25.2.10

De entre los muertos

Cincos años después de King Kong, Peter Jackson regresa a las pantallas con The Lovely Bones, la adaptación cinematográfica de la novela homónima de Alice Sebold en la que se relata el asesinato de una menor de 14 años para, posteriormente, acompañarla en su viaje a un personalísimo limbo, lugar en el que se convertirá en testigo de excepción de las reacciones de su familia y de su entorno más directo, mientras que el hombre que segó su vida sigue campando a sus anchas. Mañana se estrena en España.

Ambientada en la década de los 70 y con ciertos paralelismos visuales, e incluso narrativos, con sus Criaturas Celestiales (sobre todo en lo que se refiere a la descripción del limbo), The Lovely Bones se mueve entre los films sobre serial killers y los cuentos infantiles. Un cuento infantil en cierta manera macabro, de los que desprenden un fuerte halo de tristeza en su propuesta. Jackson, consciente de afrontar un tema complicado, se muestra delicado en ciertos pasajes. Así, por ejemplo, evita plantar la cámara para no mostrar directamente el asesinato de la pequeña Susie Salmon a manos de un vecino pederasta. Nunca cae en el morbo aunque, por culpa de la excesiva ternura con la que se plantea la historia, cae en la excesiva recreación descriptiva (y, con ello, provocando el aburrimiento del espectador) a la hora de mostrar el paraíso al que va a parar la niña asesinada. Aquí, a buen seguro, la mano de Dreamworks (productora de la cinta) ha tenido mucho que ver. Y es que, a veces, la factoría Spielberg peca de dulcificar demasiado todo aquello que toca.

La película alterna la brillantez de algunos pasajes con el tedio con el que resuelve muchos otros. Funciona mejor (por no decir a la perfección) cuando la acción transcurre en el plano más terrenal. No ocurre así, en cambio, en su vertiente más celestial y fantasiosa. En ésta, de todos modos, y rompiendo la monotonía general de la misma, se localiza su mejor y más original escena, justo cuando Susie va descubriendo los cuerpos de las víctimas de su mismo ejecutor. Ciertamente espeluznante.

En el plano interpretativo, la cosa, al igual que la película, anda un tanto a trancas y a barrancas. Ante todo cabe destacar el excelente trabajo de Saoirse Ronan, la joven que interpreta a Susie y que dota a su personaje de un magnetismo especial que le hace ganarse la simpatía de la platea a los pocos minutos de proyección. Todo lo contrario de lo que sucede con Stanley Tucci, el malo de la función, y con Mark Whalberg, el atormentado padre de la chica: el primero, aunque de inquietante presencia, opta por la sobreactuación, mientras que el segundo se conforma únicamente con meter cara de apenado. Tanto del uno como del otro, resultan dignos de mención los pelucones que les han colocado en la sala de maquillaje.

Rachel Weiz (la madre) y Michael Imperioli (el policía encargado del caso) cumplen correctamente con su función, aunque sin muchos aspavientos. De éstos, en cambio, suelta un montón una acelerada e histriónica Susan Sarandon quien, en el rol de abuela borrachuza, corre con un innecesario y apayasadísimo papel: el toque burro de la función.

Atrás quedan superproducciones como El Señor de los Anillos o King Kong. Jackson vuelve a un cine menos espectacular, más próximo, como su maravillosa Criaturas Celestiales. Le falta pulir la cosa un pelín más. Pero por ahora, y teniendo en cuenta la media de las producciones actuales, no está nada mal... aunque puede mejorarse.

23.2.10

La isla de las almas perdidas

Shutter Island supone la cuarta colaboración entre Martín Scorsese y Leonardo DiCaprio; un DiCaprio que, con este film, ha alcanzado su madurez definitiva como actor mediante una interpretación rica en matices. Él es Teddy Daniels, un agente del FBI que es enviado a una pequeña isla de la bahía de Boston para descifrar la desaparición de una paciente en el hospital psiquiátrico ubicado en el lugar, un centro en donde están internados los enfermos mentales más peligrosos del país.

Un thriller contundente; cine negro con todas las de la ley. Un melodrama, oscuro y sin concesiones. Varias son las ramificaciones que abarca su guión; un guión plagado de connotaciones psicológicas y en el que nada es lo que parece. La cordura y la locura pueden tenderse la mano, confundirse y darse de patadas. Las alucinaciones están aseguradas. En poco tiempo, lo real se fundirá con lo irreal. El sentido de culpabilidad no tiene límites e incluso puede causar estragos en una mente sana.

