos modos, eso es lo que menos importa en un producto de estas características. El hombre busca el propósito de entretener, y ello lo consigue con nota elevada. La violencia es radical, contundente. A veces, en los múltiples asesinatos que muestra, se acerca a las coordenadas de los cartoons de la Warner, tal y como ocurre con una escena que transcurre en un lavabo público y en la que un artefacto explosivo está escondido en el interior de una bolsa.

Kramer, con la ayuda de su cámara, suple a la perfección esa citada falta de guión. La imagen es concisa, perfectamente filmada. Cuando es necesario, la ralentiza o, en su defecto, repite el mismo plano desde distintos ángulos. Todo resulta muy visual -como en un tebeo-, aunque poco ingenioso. Incluso posee algún que otro pasaje ciertamente brutal e inesperado: la resolución del episodio en el que un par de pederastas tienen secuestrado a un niño, es de una crudeza inusual y sorprendente.


Su final, demasiado blando, facilón y acomodaticio, no pega ni con cola con el resto del metraje. Toda la dureza y violencia empleada a lo largo del film, se pierde en cuestión de quince minutos, convirtiéndolo en un título más de buenos y malos. Es una pena que no haya sido más consecuente con su the end pues posiblemente, y tratándose de cine de evasión, podría haberse convertido -dentro de su género- en una película de culto. Tal y como dijo acertadamente Joe E. Brown en Con Faldas y A lo Loco, “nadie es perfecto”.

Eso sí: no se pierdan los títulos de crédito finales, pues en ellos, aparte de resumir la totalidad del film mediante estampitas animadas, se refuerza aún más ese claro homenaje en toda regla al mundo del cómic.

24.10.06

Alguien se comió a la cigüeña

Al igual que El Laberinto del Fauno, el film del que les hablaba ayer, Hijos de los Hombres (aparte de ser proyectada de igual manera en el Festival de Sitges) tiene, al frente de su proyecto, a un realizador mejicano, Alfonso Cuarón, curiosamente también implicado en la producción de la película de Guillermo del Toro. Por si esto fuera poco y siguiendo los pasos del fauno, se trata al mismo tiempo de otro film excelente.

Hijos de los Hombres está basada en la novela de la prestigiosa escritora británica P. D. James. Ambientada en el 2027, un futuro no muy lejano, nos presenta a una sociedad sumida en el caos debido a las guerras nucleares y las crisis económicas. Media humanidad ha sucumbido al desastre. La otra mitad busca refugio en Gran Bretaña, un país que lleva ocho años con sus fronteras cerradas al exterior y que ha tomado serias medidas con respecto a la numerosa inmigración que intenta entrar en el país de forma ilegal, sufriendo toda la isla un contínuo y desalentador estado de excepción.


Militares y policías patrullan las calles; el gobierno aplica con demasiada frecuencia el llamado “terrorismo de estado”; grupos ilegales apuestan por la violencia para plantar cara al nuevo régimen y allí, en medio de todo el fandango y como si la cosa no fuera con él, está Theodore Faron (Theo para sus pocos y elegidos amigos), un personaje gris y oscuro que, tras dejar la lucha armada después de varios años ejerciendo como activista en un grupo radical de izquierdas, ha conseguido un empleo como funcionario en el Ministerio de Energía. Al igual que el resto de los humanos tiene muy claro un espeluznante detalle: el fin del mundo está cerca. El Apocalipsis Final está a la vuelta de la esquina. La prueba más fehaciente de ello es que las mujeres, desde hace 18 años, han perdido el don de la fertilidad. 18 años sin niños; ni un solo nacimiento en ese tiempo. Y sobre él, sobre los hombros del oscuro y gris Theo, sin comerlo ni beberlo y marcado por un hecho traumático de su pasado, caerá una gigantesca responsabilidad con la cual podría cambiar el rumbo de la humanidad.

Hijos de los Hombres es un film de ciencia-ficción. Pero ciencia-ficción de la buena, de la más “real”, de la creíble. Habla de un futuro muy palpable, espantosamente parecido al que en más de una ocasión hemos previsto en nuestras peores pesadillas. Y eso es precisamente lo que nos muestra Cuarón con todo lujo de detalles: una sociedad aún muy parecida a la nuestra, sin grandes avances tecnológicos y un poco más deteriorada que ahora. No mucho, no crean: sólo un poquito más. En ella no hay espadas lasser, coches voladores ni nada que se les parezca. En las calles hay hambre, irritación, miedo, miseria y suciedad. Mucha suciedad. Y demasiada añoranza por volver a sentir voces de niños jugando en los parques infantiles.

