31.12.07

Recapitulando (I): Lo más mejor del 2007

Como cada año, en una fecha como la de hoy, es casi obligatorio el repaso a lo mejor y lo peor de la temporada en materia cinematográfica. Al igual que en otras ocasiones anteriores, les cuelgo las que para mí han sido las 10 mejores películas del 2007. Están todas las que son, pero no son todas las que están. Les puedo asegurar que ha sido una elección difícil y que, debido a ello, varios títulos ciertamente remarcables, como por ejemplo [REC], Fast Food Nation o 13 Tzameti, han quedado fuera del listado final.

Mañana, recién estrenado el 2008, les dejaré con los peores estrenos del 2007.

Vayamos ya a por los 10 más brillantes. Y, siguiendo la tradición, ordenados de menor a mayor grado; del 10 al 1.

10.- Ratatouille. Uno de los platos más sabrosos y exquisitos en cuanto a animación cinematográfica se refiere. Una rata de cloaca, de paladar exquisito y espléndida cocinera, con sus ricas recetas devolverá el éxito a un restaurante parisino, de 5 tenedores, que empezaba a vivir su declive tras la muerte de su chef. Un crítico culinario, de sospechoso parentesco con el Nosferatu de Murnau, le otorga el puntito macabro y cinéfilo a la consolidación de Brad Bird como uno de los mejores realizadores en su género. El enlace matrimonial entre Disney y Pixar ha dado a luz a uno de los frutos más codiciados por todos los públicos.
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9.- La Maldición de la Flor Dorada. Pocas veces el cine oriental llega a motivarme y a emocionarme como ocurre con este título de Zhang Yimou. Recuperando en parte el tono intimista que caracterizó la obra del realizador chino en sus inicios, éste urde un compacto melodrama de dimensiones shakespirianas en el que se mezclan, sin disonancia alguna, intrigas palaciegas y familiares con la épica del cine de acción más clásico. Y allí, situada en medio del atractivo tinglado visual y escénico, brilla con luz propia la exuberancia interpretativa y física de la ya reputada Gong Li. A destacar, ante todo, la media hora final, en la cual, centenares de guerreros armados y enfrascados en una cruenta batalla, arman la marimorena sin tener casi que recurrir a los manidos efectos digitales. La maldad humana y la podredumbre de una familia al ritmo de un enfebrecido e irrepetible juego de colores. Una maravilla.
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8.- Concursante. El gallego Rodrigo Cortés, en su ópera prima, apunta fino y se declara como uno de los mayores terroristas en contra de la banca, Hacienda y del tejemaneje de los impuestos. Un concurso televisivo, un ganador millonario y una excelente lección didáctica sobre economía, son los principales ingredientes con los que el realizador ha fabricado su bomba cinéfila en contra del capitalismo y la sociedad de consumo. Es una pena que el público le diera la espalda al que considero el mejor producto nacional de este año. Un film trepidante, combativo, hiriente, cáustico y con un envidiable sentido del humor, capaz de albergar al mismo tiempo una de las mejores interpretaciones de Leonardo Sbaraglia y de convertir, a un extravagante Chete Lera, en el portavoz más sarcástico de la contra economía mundial. Junten el sano surrealismo de los Monty Python con la bergmaniana El Séptimo Sello y obtendrán una magistral lectura del porqué la mayor parte de familias españolas las pasan canutas para llegar a fin de mes.
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7.- Diario de un Escándalo. Judi Dench vs. Cate Blanchett: un duelo interpretativo y femenino de excepción al servicio de un título vibrante y de corrosiva acidez. La historia de una relación de amistad femenina que se rompe, de forma inesperada y con consecuencias nefastas para ambas, debido al descubrimiento de un inconfesable secreto de una ellas. Un melodrama de claros tintes psicológicos, en el que la mentira y el engaño juegan un importante papel. Los tonos apagados de la excelente fotografía de Chris Menges y la sordidez de su cerebral y minucioso guión, acaban de obrar el milagro. Cine sin concesiones y plagado de presumibles delitos morales. (ver crítica)


6.- En Algún Lugar de la Memoria. Es una lástima que, personalmente, descubriera un producto tan sólido como éste a destiempo. Su corta e inexplicable permanencia en pantalla tuvo en parte la culpa. Si no lo vieron en su día, aún pueden recuperarlo gracias al DVD. Un modo diferente de reflejar los efectos psicológicos, sufridos por los neoyorquinos, un tiempo después del fatídico 11-S. Una película emotiva y extremadamente sensible aunque, al mismo tiempo, no exenta de un muy sutil sentido del humor. En ella cabe destacar, ante todo, la magnífica labor de un Adam Sandler en un papel nada habitual en él y la manera como su director, Mike Binder, afronta una historia en la que la amistad y los valores humanos están por encima de todo.