Scorsese orquesta la función con una elegancia exquisita. Lo gótico le va como anillo al dedo; la religión y los remordimientos, también. Juega en campo seguro, apoyándose en su actor fetiche y moviendo las fichas con total contundencia. Y allí, situados a ambos extremos del tablero, dos de las fichas esenciales del film. En una punta, Ben Kigsley; en la otra, Max von Sydow. Dos psiquitras con diferentes metodologías, aunque los dos con rostros y presencias diabólicas. El primero opta por los tratamientos farmacológicos para paliar las enfermedades mentales; el segundo, en plan doctor Mengele, se decanta por la cirugía y las terapias más agresivas.

Era la década de los 50, justo en el momento que la psiquiatría buscaba soluciones para sus pacientes más desahuciados. Un momento extraño y gris que Scorsese, a través de la novela de Dennis Lehane (el mismo que escribiera Mystic River), dibuja de forma acertada. Aún no habían transcurrido 10 años desde el final de la II Guerra Mundial y buena parte de la sociedad todavía se mostraba abatida por los hechos, pues el cruento fantasma del nazismo seguía pululando sobre la mayoría de ex combatientes. Justo en ese marco histórico crucial es en donde está ambientada la cinta; una situación en la cual también la psiquiatría estaba en pleno debate sobre nuevas metodologías a seguir.

Una película de intriga con un mucho de perturbaciones mentales, de las que a Hitchcock le gustaba filmar. Scorsese, deudor del maestro y de los grandes clásicos, afronta el reto apoyándose en sus viejos referentes cinéfilos. En Calavera, la isla de King Kong, bien podría haberse localizado la instutición alma mater de Shutter Island, mientras que el peculiar tratamiento del color en sus escenas más irreales entronca directamente con Jennie, una cinta en blanco y negro de finales de los 40 y con faro incluido que, dirigida por William Dieterle, cobraba color en algunos de sus pasajes.

La tensión está asegurada. La dureza de la historia, también. El director de Toro Salvaje no tiene límites. Rompe reglas y deja lagunas totalmente conscientes en el guión. Descúbranla por ustedes mismos. No les voy a contar más. Vale la penar disfrutar con su sorprendente giro argumental.

19.2.10

La mujer con botas rojas

Lo disfuncional está de moda. Tanto es así que incluso Sandra Bullock se atreve a ponerse en la piel de una borderline de tomo y lomo para protagonizar Loca Obsesión, una de las comedias más estúpidas y olvidables de la cartelera actual.

La Bullock es Mary Horowitz, la peculiar crucigramista de un diario. No es precisamente lo que se llama una personal normal. Su cerebro va a cien por hora, haciéndola hablar hasta por los codos. Sus relaciones sociales son de lo más extraño. La gente la rehuye debido a sus diatribas parlanchinas. A sus cuarenta y tantos tacos, aún vive en casa de sus padres. Éstos, alarmados, le buscan una cita a ciegas con un joven que trabaja como cámara en una cadena televisiva de noticias. Ella, entusiasmada con la cita, vestirá sus mejores galas, incluidas un par de botas rojas dignas del putón callejero más desorejado. La pasión desorbitada que sentirá por Steve, ese presunto novio recién llegado a su vida, tan sólo acaba de empezar.

Un festival Sandra Bullock en toda su extensión. Saltitos, mohines, risitas, aspavientos infantiles... Vaya, un poco de todo y siempre rozando el límite. Nunca antes la protagonista de Speed había interpretado con tanta naturalidad a una tontalculo mayúscula como en esta ocasión. No se trata de una mala interpretación, sino todo lo contrario. Vale la pena matizar y recalcar que la actriz borda un papel que desde hace años estaba pidiendo a gritos. Y es que nadie, como ella, podría haber dado vida a una mentecata tal con tan buenos resultados. Definitivamente, y vistos los resultados, este es el papel de su vida... ¡qué ni pintado!

No busquen mas en Loca Obsesión. Cuatro chistes sobre el mundo de los informativos televisivos, una docena de gags disfuncionales y paren ya de contar. Y allí, situada al frente de todo el cotarro y dispuesta a comerse al mundo, Ella (con mayúsculas): la Bullock-mema en minifalda, con botas de color rojo y un paraguas incorporado. ¡Ahí es ná!

17.2.10

Se montó la gorda

Negra; negrísima. Gorda; gordísima. Fea, feísima; de aspecto simiesco. Menor de edad y embarazada, por segunda vez, de su propio padre. A su primer hijo, deficiente mental, le llama cariñosamente Mongo. Como ven, la negra tiene la negra ¿Quién da más? Ella atiende por Precious, al igual que el título que da nombre a la película, el segundo trabajo como director de Lee Daniels, el mismo de Shadowboxer.