La escena inicial es brutal; un impacto para los ojos y los sentidos del espectador. Una escena que es capaz de agarrar a uno por donde más duele y mantenerle enganchado durante todo el resto del metraje. Hijos de los Hombres es magnética. Cada minuto de película va a más. Su crescendo narrativo es imparable. Misterio, intriga, suspense, melodrama..., un poco de todo y, por momentos, entrando a saco a través de un ritmo imparable. Sin ser un film de acción propiamente dicho, trepidante es la palabra que mejor lo define. Su planificación visual es brillante. La manera de filmar ciertas escenas denota la fuerza de un maestro. Hacia el final y en medio de un ghetto habitado por centenares de inmigrantes, se encuentra un buen ejemplo de esa fuerza visual: un largo plano secuencia, siguiendo al personaje de Theo mientras va esquivando balas y bombas, así lo demuestra. Con el objetivo manchado por las gotas de sangre de un hombre acribillado, cámara en mano y culebreando al igual que el protagonista, el realizador mejicano consigue una de esas inolvidables secuencias que pasarán a formar parte de la antología del cine. Y de un cine del más alto nivel, en donde las (sobrecogedoras) imágenes y sus diálogos han sido conjuntados de manera inmejorable.

Su guión supone un loable alarde de sabiduría. Sus diálogos son inteligentes. Todo cuanto dicen sus protagonistas suena natural, en nada forzado, creíble al 100%. Y mediante ese calculado y milimetrado guión, en el que todo tiene su tiempo adecuado, Cuarón ha conseguido, al mismo tiempo, una película de personajes; muchos de ellos entrañables, como ocurre con el Theo, ese antihéroe metido en la piel de un soberano Clive Owen en su mejor interpretación hasta el momento, o el del también desencantado pero encantador (y valga la redundancia) Jasper, un hippie melenudo y solitario al que da vida un envejecido Michael Caine, un tipo que ha optado por desaparecer del mapa y recluirse, en compañía de su vegetativa esposa, en una apartada casa en medio del campo. Su pasión por la música de los 60, su afición a la marihuana, la admiración por Lennon y McCartney y su desmesurado amor por el Ruby Tuesday de los Stones, son algunos de los detalles que le ayudan a evadirse de un mundo que a él le queda ya muy lejano. Total, con su avanzada edad, cambiará de barrio mucho antes que los Arcángeles hagan atronar sus trompetas.

Imagínense un mundo sin niños; piensen en la suciedad actual de nuestras grandes ciudades y multiplíquenla por tres o, sin ir más lejos, rememoren el ambiente bélico de Bosnia y los múltiples ataques sobre Irak. Ese, según Alfonso Cuarón, es nuestro futuro inmediato. Que los ginecólogos empiecen a buscar un nuevo oficio para seguir comiendo. Yo, por si las moscas y para tomar las medidas pertinentes, ya la he visto dos veces en pocos días. Una en Sitges; la otra, ayer mismo, para que mi mujer disfrutara con el mejor producto estrenado en lo que va de año.

23.10.06

Ofelia en el País de las Maravillas

A principios de los años 40, poco tiempo después de terminada de guerra civil, un grupo de militares, comandados por el sádico capitán Vidal, se instalan en el molino de una pequeña aldea del norte de España. Su intención es liquidar, de una vez por todas, una de las facciones maquis que sigue mostrando su resistencia al régimen franquista en la zona. Una mujer embarazada, junto con su hija Ofelia, llegará también a la misma aldea. Se trata de Carmen, la nueva esposa del capitán la cual, tras perder a su marido durante la contienda, contrajo matrimonio en segundas nupcias con el oficial a cargo del puesto. La pequeña Ofelia, una niña fantasiosa y aficionada a la lectura, no verá con buenos ojos la presencia de su nuevo padrastro e intentará huir de tan tensa situación refugiándose en sus fantasías particulares. Los fantasmas personales y los de la guerra civil se barajarán en sus juegos íntimos.

Éste es el punto de partida de El Laberinto del Fauno, uno de los mejores productos, realizados hasta la fecha, por el mejicano Guillermo del Toro; un trabajo excelente que, al mismo tiempo, complementa uno de los títulos anteriores del autor, El Espinazo del Diablo y en el que. al igual que en esa ocasión, volverá a mostrar su muy particular visión de los efectos y consecuencias que causó, sobre la población española, la guerra civil. A pesar de contar con un excelente casting formado integramente por actores españoles, se trata de una coproducción entre Méjico, España y Estados Unidos que, con muchas posibilidades, puede acabar representando al país natal de su director y productor (junto con Alfonso Cuarón) en la noche de los Oscar.