5.- Apocalypto. Una delirante y trepidante ficción sobre la decadencia del Imperio Maya, narrada desde el punto de vista de la aventura; una aventura al mismo nivel que las del cine clásico de toda la vida, aunque con matices muy cercanos al gore. A Mel Gibson le va la violencia descarnada y, a través de ella y del descubrimiento del significado de la palabra miedo por parte de sus protagonistas, configura un particular análisis de lo que supone la lucha por la supervivencia Una cinta visceral y además entretenida al cien por cien, aunque no apta para los más aprensivos. Sacrificios humanos, decapitaciones, arenas movedizas, animales salvajes, luchas cuerpo a cuerpo, persecuciones, cascadas...: un festival de tópicos perfectamente sincronizados para servir el espectáculo, en bandeja de plata, al patio de butacas. Su escena final, a mi parecer irónica y cargada de mala leche, levantó cierta polémica entre los espectadores.
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4.- Juegos Secretos. La modélica imagen de la familia norteamericana, puesta en solfa por la corrosiva visión de Todd Field. Con un mínimo de elementos perfectamente utilizados, hilvana una historia escrita de manera modélica y en nada previsible. Un melodrama plagado de sentimientos y vivencias humanas que navega, durante todo su metraje, rayando la tragedia. Una tragedia que se intuye pero que jamás se hace visible al espectador. El aire de fatalidad que impregna el ambiente del barrio en el que residen sus personajes, es más que suficiente para demostrar que pocas cosas en nuestra sociedad funcionan correctamente. Las discutibles acciones de los protagonistas nunca son juzgadas por la cámara de Field; ésta tan sólo actúa como simple observadora de un grupo de seres humanos que, como tales, van moldeándose a través de sus errores y sus aciertos. Y, al igual que Sam Mendes en la magnífica American Beauty, incide en las crisis personales, la infidelidad, el miedo y la hipocresía. Un título reposado, elegante, sensual y académico. Un regalo para sus ojos y sus sentimientos en el que, por si fuera poco, Kate Winslet y Jennifer Connelly destacan por sus interpretaciones. Añádanle, a todo ello, la inquietante presencia de un ex convicto, acusado de pederastia, y tendrán la fórmula mágica para conseguir una inolvidable lección de gran cine. Real como la vida misma.
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3.- El Libro Negro. El regreso de Paul Verhoeven a Holanda, su país natal, nos ha regalado una las experiencias cinematográficas más trepidantes e ingeniosas del año. Jugando con los típicos y tópicos del cine sobre la Segunda Guerra Mundial de toda la vida, nos devuelve el mismo aroma que desprendían esas viejas cintas en donde los nazis campaban a sus anchas provocando el terror por donde pasaban. Una vorágine imparable de acción, misterio y comedia que, desde el prisma de la serie B (aunque con todo lujo de detalles), huye de cualquier atisbo de realismo para centrarse en el más puro de los entretenimientos. Siendo fiel a la escabrosidad de la que hacía gala en la mayor parte de su filmografía anterior, se decanta en su narrativa por una ficción electrizante y una dirección artística soberbia y detallista. Y, al igual que en esas antiguas películas a las que homenajea, opta por retratar satíricamente al ejército nazi. Persecuciones, tiroteos, torturas y erotismo: un poco de todo al servicio de un enmascarado aunque gigantesco guiño al espíritu romántico del Encadenados de don Alfredo. Una elogiable y muy particular mirada sobre la resistencia holandesa, construida a golpes de esa desfachatez incontrolada, y a veces provocativa, que tanto le encanta a su realizador.
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2.- Zodiac. Uno de los trabajos más austeros y minuciosos de un David Fincher deudor, en este caso, de títulos tan emblemáticos como Todos los Hombres del Presidente y El Estrangulador de Boston. La estética de los años 70 y una narrativa de lo más académica, conforman la madurez del director. Basada en una historia real, Zodiac es la plasmación absoluta de una obsesión paranoica: la de un caricaturista del The San Francisco Chronical que, contra viento y marea, se propuso desenmascarar la personalidad de un serial-killer que aterrorizó a la bahía de San Francisco durante largos años. Una descripción, al mismo tiempo, socio-política de los EE.UU. en las distintas etapas en las que transcurrió la investigación. Un film conciso, frío y distante con sus personajes principales y que, asimismo, se muestra capaz de afrontar las escenas de tensión con una corrección majestuosa y sin los artificios habituales en los anteriores productos del cineasta. Elegante, diferente, inteligente y meticuloso; en una sola palabra: magistral.
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1.- Promesas del Este. Al igual que hizo en Una Historia de Violencia, Cronenberg vuelve a refugiarse en el thriller para seguir escaneando la degradación moral y física de una familia, la cual, en este caso, se ve inmersa dentro del círculo de la mafia rusa instalada en la ciudad de Londres. Una trama enfermiza, en donde el narcotráfico y la trata de blancas juegan un papel importante, es el marco ideal para que el director canadiense deconstruya la decadencia del hampa actual. Pecados ocultos, crímenes, envidias, celos y recelos son las fichas con las que se mueven las piezas de una unidad familiar a punto de desmoronarse. El juego de las identidades, ya plasmado en su trabajo anterior, vuelve a estar presente en pantalla, guardándose en la manga el as de esa violencia tan habitual en su cine; una violencia que, en esta ocasión, tan solo usa de modo seco y controlado: un arma psicológica con la que rompe la calma chicha (pero tensa) con la que, en general, se ha acercado a esta historia. Un modélico Viggo Mortensen, con muy poco que envidiar al Kirk Douglas de los años 40 y 50, y la siempre agradecida y atractiva presencia de Naomi Watts, son dos de los instrumentos interpretativos que han ayudado a Cronenberg para seguir reinventándose a sí mismo.
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29.12.07

