
No es la primera vez que el mundo del cine recurre a la historia de Beowulf, un poema épico escrito por un desconocido y cuyo original descansa resguardado en la Biblioteca Británica de Londres. Sin contar una adaptación televisiva de 1998, dos títulos distintos y sin mucha trascendencia preceden a la nueva versión de Zemeckis; una mirada, precisamente la de ésta, muy distinta a las demás. Su tratamiento visual (filmado inicialmente con personajes de carne y hueso, para ser retocados con posterioridad a través de la informática), le alejan de los demás, al tiempo que le otorga un inquietante aspecto onírico que no poseían sus predecesores.



El héroe (tras cuya faceta animada se esconde Ray Winstone) apuesta por mostrarse muy al estilo Charlton Heston. Duro, machote y aguerrido, no duda ni un solo segundo a la hora de despojarse de su vestimenta para mostrar al tendido sus pectorales o, sencillamente, para quedarse en pelota picada. Es más, se trata de un tipo tan chulesco y soberbio que decide luchar desnudo y cuerpo a cuerpo con la criatura que ha prometido vencer.
Un entretenimiento, que por su clara violencia y enfermizo retrato (casi shakesperiano) de las relaciones humanas, está dirigido más al público adulto que al infantil, todo lo contrario de lo que hizo el propio Zemeckis en su anterior film, el citado Polar Express.
Fantasmas personales, pesadillas terroríficas, monstruos ancestrales, dragones furibundos y extrañas relaciones paterno filiales. Un tutti frutti elegante, de atractiva y sublime puesta en escena y capaz de provocar, en el espectador, el sano aliciente de adivinar qué famoso actor o actriz se esconde tras cada uno de sus personajes.
Una gozada que demuestra que, sin tantas pretensiones ni tanto metraje, aún se puede ir más allá de la sobrevaloradísima El Señor de los Anillos. El espíritu de la aventura aún sigue latente.
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