El Laberinto del Fauno es una muestra contundente de la plena madurez del director. En ella mezcla, a la perfección, la fantasía con la realidad. El personaje de la pequeña Ofelia -interpretado por una más que sorprendente Ivana Baquero (en su primer trabajo de envergadura)-, es el que lleva a cuestas toda la parte más onírica de la película. Ofelia intenta escapar de la extraña relación que mantiene con su madre y su nuevo padrastro. Para ello, con la ayuda de su imaginación, viaja hasta otros mundos no muy alejados de la realidad de un país moribundo. Se trata de mundos góticos, tenebrosos y oscuros; mundos en los cuales las hadas, en lugar de bellas muchachas de cabello largo y dorado, resultan ser tan monstruosas como los fieles servidores del dictador franquista. Sus invenciones no son tan dulces como las de otros niños, pues desde su nacimiento ha vivido inmersa en la desgracia y la violencia. Y, al igual que la Alicia de Carroll, intentará vencer aquellos espectros que la atormentan día y noche.

La cinta de Guillermo del Toro es dura. Dura y triste. Muy triste. En este aspecto, ofrece muy pocas concesiones a la taquilla. Una buena muestra de ello se encuentra en la crudeza con la que afronta los pasajes que plasman las violentas acciones del capitán Vidal y sus hombres. La radiografía que hace de este oscuro y malvado personaje es magnífica; nunca cae en la caricatura, aunque siempre juega al límete con ella. Se trata de un hombre malévolo; un machista dominante; un fascista sin remisión; un criminal sin escrúpulos. Un tipo al que se le cae la baba a la hora de ejercer como torturador; todo un macabro exponente del periodo más gris y oscuro de nuestra pequeña piel de toro. Un ogro más (aunque de carne y hueso) a añadir a la batería de freakis surrealistas que habitan en la mente de Ofelia, aunque éste sea un ser real y muy próximo a ella. El padrastro brutal por antonomasia; la bestia de la que es imposible escapar. Y moldeando a este monstruo uniformado, siempre elegante y bien afeitado, se encuentra Sergi López, un actorazo como la copa de un pino.


La lucha por la supervivencia, el odio, el amor y la muerte. La sinrazón detrás de todo. El miedo, la fascinación por la parca y la emotividad. Del Toro al frente, con la batuta en su mano, dirigiendo el cotarro. En primera plana, la citada Ivana Baquero (un descubrimiento a tener en cuenta); pisándole los talones, el bárbaro de Sergi López y, detrás de éste, dos mujeres de antología: Ariadna Gil (la embarazada y enfermiza madre de Ofelia) y Maribel Verdú (la sumisa criada del capitán Vidal), esta última en un loable registro que la aleja definitivamente de su imagen de sex symbol, acercándose a aquel tipo de papeles que antaño llevara a cabo la inolvidable Lola Gaos. Y todo ello sin olvidar la ternura y la elegancia con la que Álex Angulo construye el entrañable personaje del Doctor.

Una maravilla de película. Una genial manera de abrir un Festival de Cine Fantástico como el de Sitges. Un título que hay que tener muy en cuenta, tanto por su fuerza como por su bien ligado guión. Y, ante todo, por ser fiel al 100% con el universo habitual de su realizador. Sólo hay que fijarse en su brillante diseño de producción para saber quien es su verdadero autor. En esta ocasión, Guillermo del Toro ha dejado su rúbrica bordada en letras de oro.


21.10.06

La tan esperada crónica de Spaulding sobre Sitges 06

He de confesarlo. Al final, estuve en el Festival de Sitges. Una sola noche, pero estuve. Una noche infernal; una noche tan extraña y mefistofélica que no dudé ni un minuto, al día siguiente, en regresar a la paz de mi hogar en Barcelona. Fue una noche de esas con rayos y truenos, con la mar agitada y demasiados sudores fríos; de ese tipo de sudoración que te levanta empapado de la cama a horas intempestivas.

La verdad es que no sé muy bien si fue culpa de la excesiva transpiración o de los suaves golpecitos que oí sobre la puerta de la habitación del hotel en el que me hospedaba; fuera lo que fuese, algo inexplicable rompió mi apacible sueño en soledad. La cuestión es que me puse en pie y, aún con la visión nebulosa y espesa, me dirigí hacia la puerta. El despertador marcaba las 02:45 A.M. ¿Quién sería a esas horas? Con cierto temor, abrí la puerta de par en par. Allí no había nadie. Asomé la cabeza al pasillo y lo único que atisbé fue el par de cuadros, con paisajes marineros de Sitges, que adornaban el lugar. Cerré la puerta. Y, de nuevo, volvieron a sonar los mismos golpecitos. Parecían dados con el puño. Respiré hondo y volví a abrir. Nada. Nada de nada. Sólo los dos putos cuadros inamovibles colgados en el pasillo.