El negro que tenía el alma italoamericana

El estreno de American Gangster, aparte de suponer una buena manera de finalizar la temporada cinematográfica, nos devuelve a un Ridley Scott más fresco que en ocasiones anteriores. Un thriller compacto, de violencia seca aunque controlada y dotado un duelo interpretativo entre Denzel Washington y Russell Crowe del que, a pesar de no estar juntos en pantalla durante la mayor parte del metraje, sale ganador el segundo gracias a la moderación con la afronta el papel del detective Richie Roberts. Washington, un actor que demostró su solvencia como malo dando vida a un policía corrupto y perverso en la magnífica Training Day, en esta ocasión no acaba de dar la talla por completo en la piel de Frank Lucas, un gángster de color que, iniciando sus andares como chófer y hombre de confianza de uno de los jefes mafiosos que dominaban el cotarro en el barrio de Harlem en Nueva York, terminó siendo uno de los principales capos de la mafia en la misma ciudad durante la década de los 60.

Basada en una historia verídica y, en concreto, en el artículo que sobre la misma publicara hace siete años Mark Jacobson en el New York Magazine bajo el título de The Return Of Superfly, éste, al igual que el film de Scott, analizaba la ascensión de Drug Lord (el apodo callejero por el que se conocía al personaje de Frank Lucas), al tiempo que desvelaba la larga y costosa investigación que, llevada a cabo por un solitario detective del cuerpo de policía de Nueva York, terminó con la detención del que fuera uno de los mayores traficantes de heroína en un país que, por aquel entonces, estaba tocado por el interminable conflicto del Vietnam; un conflicto que le fue como anillo al dedo al tal Frank Lucas quien, aprovechando los numerosos vuelos militares procedentes de Saigón, introdujo cantidades ingentes de heroína en los EE.UU. desbancando, de este modo y debido a la pureza con que la distribuía, a otros narcotraficantes que pasaban el producto mucho más adulterado que el suyo.

La cinta retrata, con la que parece bastante fidelidad, las vidas paralelas de Frank Lucas y del obstinado policía Richie Roberts. Cada uno de ellos a un lado distinto de la ley, pero ambos, a su manera, demostrando una nobleza muy superior a la de sus similares. Mientras Lucas trapicheaba con una droga más pura que la de sus rivales, Roberts logró mantenerse alejado de la corrupción que, en esos años, dominaba las acciones de sus colegas.

Un trabajo sobrio y elegante en el que, por su temática, no podía faltar alguna que otra referencia a El Padrino, una de las obras maestras del género. Y lo hace, ante todo, a la hora de comparar la estructura empresarial y familiar de la mafia italoamericana con el esquema similar, que siguió Lucas, durante el periodo en que se alzó como uno de los personajes más influyentes y millonarios de la jet set de los 60 en su país natal.

Tal y como ya había citado, American Gangster es un producto en el que la violencia está metida, a lo largo de su narración, con la ayuda de un cuentagotas. En general, apuesta más por un abrupto aquí te pillo, aquí te mato que por la opción de una exagerada (e innecesaria) colección de secuencias de acción. No obstante y a pesar de ello, Ridley Scott obsequia a la platea con una de las más milimetradas y mejores escenas de acción de la temporada la cual, ambientada durante una intervención policial para desmantelar uno de los laboratorios en los que se corta la heroína, transporta al espectador a la estética y maneras del thriller más setentero. Entre este brillante y bien filmado pasaje y la presentación inicial del personaje de Crowe pateando las calles de Nueva York, es inevitable caer en el recuerdo de una cinta tan emblemática como fue, en su día, la excelente The French Connection.

Un producto que, al igual que hizo Spielberg con Munich, recupera una estética y un modo de hacer cine que parecía ya perdido. Lástima, de todos modos, de esas neblinas y contraluces inevitables en el universo fotográfico de Ridley Scott y de la presencia de un Denzel Washington que no acaba de arrancar del todo en su recreación del llamado Drug Lord. Con un guión un pelín más perfilado y menos esquemático (pues queda alguna que otra laguna por desvelar, así como algunos saltos temporales demasiado bruscos), American Gangster se contaría ahora entre lo mejor de un realizador que empezaba a parecer irrecuperable.

Y un consejo final para aquellos que aún no la hayan visto. Séanme pacientes y no se levanten antes de tiempo de sus butacas. Apuren hasta el último de los 157 minutos de proyección.

