31.8.06

Madrid pierde a su sheriff

Una de las grandes leyendas cinematográficas murió ayer, en Beverly Hills, a los 90 años de edad. Se nombre era Glenn Ford, un actor que pasó a la historia del cine por abofetear a una mujer. Estuvo acreditado en muchos de los títulos clásicos del cine negro y del western y, a pesar de esa cara de palurdo recién llegado a la ciudad, siempre dio vida a tipos duros y seductores. No se trataba de un actor excelente pero, a pesar de ello, su presencia llenaba las salas de palmo a palmo. Fritz Lang, Charles Vidor, Vincente Minnelli, Delmer Daves, Frank Capra o Anthony Mann, entre otros prestigiosos realizadores, siempre contaron con él para sus proyectos. Su rostro era tan habitual en el cine y en la televisión, que hoy tengo la triste impresión de haber perdido a un familiar cercano.

Gilda, Los Sobornados, Deseos Humanos, El Tren de las 3:10, Un Gángster Para un Milagro, Furia en el Valle o Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis, son sólo algunos de los títulos más representativos de entre el más del centenar en los que intervino. Uno de sus últimos trabajos para la gran pantalla fue ejercer de padre adoptivo de Christopher Reeve en Superman. Después de ello se dedicó, casi en exclusiva, al mundo de la televisión, campo en el que, en los años 70, ya se había consolidado como el sheriff de Madrid para la serie Sam Cade.

Descanse en paz.

30.8.06

Chicho de la Iglesia Serrador

Álex de la Iglesia se disfraza de Narciso Ibáñez Serrador y demuestra su capacidad de transformismo cinematográfico orquestando La Habitación del Niño, un episodio televisivo a modo y manera de los entrañables y terroríficos capítulos de una de las series de más impacto en la España de mediados de los 60, Historias Para No Dormir. Éste era un invento del inefable Chicho, muchos años antes de dedicarse a eso del Un, Dos, Tres..., en el que el director de La Residencia, inspirado por las populares entregas de Alfred Hitchcock Presenta y The Twilight Zone, volcó sus terrores favoritos en los hogares del españolito de la época.

Hace unos cuantos años, se hizo una fallida intentona de volver a recuperar la vieja serie con un aire más moderno, pero el invento no acabó de prosperar del todo. Ahora, cuando se cumplen 40 años de su estreno televisivo, Chicho Ibáñez Serrador, en colaboración con Filmax y Tele 5, ha contado con la colaboración de cinco realizadores de nuestro país (más o menos prestigiosos) para resucitar otra vez a la criatura, siendo los principales atractivos de la misma el propio Chicho y el efectivo (aunque sobrevalorado) Álex de la Iglesia, director que abre el nuevo formato.

En un principio, los seis episodios de Películas Para No Dormir iban a ser emitidos por la cadena privada de televisión, pero finalmente se ha optado por su lanzamiento en DVD de alquiler en los vídeo-clubs. El primer episodio en editarse ha sido el citado La Habitación del Niño. En él, Álex de la Iglesia, aparte de mostrar fidelidad a la serie primitiva, hace alarde de su profesionalidad y demuestra su oficio al cien por cien, acercándose, en muchos detalles, al espíritu inicial de la misma; sobre todo en la manera de plasmar el final de su historia: un final escalofriante y no muy positivo, de esos a los que llegó a acostumbrarme, en mis años mozos, la perversa mente de Narciso Ibáñez Serrador mediante los capítulos originarios de su espacio.

El argumento de La Habitación del Niño no es que sea muy original. Es un poco "lo mismo de siempre", pero con fuerza y estilo. Un viejo caserón, situado en medio de Madrid y abandonado durante muchos años, vuelve a ponerse en marcha a través de una inmobiliaria. A pesar de hallarse en una zona alta de la ciudad, su precio de venta es muy accesible, aunque pocos son los inquilinos que aguantan más de un año en su interior. "Algo" fantasmagórico ocurre en el lugar que ahuyenta a sus moradores. Y ese “algo” lo vivirán muy de cerca Juan y Sonia, un joven matrimonio que, con sus ahorros, ha decidido restaurar la mansión para criar allí a su pequeño bebé.

Álex de la Iglesia, a pesar de contar con un tema tan manido y poco original, sabe darle la vuelta a la historia. Con su cuidada y milimétrica realización, consigue momentos ciertamente interesantes. La película tiene clima, mucho clima. Y la tensión no se hace de rogar. Las atmósferas enfermizas e inquietantes son el pan nuestro de cada día para el artífice de La Comunidad. La Habitación del Niño, a pesar de su floja base argumental, le viene como anillo al dedo, mostrándose capaz de construir momentos de puro terror con la sola ayuda de un único personaje, armado de una sencilla cámara de vídeo y un monitor en blanco y negro, de esos aparatejos modernos que se colocan en el cuarto de los pequeños para controlar su sueño. Y, a través de ese monitor, irá viendo todo cuanto ocurre a su alrededor y que sus ojos no pueden captar sin la ayuda de éste. Ciertamente turbador.

En esta ocasión, ha dejado un tanto a un lado su particular sentido del humor. Pero no del todo, ya que aprovecha a algunos de los personajes para verter esa faceta tan característica de su cine, tal y como ocurre con el de Fernández (un magnífico, como casi siempre, Antonio Dechent), el jefe de la redacción del periódico en el que trabaja el aturdido Juan. Este último es interpretado, con seriedad, corrección y convencimiento por Javier Gutiérrez, rompiendo en parte el maleficio de haber dado vida al pijo Pocholo en el desconcertante y Asombroso Mundo de Borjamari y Pocholo, mientras que éste es secundado, a la perfección, por la siempre eficiente Leonor Watling, su esposa en el film.