Me puse una camiseta negra, con la cara del payaso Krusty grabada en ella, y unos tejanos. Me calcé unas deportivas y salí de mi dormitorio. Algo extraño pasaba en ese hotel. El silencio era total; casi sepulcral. El ascensor no funcionaba. Empecé a bajar las escaleras, poco a poco, con sigilo. Me alojaba en el quinto piso y, en ese momento, me entraron unas ganas terribles de salir corriendo a la calle. Quería respirar aire fresco; al precio que fuera.

A la altura del segundo, oí unos fuertes alaridos seguidos del sonido de varias pisadas, corriendo a lo largo del angosto pasillo de esa planta. Me detuve al borde de la escalera, agarrado a la barandilla. No atinaba a ver bien lo que estaba ocurriendo allí. La puerta de la 206 estaba entornada. De su interior salía una luz tenue. Era de allí de donde procedían esos gritos. Eran chillidos de mujer; chillidos de dolor y angustia. Lo que me pareció la figura de un sacerdote salió por unos segundos de la 206. Al intuir mi silueta parada ante la escalera, dio media vuelta y volvió a entrar en la habitación. Yo estaba allí, silencioso y clavado sin saber que hacer. Cada vez tenía más ganas de alcanzar la calle, pero mis piernas estaban paralizadas. Necesité apoyarme en la barandilla para no caer al suelo. Estaba a punto de desvanecerme. Justo en ese momento, un empleado del hotel -que debería pesar unos 180 kilos-, me agarró del brazo y me acompañó, pasito a pasito y peldaño a peldaño, hasta la planta baja.

- Será mejor que salga a la calle, señor Spaulding –me dijo el enorme hombre, señalando la salida.

Noté que el tipo no tenía muchas ganas de dar explicación alguna sobre lo que estaba sucediendo en la 206. Me dirigí a la salida, no sin antes intuir, de reojo, a otro empleado, de color negro, yendo un tanto atolondrado hacia las escaleras. Éste portaba entre sus manos una palangana manchada de sangre y varias toallas. El encargado de la recepción, inmutable como siempre, me observaba en silencio. Mientras, con sus largas uñas, se ayudaba en la pitanza de un huevo duro.

Salí al exterior. En la calle hacía frío. Llovía a cántaros. Empecé a andar, a pasos rápidos y sin rumbo fijo. Quería huir cuanto antes de ese hotel enfermizo. Un enano vestido de explorador se cruzó en mi camino. Se paró ante mí y me hizo varias señas indicándome que me agachara un poco para acercar mi oído a su boca. Y eso es lo que hice, al tiempo que notaba cierto dolorcillo punzante en la región lumbar. Y es que, a ciertas edades, uno ya no está para reclinarse en demasía.

- En su hotel se está practicando un exorcismo a una niña – me susurró con voz floja y tierna. Acto seguido desapareció, no sin antes haber montado a lomos de un pequeño cervatillo que pasaba por ahí.

Estaba perplejo. Perplejo y mojado. Tenía que buscar refugio cuanto antes. Me armé de valor y regresé al hotel. Estaba cerrado a cal y canto. Desde la calle, a través del cristal de las puertas, no advertí la presencia de ser alguno en la recepción. Aporree varias veces la acristalada entrada sin ningún tipo de resultado. No sabía qué hacer ni adonde ir. Volví a iniciar mi andadura sin rumbo fijo bajo la fuerte tormenta. A lo lejos, por el paseo que daba al mar, divisé a un fauno gigantesco persiguiendo a un Guardia Civil. O me estaba volviendo loco o la medicación habitual había provocando en mí efectos psicotrópicos.

Avancé hacia el punto en el que había visto al fauno embravecido. Ni el policía ni el monstruo estaban allí. Dirigí mi mirada hacia la iglesia que corona el paseo, justo al lado del mar. Tan surrealista era esa noche, que no me hubiera extrañado en absoluto ver emerger de las aguas al mismísimo King Kong. Por suerte, eso no ocurrió. Más gemidos llegaron a mis oídos. Unos gemidos que procedían de la playa y que se confundían con los que salían de la 206 de mi hotel. En este caso, los sollozos pertenecían a más de una persona. Me acerqué a la playa y allí, bajo la persistente lluvia, un grupo de diez u once varones, desnudos, en pie y en perfecta formación, estaban fornicando entre ellos, uno detrás de otro, como si construyeran un tren humano; el Tren Payà.

