Un thriller contundente; cine negro con todas las de la ley. Un melodrama, oscuro y sin concesiones. Varias son las ramificaciones que abarca su guión; un guión plagado de connotaciones psicológicas y en el que nada es lo que parece. La cordura y la locura pueden tenderse la mano, confundirse y darse de patadas. Las alucinaciones están aseguradas. En poco tiempo, lo real se fundirá con lo irreal. El sentido de culpabilidad no tiene límites e incluso puede causar estragos en una mente sana.
Scorsese orquesta la función con una elegancia exquisita. Lo gótico le va como anillo al dedo; la religión y los remordimientos, también. Juega en campo seguro, apoyándose en su actor fetiche y moviendo las fichas con total contundencia. Y allí, situados a ambos extremos del tablero, dos de las fichas esenciales del film. En una punta, Ben Kigsley; en la otra, Max von Sydow. Dos psiquitras con diferentes metodologías, aunque los dos con rostros y presencias diabólicas. El primero opta por los tratamientos farmacológicos para paliar las enfermedades mentales; el segundo, en plan doctor Mengele, se decanta por la cirugía y las terapias más agresivas.
Era la década de los 50, justo en el momento que la psiquiatría buscaba soluciones para sus pacientes más desahuciados. Un momento extraño y gris que Scorsese, a través de la novela de Dennis Lehane (el mismo que escribiera Mystic River), dibuja de forma acertada. Aún no habían transcurrido 10 años desde el final de la II Guerra Mundial y buena parte de la sociedad todavía se mostraba abatida por los hechos, pues el cruento fantasma del nazismo seguía pululando sobre la mayoría de ex combatientes. Justo en ese marco histórico crucial es en donde está ambientada la cinta; una situación en la cual también la psiquiatría estaba en pleno debate sobre nuevas metodologías a seguir.
Una película de intriga con un mucho de perturbaciones mentales, de las que a Hitchcock le gustaba filmar. Scorsese, deudor del maestro y de los grandes clásicos, afronta el reto apoyándose en sus viejos referentes cinéfilos. En Calavera, la isla de King Kong, bien podría haberse localizado la instutición alma mater de Shutter Island, mientras que el peculiar tratamiento del color en sus escenas más irreales entronca directamente con Jennie, una cinta en blanco y negro de finales de los 40 y con faro incluido que, dirigida por William Dieterle, cobraba color en algunos de sus pasajes.
La tensión está asegurada. La dureza de la historia, también. El director de Toro Salvaje no tiene límites. Rompe reglas y deja lagunas totalmente conscientes en el guión. Descúbranla por ustedes mismos. No les voy a contar más. Vale la penar disfrutar con su sorprendente giro argumental.
No hay comentarios:
Publicar un comentario