Un trabajo menor de Álex de la Iglesia. Menor pero digno. Con sus escasos 75 minutos de duración, resulta tan digno que está muy por encima de otros trabajos, del mismo género, destinados a la pantalla grande. Por poner un ejemplo, de coordenadas paralelas y también de producción española, me viene a la cabeza esa pedantería vacía de Calparsoro que llevaba por título Ausentes. Y es que, en el mundo del cine, hay fantasmas y fantasmas. Y, evidentemente, unos tienen más clase que otros.

29.8.06

Crónica de una muerte anunciada

United 93 es una de las propuestas cinematográficas más sólidas de esta temporada. Y lo es por muchos aspectos, no sólo por ser una crónica al detalle de lo que supuso esa terrorífica hora y media de vuelo, para los pasajeros de uno de los cuatro aviones secuestrados el tristemente célebre 11 de setiembre de 2001. La historia se centra, en concreto, en el vuelo 93 de la United Airlines, el último de los cuatro en estrellarse; aquel sobre el que, en su día, hubo rumores de todo tipo, ya que incluso se llegó a especular con la probabilidad de que éste fuera abatido por un caza norteamericano.

Su director, el británico Paul Greengrass, tras haber dirigido la temblorosa e irregular secuela de El Caso Burne, cambia de estilo y nos propone un film distinto y más personal. La estructura de United 93 es la de un reportaje. En él no hay protagonistas concretos ni personajes más destacados que otros. En ese aspecto, se trata de un trabajo coral. Una cinta llena de caras anónimas y distantes para el espectador, lo cual evita, de manera consciente, que éste pueda identificarse en exceso con cualquiera de los pasajeros secuestrados. La cámara se muestra fría y distante, en todo momento, con ellos; incluso hace un tercio de lo mismo con los miembros del comando terrorista. Es por esa razón que, en la elección de los actores, se buscaron caras desconocidas y, a poder ser, alejadas del mundo de la interpretación: psicológicamente, la dificultad para familiarizarse con ellos hace más creíble la posibilidad de estar ante un reportaje verídico.

Filmada casi en tiempo real, Greengrass se muestra meticuloso en la plasmación de los hechos, ya que en momento alguno va más allá de la mera fotografía del suceso. Fiel al tono documental elegido, no emite ningún criterio sobre lo que está ocurriendo en pantalla. Expone el fatal episodio tal cual. No le interesa entrar en divagaciones políticas. De ello ya se encargó la prensa y la opinión pública, durante varios años, tras del terrible atentado. El realizador sabe que cada cual tiene su propia opinión formada desde hace tiempo. Él sólo quiere dejar bien claro su papel de cronista. Y les puedo asegurar que, vistos los excelentes resultados, lo ha conseguido.

No sólo coloca su cámara en el interior del avión secuestrado, pues United 93 se mueve en varios frentes distintos. También intercala la tensión vivida, en tierra, por los distintos controladores aéreos civiles e introduce, en la acción, los acelerados movimientos de un grupo de militares de elite intentando tomar medidas drásticas para evitar que la catástrofe aún fuera mayor. Aquí, en este punto, es cuando Greengrass abandona un poco su posición de simple cronista y adopta una papel más crítico con los gobernantes norteamericanos pues, en repetidas ocasiones, hace hincapié en la impotencia de esos hombres al intentar, en vano, comunicar con el presidente de los Estados Unidos. Él era el único que podía dar el visto bueno definitivo a ciertas decisiones militares de envergadura. Y él, ese individuo que a duras penas sabe utilizar unos prismáticos, ese fatídico 11-S, estuvo desaparecido durante varias horas.

El ritmo de la película es frenético. La cámara salta de un escenario a otro; de un personaje a otro. Muestra el terror de todos los implicados –directa o indirectamente- en el suceso y rehuye, con una maestría indiscutible ante un tema tan doloroso como éste, cualquier atisbo de buscar la lágrima fácil en el espectador. Jamás se ceba en la indiscutible emotividad de un grupo de gente inocente y, al mismo tiempo, consciente de que su muerte está muy próxima.

United 93 tiene pasajes ciertamente escalofriantes y muy bien resueltos. El desconcierto de los controladores cada vez que en sus radares desaparece un avión, o los rostros y el silencio de estos tras descubrir que uno de los vuelos secuestrados acaba de estrellarse contra una de las dos torres de World Trade Center, son algunos de los momentos más crudos y perfectamente narrados del film. Por no hablar de la reacción de estupor de ese grupo humano tras la segunda torre caída, o el posterior descubrimiento de que otros dos aviones se dirigen, respectivamente, hacia el Pentágono y la Casa Blanca.

La firmeza con la que Paul Greengrass ha construido este relato es muy difícil de superar. Les aseguro que se trata de una película sin desperdicio alguno. ¿Se imaginan el horror de viajar en un avión secuestrado y enterarse que las torres gemelas han caído?

Pronto veremos el tratamiento de Oliver Stone ante el mismo tema. Las comparaciones, aunque feas, serán inevitables.

28.8.06

Ustedes lo han querido: EL PRÍNCIPE DE ZAMUNDA

Es una lástima que un tipo como John Landis, una de las grandes promesas del cine norteamericano de los años 70, haya terminado haciendo subproductos sin ninguna importancia y dedicando, buena parte de su carrera, a realizar vídeo-clips promocionales al servicio de Michael Jackson. Es innegable que, en este campo, un trabajo como el de Thriller era insuperable, pero lo suyo estaba en el largometraje. Malas lenguas cuentan que el eclipse de Landis empezó tras la muerte accidental del actor Vic Morrow, en 1982, al desplomársele un helicóptero encima durante el rodaje de la irregular versión cinematográfica de Twilight Zone (En los Límites de la Realidad).

También es cierto que el último film interesante del director fue El Príncipe de Zamunda, realizada tras dos títulos tan nefastos como Espías Como Nosotros y ¡Tres Amigos! y una locura menor como Amazonas en la Luna, un film de episodios que intentaba recuperar, en vano, el espíritu de sus inicios en el mundo de Hollywood con películas como Made in U.S.A. o El Monstruo de las Bananas.