Di media vuelta. El horno no estaba para bollos y esa imagen me resultaba un tanto desagradable; aunque curiosa. La lluvia empezaba a dejarme los huesos entumecidos. Es entonces cuando decidí internarme por las estrechas callejuelas del pueblo en busca de un local en el que cobijarme. Las calles estaban solitarias. Un cartel pegado a una pared, anunciaba la actuación de un mago norteamericano en un cabaret de la población. La publicidad rezaba que, aparte de sus habituales trucos de magia, también contactaba con los muertos. Tomé nota del nombre del local y su dirección: Las Leandras, en el número 3 de la misma plaza del Cap de la Vila. No quedaba muy lejos del lugar en el que me encontraba, así que decidí conocer el espectáculo del mago.

Cuando faltaban escasos metros para llegar al lugar, pasaron ante mí una caterva de jóvenes menores de edad apaleando brutalmente, con sus skateboards, a una pareja heterosexual de amantes cuarentones, los cuales intentaban huir a trancas y a barrancas de sus agresores. Descubrir que no todos los habitantes de Sitges son homosexuales me reconfortó bastante. De todos modos, intenté no darle mayor importancia al acto violento que acababa de presenciar. Gamberradas de niños.

Por fin, unas luces de neón amarillas y gigantescas anunciaban el nombre de Las Leandras. Me acerqué al lugar. Ángel Sala, el director del Festival, estaba tras el mostrador de la entrada.

- Spaulding, me alegra verte por aquí – Sala me sonrió, al tiempo que yo le devolvía el cumplido con una sonrisa similar.

- Vengo a ver al mago americano –le dije con una entonación de voz muy poco convincente.

- Por mí, ningún problema. Pero tendrás que soltar 30 euros. Es el precio de la entrada. Consumición incluida.

- Ángel, venga –me hice el simpático- tú eres el dire. Seguro que tienes alguna invitación para mí.

Ángel Sala se hizo el longuis. Sin saber como pagaría mi estancia en el hotel al día siguiente, le apoquiné mis últimos tres billetes de 10 euros. Volvió a sonreir y me señaló la entrada al tiempo que se colocaba bien sus lentes sobre la nariz. Esa noche, no sé aún el porqué, todos se habían empecinado en indicarme las entradas y las salidas. Para franquear el local, tuve que apartar unas cortinas afelpadas de color rojo. Su interior estaba totalmente vacío, a excepción de un acordeonista ciego, subido a un pequeño escenario, y de un barman agazapado detrás de una interminable barra. La estancia era oval; una especie de huevo inmenso con las paredes tapizadas con las mismas cortinas rojizas de la entrada.

Fui hacia la barra, le entregué la entrada al camarero y solicité un whisky de malta.

- El de malta lleva un suplemento de 5 euros – me dijo el camarero.

La verdad es que hasta ese momento no me había fijado bien en él. Cuando levanté la vista para mirarle directamente a los ojos, descubrí que se trataba otra vez de Ángel Sala. Éste, al ver mi rostro un tanto enfurruñado, me aseguró que se trataba de una broma, que el de malta no llevaba suplemento alguno. Esbocé una sonrisa; un tanto forzada, pero sonrisa al fin y al cabo.

- El mago norteamericano no actuará más en Las Leandras. Esta noche se le ha quemado el inmenso muñeco de mimbre en el que encerraba a los voluntarios que subían al escenario.

A esas horas de la madrugada ya me daba todo igual. Me sirvió el whisky en un vaso de tubo, con tres cubitos. Se agachó y, por unos segundos, desapareció de mi vista. Volvió a aparecer portando un sombrero entre sus manos. Salió de detrás de la barra, me puso la prenda sobre mi cocorota y ordenó educadamente que le siguiera.

- Ven, Spaulding, tengo una sorpresa para ti.

Abrió otras cortina de color rojo y nos introducimos en otro salón. Éste estaba decorado igual que el anterior, aunque en este caso se notaba más calor humano en su interior. Numerosas mujeres, medio en cueros, danzaban al son del compás de la atronadora música discotequera de los años 80.

- Es una pena –me confío confidencialmente el director del certamen-. ¿Ves estas lindas mujeres que están bailando sinuosamente? Pues bien, las pobrecitas ignoran que, a partir de hoy, ninguna fémina en todo el universo volverá a ser fértil jamás. Y es que el mundo se acaba, amigo. La fin absolue du monde - añadió en perfecto francés.

Punto y seguido, cambiando de tercio, Ángel me aclaró que la trastienda de Las Leandras en la que nos encontrábamos era un puticlub; pero no se trataba de un puticlub cualquiera, como el del pueblo por ejemplo, no, ¡qué va!. Éste era secreto, privado; un puticlub al que sólo tendríamos acceso, en todo el planeta, él, yo y otro enigmático personaje: David Lynch. Y esa noche, ese hombre, ese cineasta con vocación de barbero, estaba allí, sentado en un sofá y rodeado de dos hermosas mujeres que aún ignoraban que jamás podrían tener hijos.