Todo un éxito de público y crítica en los Estados Unidos. La desgracia siempre vende, aunque sea de color negro. Y aún más si la desgracia posee el envoltorio típico de un telefilm de sobremesa: todo mascado y digerido. Ideal para consumo rápido; el sumum para el espectador menos exigente. Inexplicablemente, es la de mejor dirección una de sus seis nominaciones al Oscar (entre las que también se incluye la de mejor película)

Su guión, igual y sorprendentemente nominado, está basado en la novela Push de la escritora y poetisa de color Sapphire; un guión que no es más que el cúmulo de fatalidades que rodean al pequeño universo de Precious y desde el que se intenta, al mismo tiempo y sin buenos resultados, urdir un retrato sociológico del Harlem actual. El cine pro Obama ya se ha abierto un huequecito definitivo en los circuitos comerciales del mundo entero.

Como ya es habitual en la última hornada de melodramas llegados de los EE.UU (y por muy independientes que éstos sean), más que una historia bien hilvanada se trata de un extenso catálogo de tópicos, amontonados uno sobre el otro sin orden ni concierto. Tanto es así que la única persona dispuesta a ayudar a Precious a salir de su aislamiento social es su guapa profesora, una mujer lesbiana y de color que comparte su vida con otra chica de su condición. ¡Que bonito y emotivo resulta cuando los parias y los desheredados se juntan para luchar a favor de una buena causa!

Una historia sin sorpresas. La adversidad es el sino de Precious. Nunca da un paso hacia delante; siempre va hacia atrás. Y, cuando logra encaminarse un poco, le cae otro chaparrón encima. Todo sabe a déjà vu. Incluso, en este aspecto, no pilla a nadie desprevenido cuando el personaje hace de tripas corazón y empieza a afrontar el futuro con esperanzadoras perspectivas. El esfuerzo siempre lleva a la superación. La moraleja es la principal finalidad del film de Lee Daniels. Séame usted feliz con su vida de mierda porque, cuando esté a punto de darse el último batacazo, saldrá del bache en el que ha caído... aunque siga siendo gorda, fea, se la hayan metido por todos los agujeros y su salud cuelgue de un delgadísimo hilo.

No hay que buscar nada nuevo en la película, pues no lo hay, a no ser que pretendan descubrir la escena cumbre del cine actual en la (sólo interesante) confesión de la madre de la protagonista (una hija de puta integral) ante los desorbitados ojos de una asistenta social interpretada, esta última, por una desconocida y además efectiva Mariah Carey. Ese momento, junto a la buenas actuaciones de Gabourey Sidibe y Mo’Nique (Precious y su madre, respectivamente), conforman lo más destacado de un cajón de sastre compuesto, casi en exclusiva, de las desgracias más estereotipadas.

15.2.10

De buena fuente...

Pues nada, que los premios Goya al cine español del 2009 ya están cerrados. Una edición sobria y sin lloriqueos ni aspavientos políticos. La presidencia de Álex de la Iglesia, con 35 quilos menos, le ha sentado perfecta. Atrás queda la época González Sinde quien, ahora reconvertida en ministra de cultura y aprovechando los carnavales, acudió a la cita disfrazada de gallina Caponata.

Un ingenioso Andreu Buenafunte, muy en su línea, fue un más que digno maestro de ceremonias. Nada que ver con las payasadas horteras a las que nos tenía acostumbrados su colega José Corbacho. Interactuando con los vips del patio de butacas y abriendo su show con un cortometraje en el que colaboró la florinata interpretativa del país, el cómico catalán se puso al público en el bolsillo en menos que canta un gallo. Aseguró no atreverse a bajar nada en presencia de la señora ministra, convirtió a Antonio Resines en improvisado (e iluminado) referente de nuestro cine y, allí en medio del escenario del Palacio de Congresos de Madrid, se dio, literalmente hablando, todo un baño. Luego, tuvo su particular tête à tête con la Sardà, disertó sobre la dificultad de seguir los diálogos en las películas hispanoamericanas, le tiró unas cuantas florecillas a Penélope Cruz, a Maribel Verdú y a Paz Vega y le latió el corazón a cien por hora al compartir protagonismo con una irreconocible Natalia Verbeke, para ser asesinado, posteriormente, de un balazo ante los aplausos (cabrones) de la profesión en pleno.

Una ceremonia que, al margen del efecto Buenafuente y siempre dentro de su sencillez, tuvo un poco de todo y para todos los gustos, incluyendo la dificultad de abrir cada uno de los sobres con los nombres de los ganadores. Secun de la Rosa y Javier Godino se dieron el cante y el baile, y además salieron victoriosos. A la prensa rosa se le cayó la baba al ver juntitos a Penélope Cruz y a Javier Bardem quien, por su parte, hizo sus pinitos como imitador de Malamadre. Álex de la Iglesia, como presidente y durante su discurso, rogó para que los premiados no se alargaran en sus muestras de agradecimiento, sugiriendo que se olvidasen de saludar a papá y a mamá; la mayoría de galardonados hicieron caso omiso de la sugerencia y siguieron dando rienda suelta a sus interminables peroratas. En plan políglota, tres de los laureados soltaron sus mensajes de gratitud en inglés, mientras que otro hizo un tanto de los mismo en italiano: La Academia del Cine y de las Lenguas. Santi Millán nos dio la paliza al acompañar en el escenario a una contable de Mollet del Vallés que tenía que otorgar un premio; la primera vez (y espero que última) que una persona no del oficio entregaba un Goya. Y, como sorpresa y remate final, gracias a la insistencia de Álex de la Iglesia, Pedro Almodóvar, tras varios años de ausencia goyesca, salía del armario de cara a la Academia.