Con El Príncipe de Zamunda, Landis regresaba a la comedia clásica, a la de toda la vida, tal y como había hecho, unos años antes, con la singular y bien trazada Entre Pillos Anda el Juego. No es de extrañar que en El Príncipe de Zamunda, y como autohomenaje a la citada Entre Pillos..., aparte del protagonismo de Eddie Murphy, recurriese de nuevo a dos actores de la talla de Ralph Bellamy y Don Ameche para, con su presencia, montar un divertido e ingenioso guiño a uno de sus títulos mejor perfilados y de espíritu más académico.

El Príncipe de Zamunda, producida por el propio Eddie Murphy y basada en una idea de éste, es un cuento con un príncipe azul (o, mejor dicho, negro) en busca de una chica con la que compartir su vida. Ese príncipe atiende por el nombre de Akeem. Es el hijo de Jaffe Joffer, el Rey de Zamunda, un pequeño reino, lleno de lujos, mujeres bellas y tesoros, situado en el mismo corazón de África. Akeem, el día en que cumple 21 años y cansado de su parasitismo social, decide romper alguna de las reglas instauradas por su padre y, negándose a aceptar como esposa a la mujer que sus progenitores le han elegido, decidirá abandonar por una temporada su país y, en compañía de su fiel sirviente Semmi, viajar hasta la ciudad de Nueva York en busca de otro modo de vida y, ante todo, de otra mujer seleccionada por él mismo. Y ya que su misión es encontrar a una futura reina para su pequeña nación, optará por instalarse en el no muy reputado barrio de Queens.

De la ampulosidad de su ambientación y decorados iniciales para representar el país y el Palacio de Zamunda, la cinta da un cambio radical a su llegada a Nueva York. A partir de ese instante, la estética imperante es la misma de las sit coms televisivas de esos años. Y no sólo la estética, ya que sus enredos y giros argumentales recuerdan mucho a ese tipo de comedias dirigidas al mayoritario publico de la caja tonta, aunque con una gracia y un desparpajo especial que éstas (en esa época) aún no tenían.

Está claro que El Príncipe de Zamunda es un producto fabricado para potenciar al máximo la figura de Eddie Murphy, una de las estrellas de color más taquilleras de los 80. Y Murphy, sabedor de su popularidad, consiguió lo que el público quería de él: sin desmadrarse y dándole un sabor especial a su príncipe rebelde, creó un personaje ciertamente curioso; un tipo culto y distinguido con un toque entrañable de bobalicón de tres al cuarto (o, al menos, así lo demuestra con su perenne e inmutable sonrisa Colgate). Un tontainas que, al igual de perdido que PacoMartínezSoria en la gran urbe y acostumbrado a las riquezas y comodidades de su tierra, aceptará los más bajos empleos con el fin de encontrar a una chica que lo descubra por su personalidad y no por su condición de sangre real. Y es que un joven, con un padre con la fenomenal voz de James Earl Jones, no se puede andar con chiquitas.

No contento con representar tan sólo al príncipe Akeem, Murphy interpretó, bajo un perfecto maquillaje de Rick Baker, a tres personajes más, a cual de ellos más delirante: un predicador voceras, un barbero pirrado por el mundo del boxeo y a un anciano blanco amante de los chistes baratos. Sencillamente genial. Igual de genial que los otros tres personajes a los que dio vida su lacayo Semmi, el actor Arsenio Hall: un travesti dispuesto a conseguir el amor de Akeem, un cantante de soul a imagen y semejanza de James Brown y al colega del barbero pugilista, un tipo que no para de engullir comida basura, al tiempo que su socio habla excelencias de boxeadores negros mientras corta el cabello a sus clientes.

No busquen en El Príncipe de Zamunda una obra maestra ni un film genial. Se trata, simplemente, de un trabajo sencillo, correcto y agradable, cuya mejor alianza se hallaba en ese feliz reencuentro del Landis de finales de los 80 con el Landis de los 70; un reencuentro que, finalmente, no tuvo consecución en títulos posteriores. Aquí queda esta fábula entretenida, llena de cebras, jirafas y elefantitos poblando el país de Zamunda. Una fábula con el espíritu beneplácito del maravilloso mundo del Frank Capra más clásico. Y con un pequeño toque crítico, y un tanto cínico, para con los establecimientos McDonald’s y similares, lugar en el que acaba empleándose, como barrendero, ese humilde Akeem con ganas de vivir nuevas experiencias.

Eriq La Salle (el inefable Dr. Benton de la serie Urgencias) y Samuel L. Jackson, también se pasearon por el mundo del príncipe Akeem. Ambos en sus primeros pinitos en el mundo del largometraje: el primero, como el novio engominado de la amada de Eddie Murphy; el segundo, como el atracador frustrado de un restaurante McDonald’s (McDowell’s en el film).

Otro actor de color, del que no pienso desvelar su nombre y en su más tierna infancia, también debutó en este film como figurante. Concretamente, en una de las escenas de la barbería en la que Murphy y Hall multiplican sus roles. El actor misterioso está sentado en la butaca del barbero. Si observan bien el siguiente YouTube, seguramente descubrirán de quién se trata. El primero de ustedes en decir su nombre, será el ganador de un nuevo Gallifante virtual. Tan sólo les avanzaré que este niño, ahora ya crecidito, tiene un Oscar en su poder.

24.8.06

Y el padre Karras no estaba allí...

Maleficio es una de esas películas de horror que, ya de entrada, aseguran que está basada en un caso verídico. Mala señal. Brujería, efectos sobrenaturales tipo Poltergeist, posesiones calcadas a las de El Exorcista y demás paparruchadas similares, forman parte del Libro de Estilo de su realizador, Courtney Solomon. Resulta demasiado fantástico, cuanto ocurre en el film, para tragarnos, de buenas a primeras, que se trata de un hecho real.