Nos hicimos una foto observando a Lynch en silencio, como si fuéramos espías al servicio de cualquier potencia internacional. Él ni se dio cuenta de nuestra sutil presencia. Así estuvimos, durante varias horas; en cuclillas, apostados tras el sofá del realizador de Blue Belvet. Mis ojos no daban crédito a ello. Mis rodillas, quince días despues, aún se resienten de esa posición. Con la presencia de Lynch en la villa de Sitges, empecé a entender mejor todo cuanto me sucedió hasta ese momento.

Al dia siguiente, al despertar, supe que esa extraña noche no fue un sueño. Fue todo tan real que, atemorizado, hice las maletas y regresé a Barcelona. En la tranquilidad de mi hogar, recapacité sobre esas horas vividas tan intensamente. Y tras darle muchas vueltas al asunto, me quedé con una duda que lleva ya varíos días corroyéndome: ¿Ese hombre era David Lynch o Van Gaal? Un vecino de Teruel, siempre dispuesto a dar sabios consejos y que está enterado de numerosas chafarderías, me aseguró ayer que ambos son la misma persona.

Ahora, conociendo ese detalle, ya estoy más calmado. Posiblemente, en otra ocasión, regrese al Festival.

20.10.06

L.A. Triangular

En esta página ya se ha hablado, en multitud de ocasiones, de Brian De Palma, un director capaz de lo mejor y de lo peor. Sus delirios y excesos, tanto visuales como narrativos, son marca innegable de la casa. A veces para bien; otras para mal. En La Dalia Negra, su última película, se muestra mucho más reposado que en otras ocasiones, aunque se queda a medio camino en la mayoría de sus pretensiones. Hoy mismo se estrena en nuestras pantallas.

La película está basada en la novela homónima de James Ellroy, el mismo autor del que echara mano Curtis Hanson para su espléndida L.A. Confidential, uno de los mejores títulos de cine negro filmados durante la década de los 90. Al igual que ésta, La Dalia Negra está ambientada en Los Angeles de los años 40 y toma, como excusa principal, el asesinato real y posterior descuartizamiento de la starlet Elizabeth Short. Excesivamente fiel con el original literario, De Palma desgrana minuciosamente los pasos que llevaron, a dos inspectores de policía de la Brigada Criminal de la ciudad, a descubrir la verdad de tan horrendo crimen.

Hasta aquí todo bien, perfecto. Pero esa minuciosidad con la que trata el libro de Ellroy acaba por dañar a la película. Son dos medios distintos y, para evitar tanta farragosidad y el exceso de nombres y personajes que pululan en pantalla, podría haber sintetizado un poco más la historia; una historia en la que, por cierto, se puede encontrar un poco de todo: cobardía, corrupción policial, pornografía, amores imposibles, lesbianismo, boxeo, femmes fatales e incluso la plasmación de una extraña (y platónica) relación triangular, la creada entre el detective protagonista, Dwight “Bucky”, su compañero de trabajo, Lee Blanchard, y la amante de éste, Kay Lake.


A pesar de ser un trabajo fallido (quizás, más que fallido, irregular), no se puede decir categóricamente que La Dalia Negra sea una mala película. Tiene estilo. Recrea a la perfección las calles y el ambiente social de una ciudad imbuida en conflicto raciales y marcada, día y noche, por la gigantesca sombra del mundo de Hollywood. Como todo buen exponente de género, envuelve su narración de un halo de melancolía ciertamente asfixiante y, ¡cómo no!, de un recurso muy típico en el cine negro: el de la voz en off de su protagonista principal, el detective Dwight “Bucky”, al que da vida un Josh Harnett que, por primera vez y de manera inesperada, me convence con su cuidada interpretación. Lástima que el actor no se vea bien secundado por la estrellita del momento, Scarlett Johansson quien, en la piel de la atractiva Kay Lake, se muestra incapaz de demostrar sus buenas dotes de actriz, consiguiendo tan sólo, con su forzada actuación, que su personaje no acabe de ser del todo creíble para el espectador. Suerte que la vampiresa que moldea con especial mimo Hilary Swank, en un registro poco habitual en ella, salva con creces el apartado de los personajes femeninos.