27.12.07

Ustedes lo han querido: PLAN 9 FROM OUTER SPACE


A pesar de que muchos ya conocíamos de antemano la existencia de Plan 9 From Outer Space, es innegable que el film Ed Wood de Tim Burton supuso el empujón definitivo para convertir al título de Edward D. Wood Jr. en uno de los iconos por excelencia del llamado cine basura.

Plan 9 From Outer Space tendría que ser un crédito obligatorio en cualquier Facultad de Ciencias de la Imagen. Con la cantidad de despropósitos que se acumulan en menos de 80 minutos de metraje, uno aprende más cine que visionando los grandes clásicos del Séptimo Arte. Cualquier espectador medio, y mínimamente familiarizado con el lenguaje cinematográfico, ante un producto bien acabado no suele plantearse, de forma consciente, los mil y un recursos utilizados por el realizar para llevar a cabo su trabajo. En cambio, ante un desaguisado tan evidente como el que se observa (en todos los aspectos) en la película de Ed Wood, uno acaba meditando, en silencio y con cierta vergüenza ajena, sobre aquello que jamás debería hacer un director al situarse tras la cámara.

Empezando por su imbécil argumento, Plan 9 abriga un catálogo magistral sobre el error cinematográfico y la sinrazón más surrealista. En él, tres ovnis, en forma de tapas de ollas metálicas y sujetados por un hilo, van y vienen desde su planeta a la Tierra en varias ocasiones, tanteando la posibilidad de enviar una avanzadilla para frenar la obsesión de los terrícolas por una carrera armamentística que, con sus desmanes, podría destrozar el Universo al completo. Unos alienígenas, en extremo ecologistas y que, para sus loables intenciones, han trazado un descabellado proyecto en el que la resurrección de los muertos ocupa una posición destacada. Los (dos) vecinos y los (cuatro) policías de una pequeña población norteamericana, serán los principales testigos (y víctimas) de los morbosos tejemanejes que, en un cementerio cercano, se llevan entre manos los seres recién llegados.


La cinta se abre y se cierra con la presencia de un tal Criswell, un tipo que, a modo de maestro de ceremonias, al finalizar, asegura al espectador que todo cuanto ha presenciado en pantalla se basa en las declaraciones reales de un grupo de testimonios directos. Un puro delirio en el que incluso tiene su pequeño papel el mítico (y patético) Bela Lugosi. Un Lugosi que tan sólo llegó a rodar un par de planos antes de morir en la vida real. El imaginativo Ed Wood, para paliar tal ausencia, echó mano de otro actor. Como el elegido no poseía ningún rasgo físico que le emparentase mínimamente con el difunto Lugosi, en cada una de las escenas en las que aparece se vió obligado a cubrirse parte del rostro con la capa que llevaba.


Un desvarío total, al igual que la risible imagen (igualmente inexplicable) de una tal Vampira que se pasa toda la película paseando, sin rumbo fijo, entre tumbas de cartón piedra y luciendo, al mismo tiempo, una estrechísima cadera (una cintura de abeja, vaya) que, por su exagerada delgadez, contrastaba de manera brutal con el ancho grosor de sus brazos. Y, acompañando a ésta en sus correrías, está el inmenso Tor Johnson, un profesional de la lucha libre que se convirtió en un asiduo del absurdo microcosmos del realizador y que, en este film, dio vida a un inspector de policía muy cazurro que, por sus infantiles métodos y la poca prevención en su trabajo, acabaría siendo una presa ideal para las pérfidos intenciones de los marcianos; unos marcianos que, aparte de demostrar cierto machismo en su ideología, denotan una marcada tendencia por la acera de enfrente.

Las sombras de los actores proyectándose sobre el decorado (un fondo que simula el cielo oscuro de la negra noche); una cortina cutre sustituyendo la puerta de entrada a la cabina de pilotaje de un avión comercial; planos idénticos repetidos en cantidad de ocasiones y la patatera escenografía del cementerio o del interior del ovni (con la misma cortina del avión incluida), son detalles difíciles de olvidar para cuantos hayan sufrido Plan 9.

Diálogos para besugos, un sinfín de situaciones absurdas e innumerables escenas de pésima planificación (por no hablar del chapucero montaje, obra del propio Ed Wood), conforman uno de los peores productos de la historia del cine. Hay algunos que aún hablan con cariño de esta arcaica e infumable pieza de museo. Hay incluso quien se atreve a defenderla debido a las buenas intenciones y a la fantasía con la que sustituyeron la más que evidente falta de presupuesto. Pero no se dejen engañar y tengan claro que se trata de una muy mala película. Sólo indispensable para futuros directores.

25.12.07

snif

Treinta Navidades sin él...

24.12.07

Cordero a las berzángulas

En 1954 los cineastas españoles tenían que andar con pies de plomo para no irritar, con sus propuestas, al régimen franquista que, por aquella época, estaba en su máximo y furibundo esplendor. No es de extrañar que alguien tan inquieto, política y socialmente hablando, como Juan Antonio Bardem usara, como telón de fondo, la excusa de la Navidad para colar, a través de una sencilla historia, cuatro verdades como puños. De manera sutil, pero con valentía. Felices Pascuas, pese a su tono familiar y navideño, fue el vehículo que utilizó el director para retratar (no tan veladamente como se podría suponer) el hambre y la miseria que se sufría en un España herida.