Si pasamos por alto la posible veracidad de la historia narrada, ésta sigue siendo igualmente una película tramposa y engañosa al cien por cien. Es de esos productos en los que la mayor parte de “sustos” no son más que meros artificios, metidos a saco dentro de su guión y que, al fin y al cabo, no conducen a ninguna parte. Solomon juega a la falsedad de siempre: a meter, de manera constante, escenas sobrecogedoras de terror en la trama para, acto seguido, demostrar que las mismas no eran más que un sueño de uno de los protagonistas. Y, en este aspecto, llega a rizar el rizo, pues en varios momentos nos coloca sueños dentro de un sueño el cual, al mismo tiempo, forma parte de otro sueño: una espiral ciertamente desalentadora. El no va más de uno de los artificios cinéfilos que, en general, siempre me han llegado a irritar. Un artificio que, por cierto, pocos directores han sabido tratar con sabiduría y elegancia.

La historia es la de siempre, la de una posesión diabólica causada por la maldición de una supuesta bruja. Un maleficio que afecta tan sólo a un padre y a su hija mayor. Mientras el padre empieza a enfermar de manera sospechosa, la chica sufrirá todo tipo de torturas que la emparentarán, directamente, con la Linda Blair del citado El Exorcista: movimientos circulares de cabeza y levitaciones violentas, amén de recibir soberanas palizas físicas por parte de un ser invisible, son los principales síntomas del embrujo. Allí, ante la atenta mirada de la madre y las dos temblorosas hermanas pequeñas, sólo falta el padre Karras, rol que por otra parte adopta un amigo de la familia, un creyente de armas tomar, que no hace más que meter la pata en cada uno de sus intentos para alejar al presumible diablo del hogar maldito.

Maleficio está ambientada en el seno de una familia rural en la Norteamérica del siglo XIX. Pero, al igual que los sueños que están dentro de otros sueños, todo cuanto ocurre se trata de un inmenso flash-back, introducido en la narración por una mujer de nuestros días que, ante los graves problemas psicológicos de su hija, opta por leer un manuscrito de un antepasado suyo, en el que se afirma que su estirpe familiar está bajo la maldición de una hechicera.

A pesar de la falsedad y la poca credibilidad de Maleficio, no se puede negar que el tal Courtney Salomon sabe crear un clima ciertamente tenso en sus escenas terroríficas. El problema es que, tras esa atmósfera tan bien plasmada, cae siempre en el error del citado engaño. Incluso su desenlace, que por sorpresivo e inesperado resulta de lo más acertado del producto, no deja de ser una gigantesca celada igual que el resto de su metraje. Y es una lástima, pues el planteamiento final, aparte de ser lo más creíble de la historia, contiene una dosis bastante consiste de mala leche que, en el fondo, no ha sabido aprovechar al máximo.

Al margen, están sus actores. Ellos, del primero al último, -desde una sobria Sissy Spacek (que, a pasos agigantados se está convirtiendo en la hermana gemela de Mia Farrow) hasta un excelente Donald Sutherland, sin olvidar a la joven Rachel Hurd-Wood (la protagonista del aún pendiente de estreno El Perfume)-, destacan, de manera brillante, entre la mediocridad de un producto vacío aunque dotado de un final digno y cargado de buenas intenciones.

23.8.06

El del esquijama se podría haber quedado en su casa...

Me ha costado, pero finalmente ayer vi Superman Returns. Y me lo temía. La nueva entrega del héroe de la DC Comics es totalmente innecesaria. Innecesaria y aburrida. ¡Aburridísima! Y es que Bryan Singer ha hecho una película sin ritmo alguno y en exceso pretenciosa.

Cronológicamente, la historia arranca tras Superman II, el primer título de la saga que dirigiera Richard Lester en 1980, justo cuando el héroe de la capa roja regresa a la ciudad de Metrópolis después de una larga ausencia de diez largos años; toda una década que el tiparraco se tomó a modo de descanso sabático para reencontrarse con sus verdaderos orígenes. Volviendo a adoptar el nombre de Clark Kent, se empleará de nuevo como periodista en The Daily Planet, llevándose una gran decepción al descubrir que su amada eterna, la también reportera Lois Lane, es ya una mujer casada y con un hijo de nueve años. Al mismo tiempo, su eterno rival por antonomasia, el diabólico Lex Luthor, ha regresado igualmente dispuesto a hacer una gigantesca barrabasada al mundo entero; una perversa trastada en la que la kryptonita jugará un papel muy importante.

Lo de que “la historia arranca...” del párrafo anterior es un decir, pues Superman Returns despega justo cuando finalizan los títulos de crédito; en el momento en el que el espectador puede salir a la calle y sanearse del sopor que ha tenido que sufrir en el interior de la sala. Y es que esta entrega no ofrece nada nuevo con respecto a las anteriores, a no ser por el moderno diseño del esquijama y por ese pequeño detalle, tan previsible, de la “semillita” del superhéroe.

El resto es lo de siempre, pero en empalagoso, lleno de diálogos interminables entre Lois Lane y el de la capa roja, con varios vuelos nocturnos sobre Metrópolis para que la pareja de amantes se susurren ñoñaditas romanticonas. Ni siquiera se han tomado la molestia de perfeccionar los vuelos de Superman, pues el sistema empleado es el mismo que en los 70 utilizara Richard Donner para el film original; sistema en el que las transparencias siguen siendo el mayor efecto visual. ¿Homenaje, desidia? ¡Vaya usted a saber!

La fuerza que le impregnó Gene Hackman al villano de Lex Luthor, a través de un controlado y gracioso desmadre interpretativo, se ha ido al carajo con la presencia, en esta ocasión, de Kevin Spacey. El actor, al igual que Hackman, se desmadra, pero en exceso y sin desparpajo, consiguiendo tan sólo una caricatura grotesca y patética del pérfido personaje. Al igual ocurre con toda la troupe de sicarios de tres al cuarto que acompañan a Luthor en sus múltiples fechorías. Si hubiera de salvar a alguno de estos de la quema, sería a la atractiva Parker Posey; más que por actriz, por eso: por atractiva.