Celda 211 y Ágora estuvieron a punto del empate, pero al final, y a favor del film de Daniel Monzón, la cosa quedó en 8 a 7. La quinquería nacional por encima de la cultura y las religiones: ¡ahí es ná!. La película de Amenábar, como era de esperar, se hizo con casi todos los Goya técnicos. Otra cosa fue lo del galardón al mejor guión original, un premio a mi parecer injusto, pues es precisamente en este punto donde más patina su particular visión de la historia de Alejandría. Por su parte, Celda 211, además de conseguir los Goya a mejor película, dirección, guión adaptado, montaje y sonido, pudo coronar con éxito a tres de sus intérpretes: Marta Etura (actriz de reparto), Alberto Ammann (actor revelación) y a un Luis Tosar (actor principal) que, por unos instantes, dejó aparcado a su Malamadre y ejerció de gallego para saludar a los colegas de su tierra natal.

El Secreto de sus Ojos se hizo con el premio a la mejor película hispanoamericana y Soledad Villamil con el de mejor actriz revelación; una actriz revelación que, por cierto ya acumula 7 papeles protagonistas en su haber. Por su parte, Ricardo Darín, con dos nominaciones (El Secreto de sus Ojos y El Baile de la Victoria) y ausente de la gala por compromisos profesionales al igual que su galardonada compañera de reparto en el film de Campanella, se quedó en blanco al igual que le sucedió al título de Trueba: de El Baile de la Victoria pasó a ser El Baile de la Derrota.

Curiosamente Gordos logró el Goya por uno de los pocos actores no gordos del film, Raúl Arévalo, quien, de animador de Ikea, ha pasado a ser uno de los intérpretes más solventes del panorama actual español. La oscarizada Slumdog Millionaire desbancó a la impresionante Déjame Entrar en la categoría de mejor film europeo y el sorprendente alegato en pro de la eutanasia que abriga La Dama y la Muerte, en plena carrera hacia los Oscar, se alzó con el premio a mejor cortometraje animado, viéndose recompensada también, como mejor largometraje de animación, la aventura norteamericana de Planet 51. Lola Dueñas, tras Mar Adentro, fue reconocida por segunda vez como mejor actriz por Yo, También, película que, asimismo, se vio recompensada con la mejor canción original, mientras que la banda sonora recaía de nuevo, y para no perder la costumbre, en Alberto Iglesias por su trabajo en Los Abrazos Rotos. Mar Coll se fue con el Goya a mejor dirección novel gracias a su sencilla e interesante Tres Días Con la Familia, al tiempo que Garbo: El Espía hizo lo propio con el Goya al mejor documental; dos premios, estos últimos, que recompensaban la producción cinematográfica de Catalunya durante el 2009.

El próximo año, y celebrando sus 25 años de existencia, un poquitín más. Y no sabemos si mejor.

13.2.10

Buenas noches, señor monstruo (una crónica de El Señor Lechero)

No es la primera vez que le prometo a Maese Spaulding una crítica de alguna “pinícula-u-flim” sobre los que suelo hablarle / torturarle en su bitácora, a la que llegué por casualidad un día de febrero de 2005 (¡ahí es nada!) Sin embargo, va a ser la primera vez en que cumpla mi amenaza, aunque solamente sea para departir un poco con el dueño del chiringo y con algunos de sus feligreses, como son don Juan Carlos “El Crítico Maldito” o Micer Caligae. Pero estoy divagando y, dado que el tiempo es un maní, mejor meterse a la tarea de hablar de La Herencia Valdemar.

La película en cuestión es la ópera prima de José Luis Alemán, un cineasta que además ha asumido la función de guionista (o al revés, que nunca se sabe.) El punto de partida viene a ser una especie de homenaje a Edgar Allan Poe -autor del cuento La Verdad Sobre el Caso del Señor Valdemar- y, sobre todo, a H. P. Lovecraft -responsable de los llamados mitos de Cthulhu y, particularmente, del relato La Casa Evitada-. Ambos escritos conforman la fuente en la que Alemán bebe para contar una historia que, al mismo tiempo, pretende recuperar la tradición del fanta-terror hispánico y homenajear la memoria de un Paul Naschy al que su enfermedad impediría ver estrenado el film.