De todos modos, lo más brillante del film se encuentra en las escenas más personales del realizador; aquellas en las que éste recupera el espíritu de sus títulos más clásicos y, ayudado de sus peculiares movimientos de cámara y de una sorprendente planificación fílmica, deja a la platea con la boca abierta. Tres son los momentos memorables que posee La Dalia Negra: un combate de boxeo, en el que una gota de sangre salpica unos documentos apoyados sobre una mesa; el descubrimiento del cadáver de Elizabeth Short en un descampado -a través de un largo, sorprendente y complicado travelling- y, por último, su inevitable toque maestro, en donde el montaje, la ralentización y los primeros planos emulan, a la perfección, la escena del asesinato de Angie Dickinson en Vestida Para Matar. En esta ocasión, la susodicha escena transcurre en las escaleras de un edificio siniestro y semiabandonado: un tiroteo, una navaja, una silueta misteriosa, una degollación y un envidiable juego de sombras, le son más que suficientes a De Palma para demostrar su indiscutible dominio del suspense. Tres momentos únicos (de cine en estado puro) que, por sí solos, hacen olvidar los errores del resto del metraje.

Un De Palma con sus más y sus menos pero, al fin y al cabo, un De Palma visible que, aparte de distanciarse –por suerte- de sus dos nefastos productos anteriores (Femme Fatale y Misión a Marte), le habrá servido como meticuloso ensayo para la nueva película que está preparando: una precuela de Los Intocables en la que mostrará los inicios del imperio de Al Capone y la relación de éste con Jim Malone, el policía que interpretara en su día Sean Connery.

19.10.06

"Abuelita, ¡qué dientes más poco afilados tienes...!"

Cada vez me interesa menos el cine de animación realizado con la ayuda de la informática. Desde que con la inmejorable Los Increíbles se llego a la cima del género, todas las compañías que se dedican a ello (Pixar incluida) no dan pie con bola. Algunos productos pueden estar mejor o peor acabados que otros, o incluso tener un estimable número de gags más o menos potables en su haber, pero a la mayoría se les nota una falta de ingenio ciertamente preocupante.

La Increíble ¡Pero Cierta! Historia de Caperucita Roja es un buen ejemplo de ello. La cinta, realizada y escrita en comandita por Tony Leech y los hermanos Cory y Todd Edwards, parte de la idea de destrozar al mítico cuento infantil de Caperucita Roja. La propuesta, en un principio, parece prometer, ya que la idea es buena. Y mucho más cuando da la impresión de tratarse de un producto dirigido en especial al público adulto más que al infantil (o, al menos, así es como la han vendido). Pero nada: más de lo mismo. Los cuatro guiños de siempre a títulos populares de los últimos años (Matrix incluido, por supuesto) y alguno que otro, mucho más sutil, dedicado a clásicos de toda la vida, tal y como ocurre con un velado homenaje a Al Rojo Vivo, son su máximo exponente de originalidad.

La película se inicia con el conocido final del cuento de Caperucita Roja, cuando ésta llega a casa de su abuelita y el lobo está suplantando a la anciana metido en la cama de ésta. “Abuelita, que ojos más grandes tienes”; “abuelita, que manos tan peludas tienes”... A partir de aquí, la historia toma un camino diferente. Aparte de entrar en escena la abuelita de marras, también lo harán un leñador desorientado y un sinfín de coches policiales patrullados por animalillos de toda clase. El plácido hogar de la viejecita se acaba de convertir en el teórico escenario de un crimen, lugar en el que se podría encontrar un buscado ladrón de recetas de galletas quien, con sus hurtos, está arruinando a los habitantes del bosque. Los cuatro implicados en el suceso, cada uno por separado, darán su particular visión de los hechos vividos, desde el momento en el que la pequeña heroína de la capa roja partió de su casa hasta que llegó a la escena del crimen.


El lobo tendrá los ojos muy grandes y las manos peludas, pero les aseguro que, al igual que sus guionistas, sus dientes no están nada afilados. La mordacidad y la valentía a la hora de explorar vertientes más morbosas en la destrucción del mito de Caperucita, son totalmente inexistentes. El detalle de no colar ni una sola referencia sexual a la relación entre el lobo y la joven, dan mucho que pensar sobre la poca agudeza de sus responsables.

Todo cuanto ocurre en esta Caperucita se queda en el chiste habitual. Por ejemplo: a cada uno de los animales que pululan por la cinta (que son muchos y numerosos), se les dedica una mínima chanza que define el carácter propio de su especie. Así sabemos que, entre otros, los cerditos son unos glotones, el oso es un maleducado y el sapo es un ser viscoso e inteligente que subsiste gracias a sus lengüetazos. Toda una clase avanzada de ciencias naturales para los pequeños clientes de un parvulario. Mientras tanto, la paciencia del espectador resulta infinita, pues ésta es la típica película que, a pesar de sus escasos 80 minutos de metraje, parece no querer acabar nunca.

