El realizador y guionista Billy Ray en El Espía su segundo film tras la cámara, ha pretendido emular, un tanto fallidamente, el estilo con el cual Le Carré se acercaba al universo del espionaje y, en concreto, al de sus profesionales: una visión más cercana e íntima que la que ofrecen otros productos más dispuestos a hacerlo desde un prisma aventurero y distendido. La vida del espía casi al desnudo... o, como en este caso, “en taparrabos”.
Para ello se ha recurrido a un investigación real llevada a cabo en la Norteamérica de principios de este siglo y, gracias a la cual, quedó al descubierto la identidad de un topo que, desde el mismo FBI y durante más de dos décadas, había estado pasando información secreta a la antigua Unión Soviética. La película se centra en dos personajes concretos, Eric O’Neill y Robert Hanssen. El primero es el joven y novato agente que desenmascaró la verdadera personalidad del segundo, un doble agente a punto de jubilarse quien, para esconder su faceta de traidor, alardeaba sobre su moralidad y su exacerbado catolicismo a pesar de que, a escondidas, babeaba con la visión de fotografías y películas de Catherine Zeta-Jones.
El Espía hurga en los sentimientos íntimos de cada uno de ellos y, ante todo, en la influencia que su obsesiva labor ejerció en sus respectivas familias. Mientras Eric se culpabilizaba por tener que delatar a Hanssen, su nuevo jefe, éste se sentía acosado y atemorizado al ser totalmente desleal a sus convicciones éticas y religiosas.
El problema de El Espía es que, a partir de los prometedores parámetros citados, no avanza hacia ningún lado, mostrándose incapaz de ofrecer algo nuevo que no se haya vertido antes desde otras cintas sobre el mismo tema. Además de resultar lenta y de estar plagada de numerosas connotaciones televisivas en su realización, cae en el error de ese espíritu cansino del “todo por la patria” que tanto le gusta esgrimir al cine norteamericano a partir del fatídico 11-S. Demasiado intimismo y moralina para tan poca chicha.
Suerte que ahí en medio y para animar un tanto el cotarro, está un pedazo de actriz como Laura Linney quien, dando vida a la superiora del FBI que se encarga de la supervisión del caso. con su contundente actuación hace olvidar el histrionismo del que, en esta ocasión, hace gala el normalmente eficiente Chris Cooper y, por otra parte, de la sosería con la cual afronta su papel Ryan Phillippe; una insubstancial interpretación que le emparienta, directamente, con los modos y maneras de la más descafeinada de las apariciones de Matt Damon. Es más: creo que para este rol de pasmao, ambos actores serían intercambiables y nadie se daría cuenta de ello.
Es una pena que el tal Billy Ray haya dejado escapar de sus manos uno de los aspectos más esperanzadores de su trabajo: esa morbosa simbiosis que empieza a apuntar entre religión y espionaje y que, para desgracia del espectador, nunca llega a desarrollar a fondo.
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