La historia comienza cuando Luisa Lorente (Silvia Abascal), una tasadora inmobiliaria especializada en antigüedades, recibe el encargo de valorar una finca especialmente jugosa: la Mansión Valdemar. La tarea ha de realizarse con urgencia, por mandato de la enigmática superioridad de la empresa a la que pertenece, que ya había enviado a otro tasador el cual parece haberse esfumado. En este punto, la cinta presenta buena parte de los tópicos que se presuponen a un film de este género: encargo inesperado, misión en solitario, visita a un lugar situado donde Napoleón perdió la boina y que, para adobar el conjunto, está pésimamente comunicado y controlado por dos lugareños que –al menos en principio- no parecen tener muchas luces. Alemán juega con la tensión que supone la exploración a una mansión desvencijada, pródiga en sombras, recovecos y telarañas. Cualquier espectador que haya visto al menos una película de terror sabrá anticipar lo que pasará durante la visita del personaje de Abascal, aunque el ojo más experto pueda identificar –y hasta disfrutar- de guiños que alcanzan hasta la primera parte del videojuego Resident Evil, que esto es un homenaje a la cinematografía sustera setentera, pero también hay que contentar a las nuevas generaciones que no es que no se acuerden, sino que directamente es que no saben quién fue Paul Naschy.

Después de la impresión inicial, la trama pega un pequeño corte (el primero de varios, pero no el más radical) y pasamos a encontrarnos con las consecuencias de ese primer (des)encuentro con la Mansión. Maximilian (un Eusebio Poncela que sustituyó al inicialmente previsto Christopher Lee), jefe de la compañía a la que Luisa pertenece, contrata los servicios de Nicolás Tremell (un Óscar Jaenada que parece recién salido del rodaje de Camarón) detective y amigo del primero de los tasadores desaparecidos, para que averigüe cuál ha sido el destino de aquélla. La ambientación de los escenarios en los que se mueven Jaenada y Poncela arroja sutiles pinceladas acerca del mundo en el que se desarrolla la acción, dejando un cierto sabor al género steampunk (y al juego de rol La Llamada de Ctulhu, todo sea dicho.) El detective acepta en encargo y toma un anticuado tren (el Transcantábrico, para más señas) donde la trama sufrirá un segundo y más salvaje corte.

Tremell se encuentra con la misteriosa Doctora Cerviá (Ana Risueño), cabeza visible de la no menos enigmática Fundación Valdemar, dueña del inmueble y responsable del encargo hecho a la empresa de tasaciones. Con su aire de femme fatale de baratillo, la mujer empieza a contar al greñudo investigador la historia de la mansión. El viaje en tren es, pues, espacial y temporal, porque de un salto nos plantamos en la segunda mitad del Siglo XIX. Allí, se relata el origen del halo de misterio que envuelve al inmueble, conformando un relato que tiene poco de terrorífico, algo de romántico y un tanto de trágico, pues básicamente cuenta una historia de amor, la que une a Lázaro Valdemar (Daniele Liotti) y a su esposa Leonor (Laia Marull.) Es aquí donde la cinta alcanza sus mejores momentos y donde la influencia de Poe y Lovecraft se vuelve más fuerte, al tiempo que volvemos a los tópicos del género: una familia feliz que mete el jocico donde no debe y acaba desencadenando lo que estaba bien atado. La “historia-dentro-de-la-historia” se toma su buen tiempo, hasta el punto de que, cuando termina, la película también lo hace y de una forma más que abrupta.

La Herencia Valdemar es una película que, en mi modesta opinión, ha sido injustamente tratada en ciertos foros y por ciertas críticas que parecen pasar por alto que ésta es la primera película de su realizador y que, pese a los fallos –que los tiene, y a patadas- es un producto más que digno que, a mayor abundamiento, ha sido el resultado de una aventura donde no se dispara con pólvora del rey (como es uso y costumbre en el sector académico del cine celtibérico.) En el plano negativo hay que resaltar la cutre división operada entre las dos partes de la historia. Es innegable que la cinta se concibe como un díptico (de hecho, la segunda parte se rodó al tiempo que la primera y se estrenará el próximo otoño), pero las tramas del pasado décimo nónico y el presente del extraño siglo veintiuno en el que se ambientan el principio y el final están mal empatadas. Alemán se recrea demasiado en pequeños detalles que denotan un entrañable cuidado por la criatura, pero al coste de perder un tiempo precioso en la trama principal. Eso sí, el hecho de que haya un clamoroso “continuará” no es un recurso nuevo, y no recuerdo que hubiera tantas quejas con Matrix Reloaded o Regreso al Futuro II (por citar dos ejemplos.)