Es evidente que Felices Pascuas se trata de una obra menor (y pequeñita) dentro de la filmografía del realizador de la modélica Muerte de un Ciclista (título que estrenaría justo al año siguiente). Menor, pero curiosa. No tan contundente como esa cínica Navidad que orquestó Berlanga en 1960 desde la magistral Plácido, pero sí lo suficientemente atrevida como para dejar bien claro que, por desgracia, la pobreza era uno de los símbolos que marcaron la década de los 50 en nuestro país.

La película muestra los avatares por los que ha de pasar una humilde familia, compuesta por un matrimonio y sus dos criaturitas, cuando erróneamente piensan que les ha tocado el Gordo de Navidad gracias a una modesta participación de 2 pesetas. Tan convencidos están de ello que el marido, empleado en una barbería, abandonará su lugar de trabajo no sin antes cantarle las cuarenta a su jefe. El gran problema se inicia cuando descubren que, en realidad, lo único que les ha tocado en premio es un corderito en la rifa de una de las tiendas del barrio. De manera irremediable, los dos pequeños se encapricharán del animalillo, mientras los mayores empiezan a especular con la posibilidad de una suculenta y merecida cena de Nochebuena.

A partir de aquí, y debido a una serie de contingencias accidentales, el corderito se convierte en el conductor ideal para dar un recorrido por las distintas capas de la sociedad española de la época. El momento ideal para que Bardem lanzara unos cuantos dardos envenenados a ciertos estratos demasiado mimados por la dictadura. La Iglesia y el Ejército no podían faltar: un grupo de monjas, al cargo de una escuela, obliga a sus pequeños alumnos, durante la fiesta teatral de Navidad, a representar sobre el escenario una sádica versión de Salomé (con cabeza cortada incluida) mientras que, por otra parte y a partir de un mínimo incidente, hace un muy cachondo repaso al escalafón del estamento militar.

Un film sincero y agradable que, a través del sentido del humor y teniendo en cuenta el año en que se filmó, supo huir de las ñoñerías y connotaciones religiosas que generalmente albergaban (y aún albergan) este tipo de cintas. De protagonistas principales, una jovencísima Julieta Martínez (que años después se haría famosa en televisión con La Casa de los Martínez) y un actor francés, bastante desconocido, que atendía por el nombre de Bernard La Jarrige. Dos todoterrenos de nuestra cinematografía, como son José Luis López Vázquez y (un genial) Manuel Alexandre, tenían su merecido par de apariciones; breves, aunque contundentes.

Aprovecho esta reseña para felicitarles las Navidades y, al mismo tiempo, ofrecerles una receta culinaria muy especial para estas fechas, en las que el cordero suele ser plato principal en muchos de los hogares. La receta es la del cordero a las berzángulas y se la propone una de las monjitas del film de Bardem. Sólo tienen que darle al YouTube para abrir este regalo tan especial que les brindo.

23.12.07

Tres hombres sin destino

En 1954 se editó, por vez primera, I Am Legend de Richard Matheson, una aterradora novela de ciencia-ficción, de tan sólo unas 100 páginas que, además de convertirse en referente para los amantes del género, ha servido de inspiración para tres películas. Justo el pasado miércoles se estrenaba en España Soy Leyenda, la más reciente de ellas y al mismo tiempo la más completa y redonda. En ésta, al igual que en sus antecesoras, se narra la odisea del único tipo que ha logrado sucumbir a los males de una terrible pandemia a nivel mundial. En ella, Will Smith interpreta a un científico inmune a la infección que, para seguir con vida, tendrá que enfrentarse a los contagiados que aún siguen pululando por las calles de Nueva York; un grupo de numerosos mutantes, alérgicos a la luz del sol y que, en esta versión, denotan una clara tendencia por el canibalismo durante sus incursiones nocturnas.

En 1964, justo 10 años después de la publicación del libro de Matheson, se llevó a cabo su primera adaptación. Se trata de The Last Men On Earth, una cinta jamás estrenada en España y que tiene como protagonista a un sobreactuado (tal y como era habitual en él) Vincent Price. La autoría de la cinta es difícil de definir, ya que se trata de una coproducción italo-americana en la que, curiosamente y según la nacionalidad de la copia, consta como director un tal Ubaldo Ragona o, en su defecto, el norteamericano Sidney Salkow. Fuera quien fuese su verdadero responsable, se filmó en tierras italianas, concretamente en Roma y cercanías; una Italia que, de manera bastante patatera, fingía ser una hipotética ciudad de los Estados Unidos nunca especificada.