Y hablando de los actores, Kate Bosworth no otorga ninguna entidad al personaje de Lois Lane; su actuación es tan simple y rutinaria que es imposible creérsela en absoluto. ¡Por Tutatis, como eché en falta a Margot Kidder! Quizás, en este aspecto, sea más acertada la elección de Brandon Routh como Superman pues, en el fondo, recuerda bastante a la fisonomía de Christopher Reeve, sobre todo cuando adopta la personalidad de Clark Kent. Además, el muchacho, resulta igual de soso que el actor desaparecido. Y lo de ser soso no está del todo mal, ya que Superman siempre se ha mostrado como un superhéroe en exceso insubstancial: más que un superhéroe, parece un pavo con capa y calzones (con el perdón de sus innumerables fans).

Mucho me temo que, vistos los resultados y la manera de tratar al personaje, Bryan Singer se quedó con las ganas de realizar un film sobre Batman. Al menos, así lo demuestra a través de su estética más gótica y su oscurísima fotografía (al contrario que las coloristas entregas de Donner y Lester), aparte de insertar un pequeño (y casi diría que celoso) guiño a la ciudad de Gotham. Y por si queda alguna duda de ello, esa insoportable e inacabable parte final, de tono exageradamente melodramático, lo acaba de confirmar; un episodio final, alargado hasta extremos increíbles, en el que el superhéroe se debate entre la vida y la muerte, mientras media Humanidad está pendiente de su posible salvación.

Para futuras y casi seguras secuelas, espero que el del esquijama, si no es para mejorar, se quede en su casa rememorando su pasado. Incluso, siendo mala, la tercera entrega, con Richard Pryor (qepd) de payaso mayor del Reino, estaba mejor que ésta. Al menos, en ella había una memorable escena en la que Superman, borracho de whisky hasta la médula, se liaba a hostias con su otro yo. Y es que, en Superman Returns, no hay ni una escena salvable.

Por cierto, ¿saben que Singer tenía reservado un cameo para Christopher Reeve y no se pudo realizar debido a la muerte del actor? Curiosamente, Marlon Brando, desaparecido mucho antes, tiene su cabida en el film gracias a algunas escenas descartadas del Superman original. Está claro que, en el mundo del cine, también hay VIPS en el Más Allá.

22.8.06

Desglosando una simple suma matemática

Hace días que por nuestras pantallas cabalga un nuevo thriller. Un thriller de esos trillados, totalmente previsible pero que, en resumidas cuentas, resulta entretenido, sin más. Aunque yo lo haga (porque soy un tío perverso y maligno), no hay que buscarle tres pies al gato a La Sombra de la Sospecha, un producto realizado para potenciar la figura de un Michael Douglas en declive, pues pocas son las escenas en las que el carrozón actor deja de aparecer. Por algo se ha tomado la molestia de ser uno de los productores. “Si Tom Cruise no para de chupar cámara en las que él produce, yo quiero hacer un tanto de lo mismo”, debió de cavilar el viejecito Douglas. Y, ¡hala!, a correr, a disparar y a saltar se ha dicho. Aunque uno no esté para estos trotes, el cine es mágico y lo cuela todo.

La Sombra de la Sospecha no es más que el resultado de una simple fórmula. Una sencilla suma de varios largometrajes anteriores y de una serie televisiva: En la Línea de Fuego + El Guardaespaldas + El Fugitivo + 24 = La Sombra de la Sospecha. Para que tengan más claro el resultado de la operación matemática, punto y seguido voy a desglosar todos los elementos, uno a uno.

Clint Eastwood, en el interesante film En la Línea de Fuego, es un guardaespaldas traumatizado por haber fallado en su labor el día en que fue asesinado JFK, mientras que Michael Douglas, en el título que ahora nos ocupa, representa a otro guardaespaldas que también cometió un error cuando atentaron contra la vida de Ronald Reagan. Ambos siguen en activo, ya un tanto apergaminados, al servicio de los habitantes de la Casablanca.

En ese desaguisado que llevaba por nombre El Guardaespaldas, Kevin Costner ejercía de guardaespaldas privado (también con un pasado tormentoso) que acababa enamorándose de Whitney Houston, una famosa estrella de la canción que contrataba sus servicios al sentirse amenazada de muerte por un desconocido. A Michael Douglas, en La Sombra de la Sospecha, como no tiene suficiente con sus problemas personales, tan sólo se le ocurre liarse con la Primera Dama, una espléndida Kim Basinger que, en el fondo, acaba resultando lo mejorcito de la película. ¡Hay que ser valiente (o tonto) y tenerlos muy cuadrados para tirarse a la mujer del Presidente norteamericano en su propia casa! Seguro que si en lugar de la atractiva Basinger la esposa hubiera sido Stockard Channing, la del Presidente Bartlet en la estupenda serie El Ala Oeste de la Casablanca, el personaje de Douglas, el agente Peter Garrison, no hubiera caído jamás en la tentación. Y las cosas habrían transcurrido más tranquilas para él. En este punto, valdría la pena recordar que un arrugado Charles Bronson también vivió una historia similar, al lado de Jill Ireland, en la patética El Guardaespaldas de la Primera Dama.

Al igual que Harrison Ford en la excelente versión cinematográfica de El Fugitivo (y emulando, en parte, una de las constantes del cine de Hitchcock), Peter Garrison se convierte en un falso culpable. O sea, en el primer sospechoso de ser un topo en el interior de la Casablanca; un tipo dispuesto a colaborar con terroristas para acabar con la vida del Presidente. Perseguido y acosado por sus propios compañeros de trabajo, se verá obligado a reunir pruebas que indiquen su inocencia, al tiempo que intenta desenmascarar al verdadero infiltrado para evitar el asesinato del Primer Mandatario.