Después de los largos relatos individuales de Caperucita, el lobo, el leñador y la abuelita .-a modo y manera de interrogatorio policial-, la cinta entra en una especie de copia descarada (y en plan rural) de Los Increíbles, pues el trío de realizadores convierte al cuarteto protagonista en una especie de superhéroes dispuestos a dar caza al maligno ladrón de recetas; eso sí: siempre bajo los acordes de una jamesboniana banda sonora. La anciana abuelita también atiende por el nombre de Triple G (gGg, en claro homenaje al Vin Diesel de xXx y con un provocado alud de nieve incluido), ya que se trata de una mujer adepta (en secreto) a los deportes de riesgo (es de suponer que lo de las tres gés se debe a la inicial de la palabra geriátrico). Una versión yanqui y pasada de rosca de la esposa del ex Honorable Jordi Pujol, esa Marta Ferrusola que, con su moño bien colocado, perdía el oremus por darse unas vueltecitas a bordo de un parapente.

Si mi memoría no falla (que todo podría ser), el cuento original (como la mayoría de cuentos) era mucho más perverso y menos light que esta fallida visión desmitificadora.

17.10.06

Cenicienta se asoma a las pasarelas

Si algo tiene de interesante esta medianía que lleva por título El Diablo Viste de Prada, es la presencia de una impagable Meryl Streep. Ella, en realidad, es la que otorga cierta prestancia a un producto alarmantemente vacío y de claras connotaciones televisivas. Y no es de extrañar, pues su realizador, David Frankel, procede del mundo de las teleseries, siendo además uno de los directores que más capítulos ha realizado de una de las series más inaguantables (y pedantillas) de la actualidad: Sexo en Nueva York.

El Diablo Viste de Prada es una comedieja (bastante infantil) con muy poca salsa picante en su interior. Ignoro como será de hiriente el best-seller de Lauren Weisberger en la que se basa; lo que sí tengo claro es que la película, sin conseguirlo, hace un mínimo esbozo de crítica, en nada ácido, sobre las revistas especializadas en el mundo de la moda y, por extensión, sobre todo aquello que rodea al show business de las pasarelas. Una visión ultralight que además se muestra incapaz de profundizar en ninguno de los temas a los que se acerca, quedando finalmente –con sus pertinentes retoques- como una nueva versión sobre el cuento de La Cenicienta. Una Pretty Woman mas a sumar a una larga lista de productos descafeinados.

La cinta está narrada desde el punto de vista de Andy, una joven periodista, recién graduada y un tanto andrajosa en su forma de vestir, que pasará a formar parte del equipo de redacción de la revista Runway, el paradigma editorial sobre las últimas novedades de la moda en Nueva York. Empezando como ayudante de la secretaria directa de Miranda Priestly –la tiránica y agresiva directora de la publicación-, acabará colocándose en un lugar estratégico dentro de la empresa a medida que vaya retocando su aspecto exterior (e interior). El estrés que le acarrea su nuevo empleo, sumado a la falta de tiempo libre, provocará que se replantee su posición de esclava bajo las afiladas uñas de la destructiva Miranda.

El Diablo es Miranda, esa Meryl Streep que citaba al principio. Una Meryl Streep que, en los últimos años, está demostrando una sutil predisposición hacia la comedia y que, en esta ocasión, acapara para sí misma los mejores momentos del film. El suyo es un personaje agrio y carroñero; una dama de hierro con una mala leche increíble, moldeada por la actriz a través de unas características muy concretas. Su pausada dicción y el bajo tono de voz con el que recita sus demoledoras frases, son sus perfiles más acentuados. Un sinfín de pérfidas miradas e insolentes sonrisas se encargan del resto. Si se imaginan al Führer travestido, descubrirán la viva imagen de la arpía de Miranda Priestly.

El gran problema de la película es que, aparte de Streep y de alguna que otra incursión del impagable Stanley Tucci (aquí en la piel de un modisto gay sometido a las órdenes directas de Miranda), El Diablo Viste de Prada no tiene nada más. El vacío absoluto. Cuando ninguno de los dos actores está en pantalla, la película cae varios enteros en picado. Y sólo vuelve a remontar con la aparición de cualquiera de ellos dos.

De nada sirve el esfuerzo de Anne Hathaway, su protagonista femenina, para salvar lo mejor que puede su rol de patito feo que, para ganarse el reconocimiento de su jefa, opta por disfrazarse de elegante y emprendedora mujer de negocios. La pobre chica, en lugar de actuar, sólo es capaz de hacer notable su innegable simpatía. De eso tiene un rato largo. Y, a sabiendas de ello, la utiliza en todo momento para suplir su falta de recursos interpretativos.

Aún me pregunto el porqué ciertos críticos, de esos considerados de élite, dijeron maravillas de una peliculilla tan olvidable como ésta tras su pase por un reputado festival cinematográfico.