Por otra parte, la elección del grupo de intérpretes no ha sido muy afortunada, pese a contar con nombres ilustres y laureados. Poco puede decirse de Jaenada o Abascal, cuyos personajes no tienen ocasión de desarrollarse, pero Liotti y Marull no resultan en modo alguno convincentes. Ello contrasta poderosamente con el trabajo de los secundarios, con un inconmensurable Paco Maestre y un entrañable Paul Naschy que, por una vez en su vida, hizo el papel de bueno, pero claramente marcado por las huellas de la enfermedad que habría de llevársele hace unos meses.

En el apartado técnico, la cinta presenta una calidad incontestable: los efectos especiales están bien conseguidos y no llegan a cantar en ningún momento (ni siquiera en el momento en el que uno pensaría que podría vérseles el plumero.) Sin embargo, la parte más sobresaliente es la ambientación décimo nónica: la mansión misma, el mobiliario, el vestuario, los carruajes, pero también el trasfondo político, económico y social. Hay referencias a la política penitenciaria de la época, al movimiento sufragista, al sistema de acogida de menores desamparados. Aunque pueda parecer exagerado, en ciertos aspectos La Herencia Valdemar ha sido mucho más cuidada en el aspecto histórico que otras cintas cuya vocación era la de ser más fidedignas (como por ejemplo, Ágora.) Desgraciadamente, si todo lo accesorio destaca tanto es porque lo principal no termina de cuajar.

Para terminar ¿es La Herencia Valdemar una buena película? Honestamente, no. Es una cinta aceptable, entretenida y, objetivamente, muy por encima de la media de un género como el del terror, que es muy propenso a la perpetración de truños. ¿Merece las despiadadas críticas con que la están vilipendiando? Realmente, no, como se acredita en el hecho de que los espectadores más familiarizados con las obras de Poe y Lovecraft hayan podido disfrutar de los guiños a las mismas que se van desgranando a lo largo de la cinta y que van más allá de la influencia principal. ¿La recomendaría? Personalmente, pasé un rato entretenido viéndola, pero creo que hay que esperar a su continuación para poder valorarla en conjunto. En todo caso, espero ver qué hará el señor Alemán en el futuro, porque puede ser muy interesante.

12.2.10

Camí (no)

Esta noche, en horario prime time, TV3 (Televisió de Catalunya) cometerá de nuevo una atrocidad que va repitiendo desde hace algún tiempo: todo un atentado a la obra de un creador. O sea, sin explicación lógica de ningún tipo, la cadena emitirá la película ganadora de los Goya del año pasado, Camino..., ¡¡¡en versión doblada al catalán!!!

Tal y como he dicho, esta es una práctica que se está convirtiendo en norma de TV3. Algunos alucinados personajillos, con ansias de figurar, han decidido que todo largometraje hablado en español se ha de doblar al catalán. ¿Acaso los catalanes no entendemos el castellano? En casa de Mònica Terribas, por cojones, no se habla español.

Como catalán y con la finalidad de salvaguardar el idioma, entiendo y defiendo a capa y espada que se doblen a mi lengua natal todas las películas que llegan de fuera de España. Hacer lo mismo con las producciones españolas, no es más que pura demagogia. Ganas de ponerse al mismo nivel que esa España rancia que arremete, sin ton ni son, con el catalán. Sencillamente, la de TV3, se trata de una estrategia absurda que sólo da de comer a los zumbados contertulios del canal Intereconomía y pirados por el estilo. Provocar por provocar. Y es que una lengua no se conserva pisoteando a otra.

Estoy hasta las narices de que les encasqueten la voz de un actor de doblaje catalán a gente como Manuel Alexandre o Ernesto Alterio, tal y como ha sucedido recientemente en TV3 con títulos como Pretextos o Rivales. Basta ya de nepotismo y que dimitan de una vez esos tipejos que no aman en absoluto al cine y que, sólo por cuestiones políticas absurdas, son capaces de cargarse el concepto original de un autor sin ningún tipo de escrúpulos. A veces, ciertos cargos llevan la barretina tan calada que no les permite ver más allá de sus narices. “¡Váyanse a la mierda!”, que les diría el desaparecido Fernando Fernán Gómez.

Esta noche, por sus huevos, TV3 emitirá Camí(no), un excelente film que no pienso revisar en su versión (no original) catalana.

Harto estoy de gilipolladas como ésta. Visca Catalunya!... aunque las películas españolas se proyecten habladas en castellano. El respeto, ante todo.

11.2.10

Cortesanas

21 años después de Las Amistades Peligrosas, Stephen Frears vuelve a contar con Michelle Pfeiffer para adentrarse de lleno en una historia marcada por los celos y un amor imposible. Comedia (cínica) y melodrama (pasional) se dan la mano en Chéri, un film escrito por Christopher Hampton y basado en una de las novelas más populares de la escritora francesa Colette.