La lealtad demostrada por el agente David Breckinridge hacia el servicio secreto para el que trabaja (el personaje interpretado por Kiefer Sutherland), remite directamente a la serie televisiva 24, al igual que también lo hacen su acelerado ritmo narrativo y la brillante manera de filmar sus bien acabadas escenas de acción. Un buen ejemplo de ello se encuentra en un tiroteo que transcurre en unas galerías comerciales: trepidante, compacto y efectivo.

La falta de originalidad y la alarmante previsibilidad (en todos los aspectos), son los problemas más graves que denota el film de Clark Johnson, aparte de poseer un bache narrativo central digno de tener en cuenta. Después están los otros errores; menores, pero errores al fin y al cabo: Michael Douglas, como gran registro interpretativo, hace muecas con la boca (posiblemente la dentadura empiece a desencajársele y tenga que recolocarla bien con la lengua); Kiefer Sutherland repite los mismos tics y modos de su popular Jack Bauer televisivo, sin aportar nada nuevo a su personaje, y Eva Longoria, metida con calzador en la historia, sólo ejerce de mujer florero, como si fuera un adorno estético más. Si se obvia todo ello y se olvida que el topo es fácil de descifrar a los pocos minutos de proyección, incluso puede resultar un producto entretenido. Y más si se tiene en cuenta que uno de los anteriores trabajos de su realizador fue esa cosa nefasta titulada S.W.A.T.: Los Hombres de Harrelson.

Podría haber sido peor. Mucho peor. Yo, al menos, me distraje.

21.8.06

Doble sesión

Sábado por la tarde. El bochorno de Barcelona invita a quedarse en casa, ante el televisor y con el aire acondicionado a todo meter. Una ocasión ideal para viajar hasta el pasado con ayuda del DVD y recuperar uno de esos desaparecidos programas dobles de los viejos cine de barrio, de los de refrigeración estilo Carrier, olor a palomitas y ambientador de baratillo. De aquellos en los que, en el intermedio, colgaban el cartelito de “esmerado servicio de bar en el hall”. Y para ello no encontré una mejor opción que dar un repaso a dos películas. Un dos en uno. Una fórmula seriada que antaño tuvo una acogida magnífica.

El Tigre de Esnapur y La Tumba India. Una detrás de la otra, con un mínimo descanso para ir al esmerado servicio de bar. O sea, a la nevera, para servirme un refresco con mucho hielo y poder seguir con las aventuras propuestas por un ya mayor Fritz Lang en su retorno a Alemania, tras una fructífera y larga etapa en los EE.UU. De hecho, las cintas se filmaron entre la India y su país natal, lugar que escogió para rodar todos los interiores y construir unos atractivos y exhuberantes decorados.

Dos films de aventuras totalmente dependientes el uno del otro. Dos films que, en muchos aspectos, influyeron en la obra de cineastas posteriores. Sin lugar a dudas, Steven Spielberg, para afrontar Indiana Jones y el Templo Maldito, aprovechó muchas de las ideas -tanto narrativas como escenográficas- vertidas por Lang a lo largo de ambos títulos.


Por lo dicho anteriormente, resulta muy difícil (por no decir imposible) juzgar las dos películas de manera independiente, pues cualquiera de ellas no tendría sentido sin la existencia de la otra. Por ejemplo, la primera entrega, El Tigre de Esnapur, termina justo cuando la pareja de amantes protagonista, una bailarina hindú y un arquitecto alemán, están a punto de morir tras una tormenta de arena en pleno desierto. Ese es el momento en el que una voz en off avisa que el destino de esos personajes quedará totalmente resuelto en su continuación, La Tumba India.

Ambas películas están basadas en una novela de aventuras de Thea von Harbou. Una novela que ya se había adaptado para la gran pantalla, con anterioridad, en los años 20 y 30. Por tercera vez en su carrera, Fritz Lang abandonó la fotografía expresionista en blanco y negro que tanto caracterizó a su cine y experimentó a fondo con el color. Y precisamente, gracias a esa fotografía, consiguió efectos visuales realmente impresionantes, mostrándose como un verdadero perfeccionista. No hay una sola imagen, en todo el metraje, en la que no combine, de manera soberbia, las diferentes tonalidades y colores utilizados. Visto hoy en día, ese tratamiento colorista y la peculiar escenografía utilizada resultan de lo más avanzado y original.

Por tratarse de un film de aventuras, no se trata de una historia simple y vacía. Es un ingenioso y valioso entretenimiento en el que se mezcla un poco de todo, empezando por el exotismo que marca a ambos productos. Bailarinas sensuales, aguerridos aventureros, hindúes perversos, un grupo de leprosos a punto de convertirse en terribles zombis y un nutrido muestrario de animales feroces, son algunos de los personajes que se pueden encontrar a lo largo y ancho de las dos entregas. Amor, comedia y horror. Fritz Lang no se olvidó de nada en la construcción de sus films. Y, por si fuera poco, monta una conspiración palaciega, de mucho cuidado, para destronar a un maharajá con cara de Harrison Ford y con la piel pintarrojeada de marrón; conspiración en la que se barajan malos rollos familiares, innumerables conflictos de intereses, celos y cierto regusto perversillo por el sádico arte de la tortura.


A pesar de sus grandes y numerosos aciertos, también he de decir que a El Tigre de Esnapur le cuesta bastante entrar en materia, pues se pierde en detallarnos en exceso las riquezas y lujos del palacio hindú en el que se alojan, como invitados, la bailarina Seetha y el arquitecto alemán Harald Berger, extralimitándose asimismo en las danzas de la muchacha y el retrato del inicio del romance de ambos. La aventura, el misterio y la intriga empiezan demasiado tarde. Pero cuando lo hace, lo hace a saco y con todas las consecuencias. El momento ideal para crear un particular coitus interruptus cinéfilo y dejar al espectador colgado hasta su siguiente entrega, mediante un final que no duda en homenajear a otro the end antológico, el de King Vidor para Duelo al Sol, en el que dos amantes, al borde de la muerte y tumbados en el suelo, hacen un último esfuerzo físico para juntar sus manos.