Rodado en blanco y negro, con un espléndido (y bien utilizado) formato scope y claramente deudor de la serie B, es un título que, a pesar de sus errores y de la ridiculez risible que denotan ciertos pasajes, posee momentos espléndidos y cargados de buen cine, Pocos, pero los tiene. En él se narra la lucha por la supervivencia de Robert Morgan, ese único superviviente de la hecatombe mundial que, tras ver morir a su mujer y a su hija debido a los efectos de un virus letal, se verá obligado a salvaguardar su propia existencia de una espeluznante prole de zombis a los que se tiene que ir cargando a estacazo limpio; unos zombis que, en realidad, tienen más de vampiro que de muertos vivientes. Sólo salen de su escondrijo por la noche, se alimentan de sangre humana y, tanto en su aspecto físico como en sus torpes y lentos andares, son idénticos a la manera con que, cuatro años más tarde, George A. Romero representó a sus horripilantes criaturas en La Noche de los Muertos Vivientes (dato que, en parte, desmonta esa tan cacareada faceta innovadora del sobrevalorado realizador neoyorquino).

Si algo tiene de interesante The Last Men On Earth es el macabro tratamiento otorgado a un largo y contundente flash-back central, desde el que se cuenta el angustioso proceso de degradación, físico y psíquico, que sufren la esposa y la hija de Morgan, al tiempo que éste, en su labor como científico, empleará todos sus esfuerzos en descubrir una vacuna que evite la irremediable muerte de sus familiares. Un flash-back extenso y fascinante que, por su contundencia y dureza, se alza como el mejor apartado de un film que cojea por culpa de la pésima actuación de Vincent Price, de su desangelada y pobre puesta en escena y, ante todo, por la nula credibilidad que ofrece la (teóricamente) tensa relación del sobreviviente con el ejército de chupasangres que le acosa; una relación desmelenada (y casi cómica) que, por sus constantes, le acercan (muy mucho) al cine basura.


Si The Last Men On Earth poseía, al menos, un apartado central digno de ser remarcado, la versión que de la misma novela realizara Boris Sagal en 1971, no se puede salvar por ningún lado. El Último Hombre Vivo es el título con el que la distribuidora española rebautizó a The Omega Man para su estreno en nuestro país.

La película, como principal gancho comercial, contó con el llamativo protagonismo de Charlton Heston quien, inevitablemente (aparte de lucir sus pectorales durante la mayor parte del metraje), dio vida al superviviente por excelencia. Aquí sigue llamándose Robert, a pesar de que cambia el apellido de Morgan por el de Neville; mientras que los seres contagiados denotan un número indeterminado de purulencias sobre su blanquecina piel. La luz solar les pulveriza, por lo cual sólo pueden salir de noche a alborotar por la desértica Nueva York. No son ni vampiros ni zombis, ni siquiera se sabe del todo como narices se alimentan; sencillamente se trata de una secta religiosa, perfectamente organizada, cuyos miembros (además de ser unos parlanchines imparables) van uniformados al más puro estilo de los monjes trapenses. Comandada por el que, antes de la tragedia, fuera el conductor de un noticiario televisivo (un patético Anthony Zerbe), sus integrantes demuestran una tirria especial por el Heston al que, ininterrumpidamente y cada noche, le van a pegar la bulla bajo su ventana. Como la tuna, pero en plan borde y violento.

Más que una serie B, el producto de Boris Sagal (un realizador que trabajó, en varias ocasiones, al lado del prestigioso Richard Matheson dirigiendo algunos de los episodios de series como The Twilight Zone y Night Gallery) apunta directamente a los más zetoso de los años 70. Zooms compulsivos en su realización, un sinfín de diálogos para besugos, numerosas situaciones imposibles o la desgana con la que nuestro peculiar hombre del rifle afrontó su papel, son pruebas inequívocas de la nula validez de una cinta pesarosa y difícil de aguantar (hoy en día) en su totalidad.

En esta ocasión, el virus mortal procedía de un conflicto mundial que desembocaba en una guerra biológica. De la vida anterior de Robert Neville poco se sabe. De él sólo se indica que era uno de los científicos militares que investigaban la posibilidad de un antivirus para paliar la tragedia. En cuanto al presente, el hombre se encierra cada día, al caer el sol, en una acomodada casa dotada de lo que parece un invulnerable sistema de seguridad. Allí dentro, a pesar de haber transcurrido tres largos años desde que tuvo lugar la hecatombe, se cocina unas suculentas salchichas sacadas directamente de una despensa (no de una nevera) y se pega unos tremendos lingotazos de coñac que da envidia verlo. Para matar las horas de aburrimiento nocturno, se coloca su gorra militar y juega al ajedrez con el marmóreo busto de un ser anónimo; busto al que, cada dos por tres, le suelta unos chistes baratos que tumban de espalda, hasta que encuentra un asunto mejor para su tiempo libre: intentar curar a un pequeño de color que, sacado de una comuna hippie de supervivientes, empieza a presentar los primeros síntomas de la enfermedad.