París, una ciudad en la cual las cortesanas, a principios del siglo XX, ocupaban un lugar destacado en la sociedad a pesar de que, al mismo tiempo, se veían apartadas de ciertas relaciones en sociedad. Muchas, por su belleza y savoir faire, lograron con su carrera fortunas envidiables. Pero el inexorable paso de los años las obligó a retirarse del oficio antes de lo soñado. Una jubilación de lujo durante la cual, la bella Léa de Lonval, vivirá la ocasión de mantener un idilio de lujo con un joven adolescente, Chéri, el descentrado hijo de una de sus compañeras de profesión.

Éste es, en resumidas cuentas, el punto de partida de Chéri, un producto que recupera a una Michelle Pfeiffer que, aún en plena forma y a través de un papel de peso, demuestra su valentía al ponerse en la piel (arrugada) de una mujer que (al igual que la propia actriz) empieza a envejecer (atención, en este aspecto, a su impresionante, osado y largo primer plano final de su rostro). Una interpretación modélica que cobra su máximo esplendor en cada una de las ocasiones en las que comparte pantalla con Kathy Bates, la madame Peloux del film; o sea, la madre de Chéri. Entre las dos mujeres saltan chispas, conviertiendo a sus encuentros en los mejores pasajes de la cinta. Sus numerosos cara a cara no tienen precio: un tira y afloja en donde los diálogos, mordientes e insolentes, cobran un protagonismo especial. Lástima, en este aspecto, que el joven Rupert Friend, con su ambiguo personaje, no esté jamás a la altura de las dos damas.

El miedo a envejecer, un satírico tono de comedia vodevilesca y un puntito (final) de dureza (muy radical), son las principales constantes de un divertimento vitriólico punteado, en su versión original, por la impresionante voz en off del propio Stephen Frears, todo un inesperado maestro de ceremonias.

Chéri es la clara demostración de que no son necesarios interminables metrajes para narrar una historia mínimamente interesante. Frears ha tenido más que suficiente con hora y media. La sencillez, en ocasiones, vale un potosí.

9.2.10

En un país multicolor...

Pandora es un planeta multicolor, igual que el país de la abeja Maya. Sus habitantes son como los Pitufos, azules, pero a lo bestia y con cola. Ellos viven en total comunión con la naturaleza hasta que, procedentes de la Tierra, llega un numeroso grupo de humanos dispuesto a arremeter con todo y quedarse con las riquezas minerales del lugar. Ésa es, a simple vista, la base argumental de Avatar, el experimento visual que James Cameron ha realizado quince años después de su Titanic. Y, como gran excusa temática, unos cuerpos inertes, en forma de Pitufazos, conectados a un marine minusválido y a unos cuantos científicos.

Dos horas y media interminables de proyección. Mucha paja y poca teca. Eliminando vuelos innecesarios sobre Pandora y paseillos por la jungla, en plan tarzanescos y de liana en liana, bien podría haber quedado en una horita y media ajustadita. Y todos tan contentos, a pesar de que el efecto visual se hubiera reducido bastante. Y es que a mi parecer, dejando a un lado la brillante tecnología aplicada, Avatar es una de las películas más vacías de esta década.

No explica nada nuevo. El truco está en traspasar al futuro a Pocahontas y a El Gran Combate, dándole rienda suelta al metraje a golpe de efectos especiales. La historia es lo de menos. La cuestión es epatar con el 3D y los colorines fluorescentes.

Los buenos son muy buenos y los malos muy malos. El término medio no existe. Más trillado, imposible. Básico, básico, básico. La inclusión de un love story resulta de lo más inevitable. Él es un Pitufazo, con el rostro de Woody Harrelson, cuyo cuerpo es teledirigido por un marine inválido; ella una Pitufaza con la misma cara que Silvia Munt. Y, para más INRI, durante la escena de amor, uno se queda con las ganas de ver el polvo entre los dos animalicos.

Un poco de ecologismo de estar por casa (eso siempre vende y hace más progre), un toque de pacifismo y otro de solidaridad. Y poca cosa más. Suerte ha tenido de sus nominaciones al Oscar, pues en un principio tenía pensado ahorrármela.

Si lo que buscan es un espectáculo de barraca de feria, Avatar tiene validez absoluta. Si esperan algo más, van daos.

4.2.10

Aeropuertos

Tras Gracias Por Fumar y Juno, el canadiense Jason Reitman propone Up In The Air, una historia con tres personajes, muchos aeropuertos y un puntito de cinismo. Su protagonista masculino, Ryan Bingham, es un tipo un tanto crápula especializado en recortes financieros. Su principal misión es la de dar la cara a la hora de despedir a empleados de aquellas empresas que le contratan. Por esa razón, se pasa media vida viviendo a contrarreloj, de aeropuerto en aeropuerto, durmiendo en hoteles de lujo y despreciando las relaciones de pareja.