Una película llena de escenas inolvidables y ya clásicas dentro del género, con un protagonista masculino erróneo y soso (Paul Hubschmid) y con un par de bellezas femeninas a tener en cuenta: la prusiana Sabine Bethmann y la norteamericana Debra Paget. La primera, rubia y guapa, es de aquellas mujeres que habría querido Hitchcock -en sustitución de Grace Kelly- para su cine: la preciosidad occidental por excelencia; la segunda, morena y sensual, es la tentadora bailarina hindú ideal para representar una de las escenas más eróticas del cine de Lang: la de la danza de la serpiente; una danza que, sin lugar a dudas (y teniendo en cuenta la época en que se estrenó), debió dejar a más de uno sin aliento.

El Tigre de Esnapur y La Tumba India. Dos en uno. Un divertimento kitsch y único al que, de todos modos, el paso de los años ha dañado en algunos (pocos) aspectos ya descritos con anterioridad. En cambio, en otros, logra ser más actual que el cine más vanguardista. La escena con los leprosos encerrados en las catacumbas, intentando darle un pellizco a las nalgas de Sabine Bethmann, o la citada danza de la serpiente erecta, son un buen ejemplo de ello.

Y para que tomen buena nota del baile, les dejo la parte más interesante de la escenita de marras en el YouTube. Espero no se embrutezcan al igual que el reptil.

18.8.06

Una buddy movie de Cinco Tenedores

Hoy, a punto de entrar en un nuevo fin de semana, les voy a recomendar una película deliciosa. Hace ya un tiempo que se estrenó, concretamente durante las pasadas Navidades. Y se estrenó mal, fatal, tal y como suele ocurrir con los buenos productos. Quizás fuera su poco atractivo cartel publicitario, incapaz de llamar la atención del público..., quizás el culpable fuese su título..., o que, sencillamente, su distribuidora no se preocupó demasiado en aguantarla un poco más de tres semanas en cartel. La cuestión es que un film tan redondo como Kiss Kiss Bang Bang pasó desapercibido para la mayor parte de los espectadores. Y los pocos que la vieron, en general, hablaron maravillas de ella. Y no se equivocaron.

La vi hace escasamente unos quince días. Fui uno de esos incrédulos que la dejaron escapar en su día. Craso error, pues Kiss Kiss Bang Bang es uno de los mejores trabajos de la temporada pasada. Tan sólo les digo que, en caso de haberla visto antes de acabar el 2005, la hubiera incluido en esa típica lista de las 10 mejores del año que a todos nos encanta confeccionar.

La película supone la ópera prima como director de Shane Black. Así, a bote pronto, posiblemente no les diga nada ese nombre. Pero si les avanzo que, entre otros, es el guionista de títulos como la primera Arma Letal, El Último Boy Scout o El Último Gran Héroe, la cosa empieza a perfilar un pelín mejor. Y es por ello que no resulta casualidad alguna que Kiss Kiss Bang Bang tenga mucho de aquella compacta y acelerada Arma Letal original.

La cinta supone un regreso a la era en que las buddy movies aún tenían algo que decir. Y, al mismo tiempo, es mucho más que una simple y rutinaria historia con pareja de detectives antagónicos. En apariencia, se trata de un trepidante thriller de acción más. Pero, en realidad, es un thriller diferente, cercano a las coordenadas del cine negro más clásico y con un mucho (¡muchísimo!) de comedia. Pero comedia de la buena, repleta de gags originales y sorprendentes. Gags inesperados, de los de carcajada y lágrima suelta, con un montón de situaciones delirantes y con un exquisito toque de humor negro. E incluso, por momentos, el tal Shane Black nos muestra su cara más grotesca y escatológica sin caer, para nada, en los peligrosos parámetros de la astracanada. A buen seguro, muchos de los pasajes de Kiss Kiss Bang Bang hayan llegado a entusiasmar al mismísimo Quentin Tarantino.


Uno de los mejores secretos para que funcione bien el invento se localiza en su excelente pareja protagonista: Robert Downey Jr. y Val Kilmer. El primero da vida a Harry Lockhart, un ladronzuelo bastante gafe en sus acciones delictivas y con una vida sentimental en exceso desgraciada. Su interpretación es tan compacta que, a veces, recuerda a ciertos personajes de los cartoons de la Warner; en concreto, a los más maltratados por esa productora, como el pobre Coyote o el Gato Silvestre. La cara de asombro que consigue Downey ante un peligro inminente o después de una gigantesca metedura de pata, son dignos de un comediante de alta envergadura. Lástima que el muchachuelo, en la vida real, se pase más horas entre rejas que ante las cámaras: un poco al igual que su Harry Lockhart.

Val Kilmer es el segundo en discordia. Y, a pesar de la poca confianza que siempre me ha inspirado este actor, he de decir que, en esta ocasión, el hombre no podía estar mejor; sencillamente insuperable. En la película interpreta a Gay Perry, un detective homosexual (tal y como su nombre indica) que, orgulloso de sus mariconerías, en sus horas libres trabaja para una de las grandes productoras de Hollywood como entrenador de cuantos actores hayan de representar en la gran pantalla el papel de un detective. Por cuestiones del azar, deberá adoctrinar al desafortunado Lockhart quien, casi por imposición, está dispuesto a convertirse en una rutilante estrella.

Un film que no tiene desperdicio alguno. Y además valiente, ya que a la hora de urdir esos inevitables homenajes a otros títulos, lo hace a lo grande, de manera original e incluso sofisticada. No es de extrañar por ello que, la enmarañada e indescifrable historia detectivesca que afrontarán juntos la extraña pareja compuesta por Harry y Gay, sea igual que un puzzle con un montón de piezas desaparecidas, similar al que orquestó Howard Hawks en una de sus obras maestras, El Sueño Eterno. Y es que el cine negro y Kiss Kiss Bang Bang van cogiditos de la mano.