Tanto en la visión del film de Vincent Price como en el de Heston, hay una paralelismo religioso que los une y que queda muy patente, sobre todo en El Último Hombre Vivo, en una escena concreta en la que se revela la imagen redentora de su protagonista. Este aspecto, por ejemplo, es mucho más sutil y casi imperceptible en el recién estrenado Soy Leyenda, a mí parecer, y tal y como he citado en el párrafo inicial, el más atractivo, entretenido y conseguido de los tres.

Francis Lawrence, su director, debe haber aprendido la lección tras la mala acogida popular y crítica que supuso Constantine, su anterior película. En su versión de la novela de Matheson se manifiesta brillante y seguro tras la cámara. Va al grano en todo momento, impregnándole un trepidante ritmo que no tenían las demás y consiguiendo, en pocos minutos de proyección, hacer muy atractivo para el espectador al personaje de Robert Neville; un personaje al que un espléndido Will Smith le ha sabido otorgar una nueva dimensión respecto al trabajo de los intérpretes anteriores. Ni sobreactúa ni va de simpático (la mejor opción posible para este actor cuando ha de representar a un héroe de acción) y, al mismo tiempo, hace totalmente verosimil su imparable y lógico proceso hacia la locura.

La idea de crearle un compañero de fatigas en la figura de una entrañable mascota doméstica, es un inteligente recurso de guión para que el solitario Neville pueda soltar sus comentarios en voz alta sin que parezca forzado o simplemente ridículo, tal y como le ocurría a Heston en sus grotescos parlamentos al aire o al busto ajedrecista. Y no sólo funciona a la perfección en este aspecto ya que, la relación que se establece entre Will Smith y el animal, está reflejada de manera muy real y sensible (los que tengan o hayan tenido un perro lo entenderán perfectamente).


En Soy Leyenda se me antoja muy acertada la cínica teoría de que la pandemia ha sido provocada por una vacuna presentada, por todo lo alto, como el esperado remedio para terminar con el cáncer de forma definitiva. Una vacuna que, indiscutiblemente, acaba con la enfermedad para dar paso, en su lugar, a una infección mundial que convierte a los habitantes del planeta en mutantes feroces y ansiosos por pegarle un muerdo a los pocos inmunes que han quedado. Una troupe de hambrientos, salvajes y alopécicos caníbales que, al igual que los parientes de sus antecesoras versiones, han de recluirse cada amanecer en sus oscuras madrigueras.

Un entretenimiento en estado puro que tan sólo necesita de un par o tres de cortos flash-backs (y nunca abusivos) para definir la personalidad y la profesión de Neville; de nuevo un científico militar que, obsesionado por no haber logrado la vacuna a tiempo, invierte las horas de sol en la caza y captura de algún que otro mutante para experimentar con él en su laboratorio.

Por fin, y después de dos fallidas intentonas, alguien ha sabido sacarle todo el jugo a la admirable idea plasmada por Richard Matheson en su millonaria y mítica novela. Y este alguien se llama Francis Lawrence. No se la pierdan. Creo que la disfrutarán.

21.12.07

El topo al que le ponía la Catherine Zeta-Jones

A la hora de escribir profundas historias de espionaje -con topos infiltrados incluidos-, está claro que no hay nadie como el escritor inglés John Le Carré. De sus libros se han realizado varias y buenas adaptaciones tanto para la pequeña como para la gran pantalla, de entre las que destacaría el largometraje de Martin Ritt El Espía Que Surgió del Frío (con un inolvidable Richard Burton como protagonista) y la estupenda serie televisiva en la que, bajo el título La Gente de Smiley, el inefable Alec Guinness daba vida al personaje con más humanidad creado por el literato, George Smiley, un oficial al cargo de uno de los departamentos del servicio secreto británico, el MI6.

El realizador y guionista Billy Ray en El Espía su segundo film tras la cámara, ha pretendido emular, un tanto fallidamente, el estilo con el cual Le Carré se acercaba al universo del espionaje y, en concreto, al de sus profesionales: una visión más cercana e íntima que la que ofrecen otros productos más dispuestos a hacerlo desde un prisma aventurero y distendido. La vida del espía casi al desnudo... o, como en este caso, “en taparrabos”.

Para ello se ha recurrido a un investigación real llevada a cabo en la Norteamérica de principios de este siglo y, gracias a la cual, quedó al descubierto la identidad de un topo que, desde el mismo FBI y durante más de dos décadas, había estado pasando información secreta a la antigua Unión Soviética. La película se centra en dos personajes concretos, Eric O’Neill y Robert Hanssen. El primero es el joven y novato agente que desenmascaró la verdadera personalidad del segundo, un doble agente a punto de jubilarse quien, para esconder su faceta de traidor, alardeaba sobre su moralidad y su exacerbado catolicismo a pesar de que, a escondidas, babeaba con la visión de fotografías y películas de Catherine Zeta-Jones.


El Espía hurga en los sentimientos íntimos de cada uno de ellos y, ante todo, en la influencia que su obsesiva labor ejerció en sus respectivas familias. Mientras Eric se culpabilizaba por tener que delatar a Hanssen, su nuevo jefe, éste se sentía acosado y atemorizado al ser totalmente desleal a sus convicciones éticas y religiosas.