El planteamiento de Up In The Air es exquisito. El modo de presentar al tal Bingham es sobresaliente: con unos cuantos planos tiene más que suficiente. Su rutina viajera en aeropuertos es toda una lección de cine. Casi sobran las palabras. Y allí, metiéndose en la piel de ese personaje, un excelente George Clooney que, junto a Vera Farmiga, se convierte en lo mejor de la cinta.

Dos mujeres y, en el centro, un hombre. Él tiene feeling con Alex Goran (Vera Farmiga), una ejecutiva de otro sector, tanto o más agresiva que él. En cambio, con la tercera en discordia, Natalie Keener (una sosa Anna Kendrick), no acaba de tenerlo nada claro. Ella ha entrado nueva en su misma compañía, pisando fuerte, y él ya es gato viejo como para tener que soportar ciertas intromisiones laborales. Con la primera, tendrá sus encuentros amorosos a lo largo y ancho del país; siempre en hoteles, aprovechando las citas de trabajo de ambos; con la segunda, Natalie, se verá obligado a adoptar el papel de educador.

Hasta aquí, todo funciona a la perfección. Una vez definidos sus tres personajes, la inspiración desaparece. La película da un giro imprevisible y pierde su ángel. Todo se vuelve demasiado previsible. Jason Reitman pone el freno de mano y se dedica a mostrar todo aquello que otros cineastas nos han enseñado con anterioridad; moralina incluida. La falta de originalidad se convierte en monotonía. Y lo que aún resulta más grave es querer hacer, del calavera de Ryan Bingham, un tipo simpático para el espectador. Y no sólo simpático, sino incluso una buena persona (en este aspecto, presten atención a las falsas escenas de la boda de su hermana).

Quédense con Clonney, Farmiga y su primera media hora de proyección, justo cuando los aeropuestos tienen un papel determinante en la historia. Y después paren de contar. Mucho ruido y pocas nueces.

1.2.10

Pedagogía interracial

Clint Eastwood se viste de maestro de escuela de primaria y, desde Invictus, imparte una lección de lo más básica y llena de momentos ciertamente nefastos. Un episodio sobre los primeros años de Nelson Mandela como presidente de Sudáfrica es la excusa. La empanada está servida: lo difícil es tragársela. Rugby y relaciones raciales son los ingredientes de la misma. La política, ni tocarla, no sea que luego salgan pústulas.

Morgan Freeman es Mandela y Matt Damon es François Pienaard, el capitán del equipo de rugby que apoyaron los blancos durante el apartheid; dos personajes que en 1995 iniciaron una labor social en conjunto. Era momento de hermanarse y hacer de aquel el equipo de todos. Blancos y negros bajo una misma bandera. Tocaba poner la carne en el asador e intentar llegar a la final de la Copa Mundial de Rugby, cuya final transcurriría en el estadio de Johannesburgo.

Freeman hace lo que puede en la piel del mandatario sudafricano, aunque por momentos pase por el tubo y caiga en el mayor de los ridículos (impagable lo de disfrazarse con las ropas del equipo durante el último partido). Pero hay que tomárselo bien, ya que es amigo personal del ex presidente. Matt Damon tan sólo pasa por ahí y, a la mínima de cambio y teniendo en cuenta que posee pocas líneas de diálogo, aprovecha para mostrar lo musculado que se le ha puesto el cuerpecito. Tanto da que su papel sea de lo más grotesco; lo importante es trabajar a las órdenes de Eastwood: eso siempre da prestigio, aunque se trate de un truño.

De guión poquito. La mínima expresión. Nulo. En cambio, de lecciones didácticas, todas las que quieran. Según Invictus, la clave para comprender la integración racial se localiza en el rugby. Y, como ejemplo introductorio, Eastwood extrapola buena parte de la historia y se centra en el cuerpo de seguridad de Mandela; un grupo de “élite” compuesto por agentes blancos y negros. Los primeros fueron los malos durante los quince años que Mandela estuvo en prisión; los segundos, sus más fieles seguidores. Del odio al amor tan sólo hay un paso con aspecto de pelota en forma de melón.

No busquen ni un mínimo de chicha en esta olvidable elucubración de más de dos horas de duración. En esta ocasión, al realizador de Gran Torino se le ha ido la bola y se ha creído eso de que él es el “último gran clásico vivo”. Y, como tal, ha hecho lo que le ha dado la real gana, incluso a la hora de invertir más tiempo necesario del metraje en infumables pasajes de partidos de rugby que no conducen a ninguna parte.

Acercarse al mundo de Mandela siempre puede resultar interesante. Pero acercársele para narrar su episodio más folclórico, ya es de juzgado de guardia.