No lo duden más. Vayan al vídeo-club más cercano; soliciten la ayuda de una mula... Hagan lo que sea, pero no dejen escapar una cinta que recupera un estilo de cine que estaba en total decadencia, otorgándole además una dimensión mucho más fresca y actual. Piensen en una mezcla entre la citada Arma Letal y la divertida Juego Peligroso, denle un pequeño toque a Con la Muerte en los Talones y un tupido baño del mejor cinéma noir, y tendrán a punto la peculiar Kiss Kiss Bang Bang. No hay mejor cocktail que el formado por la comedia y el cine de intriga.

17.8.06

Los doble cero también tienen su corazoncito

Agentes Secretos es una película que llega con dos años de retraso a España. Tarde y además, por si fuera poco, estrenada de tapadillo. Una manera como otra de cargarse el posible éxito de taquilla de un film digno y dotado de una sobriedad narrativa más que sorprendente, aparte de poseer una calidad indiscutiblemente superior a la mayoría de los subproductos veraniegos que invaden las pantallas de nuestro país. Un film duro, crudo y a veces, corrosivo en el que, al contrario que en El Secreto de Anthony Zimmer (otro interesante thriller francés estrenado hace poco), no se encuentra ni una mínima concesión a la comedia.

A pesar de su título y su procedencia europea, esta coproducción franco-hispano-italiana poco (o nada) tiene en común con esas películas de espías que, realizadas en los 60 a la par con los spaguetti-westerns, dieron títulos tan casposos como Agente Z-55, Misión en Hong Kong o Marc Mato, Agente 0.77, delirios, todos ellos, inspirados en las aventuras del –por aquel entonces- novedoso James Bond. Agentes Secretos va mucho más allá que estas añejas cintas, ya que en ella se plasma, con cierta solvencia, la sucia utilización que los servicios internacionales de espionaje hacen de sus agentes. Lo único que mantiene un mínimo paralelismo con esos films cutrones, se encuentra en la celebrada colaboración de Simón Andreu, un actor habitual en ese tipo de productos de serie Z.

No es un producto comercial al uso, ni tampoco es una película específicamente de acción. Tal y como he dicho, se centra, ante todo, en el mundo interior y silencioso del espía como ser individual. La soledad y el mutismo, tal y como muestra Frédéric Schoendoerffer, su director, son las únicas opciones que tienen esos personajes para andar por la vida; siempre dispuestos a complacer a sus superiores, a cualquier hora del día y durante cualquier estación del año. No pueden estar ligados a pareja alguna, ya que necesitan libertad total para desplazarse hasta el rincón más escondido del mundo en el instante más inesperado. Y más teniendo en cuenta la voluminosa cantidad de mierda que, alojada en su memoria, nunca podrán vomitar al exterior.

Agentes Secretos, en este aspecto, disecciona a dos espías en particular: a un hombre y a una mujer, con un pasado sentimental en común que, debido a su sucio y privado oficio, nunca más tendrán el valor de reemprender. Él es Brisseau, un tipo frío y duro al que, sin embargo, le corroe la rabia de sentirse utilizado por su empresa como si se tratara de un peón en un tablero de ajedrez. Ella es Barbara (aunque, a veces, según el trabajo a cumplir, también atiende por Lisa); una mujer bella y calculadora, una eficaz asesina al servicio de la organización que, quemada por tantos años de ilógicas ejecuciones a sangre fría y sin poder dar rienda suelta a sus verdaderos sentimientos, está dispuesta a renunciar a su empleo, aunque para ello tenga que pagar un precio demasiado alto. Y recreando a esos personajes están, cumpliendo perfectamente su función, un sobrio Vincent Cassel (que cada día me recuerda más a Bruce Springsteen) y una espléndida Monica Bellucci. Y cuando digo espléndida, lo digo en el más amplio sentido de la palabra; o sea, en todos los aspectos.

Y por detrás de esa morbosa introspección de los dos agentes, se encuentra una misión en concreto que, partiendo de París, les obliga a viajar a distintos escenarios geográficos. De hecho, esa misión -dentro de la trama del film- es una especie de McGuffin no confeso, pues ésta (de manera consciente) no está desarrollada del todo y posee excesivos cabos sueltos en su construcción: en definitiva, una excusa como otra para retratar las emociones, las dudas y la exasperación de ambos espías. Para el director, el trabajo que están cumpliendo es lo de menos. Lo valioso de Agentes Secretos se localiza solapado tras esa mínima intriga; una intriga en la que se mezclan traficantes de armas, políticos sin escrúpulos, espías de otras superpotencias, dobles agentes e inesperadas delaciones.

A pesar de ese continuo hurgar en la cabezota de los protagonistas, no se trata de una película aburrida. Como todo buen film de espías que se precie, atesora sus debidas y necesarias escenas de acción; escenas que, además, están perfectamente rodadas, montadas y acabadas, rompiendo así con la irritante moda del vídeo-clip que tanto le encanta al realizador de Domino . Como buen ejemplo de ello les remitiría a la escena inicial, en la que un agente secreto es perseguido por unos sicarios tras haber desembarcado en La Línea de la Concepción y, sobre todo, a una lucha, cuerpo a cuerpo, que transcurre en un bar de copas madrileño, y en la que Najwa Nimri tiene un rol perverso y muy específico.

Denle una oportunidad. Vale la pena. Háganlo. Cuanto antes mejor. Tal y como la han estrenado y con la poca confianza que su distribuidora ha depositado en ella, no me extrañaría que su permanencia en cartel se convierta en un récord de la fugacidad. Y esta pareja de agentes secretos se merecería un poco más de consideración.