El problema de El Espía es que, a partir de los prometedores parámetros citados, no avanza hacia ningún lado, mostrándose incapaz de ofrecer algo nuevo que no se haya vertido antes desde otras cintas sobre el mismo tema. Además de resultar lenta y de estar plagada de numerosas connotaciones televisivas en su realización, cae en el error de ese espíritu cansino del “todo por la patria” que tanto le gusta esgrimir al cine norteamericano a partir del fatídico 11-S. Demasiado intimismo y moralina para tan poca chicha.

Suerte que ahí en medio y para animar un tanto el cotarro, está un pedazo de actriz como Laura Linney quien, dando vida a la superiora del FBI que se encarga de la supervisión del caso. con su contundente actuación hace olvidar el histrionismo del que, en esta ocasión, hace gala el normalmente eficiente Chris Cooper y, por otra parte, de la sosería con la cual afronta su papel Ryan Phillippe; una insubstancial interpretación que le emparienta, directamente, con los modos y maneras de la más descafeinada de las apariciones de Matt Damon. Es más: creo que para este rol de pasmao, ambos actores serían intercambiables y nadie se daría cuenta de ello.

Es una pena que el tal Billy Ray haya dejado escapar de sus manos uno de los aspectos más esperanzadores de su trabajo: esa morbosa simbiosis que empieza a apuntar entre religión y espionaje y que, para desgracia del espectador, nunca llega a desarrollar a fondo.

19.12.07

La bestia del Reino (o la confirmación de que la Jolie está buena hasta en dibujos animados)

Beowulf nos devuelve a un Robert Zemeckis en plena forma quien, recurriendo al mismo tipo de realización que utilizó en Polar Express, se adentra en una aventura de tintes mitológicos mediante un trepidante ritmo y una sobresaliente espectacularidad.

No es la primera vez que el mundo del cine recurre a la historia de Beowulf, un poema épico escrito por un desconocido y cuyo original descansa resguardado en la Biblioteca Británica de Londres. Sin contar una adaptación televisiva de 1998, dos títulos distintos y sin mucha trascendencia preceden a la nueva versión de Zemeckis; una mirada, precisamente la de ésta, muy distinta a las demás. Su tratamiento visual (filmado inicialmente con personajes de carne y hueso, para ser retocados con posterioridad a través de la informática), le alejan de los demás, al tiempo que le otorga un inquietante aspecto onírico que no poseían sus predecesores.

La película está ambientada en un pasado muy muy lejano, justo en un pequeño país nórdico sobre el que pesa una terrible maldición. Un monstruo demoniaco y baboso asola por las noches el reino, provocando el caos y la muerte con sus arremetidas. Sólo un joven héroe, recién llegado de allende los mares, será el hombre capaz de acabar con la vida de éste. Su nombre es Beowulf. A pesar de lograr el propósito de aniquilar a la criatura, en su afán por acabar también con la vida de la madre de la bestia, seguirá manteniendo (e incluso aumentando) la misma maldición.

La erótica del poder, el descenso a los infiernos o el heroísmo, son algunos de los conceptos principales que se enmarcan dentro de esta magnética epopeya. La sensualidad tenebrosa del personaje interpretado por Angelina Jolie (el diablo hecho carne apetitosísima) y las soberanas borracheras pilladas por el Rey Hrothgar (un Anthony Hopkins con cuya voz, al menos en su versión original, aproxima a su tronado monarca a los modos y maneras de Jordi Pujol) definen, sin ir más lejos, la fuerza descriptiva de un film que, en su narrativa, opta por la forma más clásica de acercarse al cine de aventuras fantásticas de toda la vida.

El héroe (tras cuya faceta animada se esconde Ray Winstone) apuesta por mostrarse muy al estilo Charlton Heston. Duro, machote y aguerrido, no duda ni un solo segundo a la hora de despojarse de su vestimenta para mostrar al tendido sus pectorales o, sencillamente, para quedarse en pelota picada. Es más, se trata de un tipo tan chulesco y soberbio que decide luchar desnudo y cuerpo a cuerpo con la criatura que ha prometido vencer.

Un entretenimiento, que por su clara violencia y enfermizo retrato (casi shakesperiano) de las relaciones humanas, está dirigido más al público adulto que al infantil, todo lo contrario de lo que hizo el propio Zemeckis en su anterior film, el citado Polar Express.

Fantasmas personales, pesadillas terroríficas, monstruos ancestrales, dragones furibundos y extrañas relaciones paterno filiales. Un tutti frutti elegante, de atractiva y sublime puesta en escena y capaz de provocar, en el espectador, el sano aliciente de adivinar qué famoso actor o actriz se esconde tras cada uno de sus personajes.

Una gozada que demuestra que, sin tantas pretensiones ni tanto metraje, aún se puede ir más allá de la sobrevaloradísima El Señor de los Anillos. El espíritu de la aventura aún sigue latente.