30.9.10

Pequeño gran hombre

Se inició en el oficio de director en el mundo de la televisión. En su debut para la gran pantalla con El Zurdo, convirtió a Paul Newman en Billy el Niño. A Anne Bancroft la metió en la piel de una educadora traumatizada al servicio de una niña sordomuda en El Milagro de Ana Sullivan. En La Jauría Humana se atrevió a darle una paliza soberana al mismísimo Marlon Brando. Fue el orgulloso padre de dos criaturas descarriadas que atendían por Bonnie y Clyde. Demostró al mundo entero que los indios no eran tan malos como los pintaban y que Dustin Hoffman, a pesar de su menguada estatura, era un Pequeño Gran Hombre. En La Noche Se Mueve, hizo de una debutante y jovencísima Melanie Griffith una ninfómana desaparecida a la que tenía que localizar un Gene Hackman disfrazado de detective. Reunió a una pareja de armas tomar como Brando y Jack Nicholson en tierras de Missouri. Y, entre otros muchos aciertos, reunió a Hackman y a un incipiente Matt Dillon para salvar a la madre de este último en Target (Agente Doble en Berlín) . Más ya no se le podía pedir.

Su nombre era Arthur Penn. Revolucionó el cine norteamericano en muchos aspectos, acercándolo un tanto a unas coordenadas más europeas. Anteayer, a los 88 años de edad y en la ciudad de Nueva York, nos abandonó para siempre.

Curiosamente, jamás fue galardonado con un puto Oscar. Cosas de la vida.

Descanse en paz.

28.9.10

El pícaro

Manuel Vázquez fue un dibujante gráfico que, durante los años 50 y 60, creó varios de los personajes más populares de una serie de revistas infantiles de la editorial Bruguera. Desde las páginas del DDT, Tio Vivo o Pulgarcito, asomaron sus criaturas más famosas, como Anacleto, las hermanas Gilda, la familia Cebolleta o el tío Vázquez, este último una clara autoparodia de sus propias andanzas. Detrás del creador se escondía un sujeto algo turbio pero, en el fondo, un tanto fascinante. Óscar Aibar, desde El Gran Vázquez, le ha montado su particular homenaje.

Un Santiago Segura menos pasado de rosca de lo habitual, y fan confeso del universo de Vázquez, se ha metido en la piel del dibujante, conviertiéndose, sin lugar a dudas, en lo más conseguido y compacto del largometraje. El espíritu crápula y pícaro del padre de las hermanas Gilda queda perfectamente perfilado a través de su interpretación, haciéndonos olvidar incluso a su inmortal Torrente. Y es que entre éste y Vázquez hay un gran abismo. Ambos tienen su parte oscura, aunque Torrente, al contrario que Vázquez, jamás ha dado muestras de su lado humano.

El gran defecto de El Gran Vázquez radica en su falta de cohesión argumental. Su extenso metraje (cercano a las dos horas), sólo gira en torno a un montón de anécdotas sobre el dibujante, olvidándose de una continuidad mínimamente lineal. Sus episodios resultan más o menos graciosos (genial su escena inicial o la excusa reiterativa de la muerte de su padre que utilizaba en el trabajo) y su tratamiento, en general, es similar al de las tiras de los tebeos infantiles de la editorial. La forma de acercarse a sus jefes más directos no desentona, en absoluto, con el modo en que Ibáñez se acercaba al superintendente de Mortadelo y Filemón, detalle éste que queda plasmado en la misma película. Una exageración que, de tan histriónica, le resta fuerza y credibilidad a la historia aunque, al mismo tiempo, potencia el despotismo que se gastaban en la Bruguera con sus trabajadores.

Su inconsistente guión y su pobre (¡pobrísima!) escenografía, no significan impedimento alguno para que el espectador acabe disfrutando con la jeta que le ponía a sus asuntos el amigo Manolo. Su morosidad, sus engaños y su poligamia son temas más que reincidentes en el film. Y por muy exagerados que parezcan, gente próxima al desaparecido Vázquez, dan fe de cuanto se explica en el film.

Una película irregular, aunque cargada de buenas intenciones y ciertamente curiosa para aquellos que, de pequeños, vivimos a tope las aventuras de Anacleto y compañía.

20.9.10

El silencio de un hombre

Tras Control, un particular biopic sobre el vocalista del grupo Joy División, el realizador holandés Antón Corbijn –un hombre procedente del mundo del vídeo-clip- vuelve a la carga con El Americano, un thriller de tintes melodramáticos e intimistas protagonizado (y producido) por George Clooney.

El actor norteamericano da vida a Jack, un asesino profesional que, tras vivir un episodio fatídico y olvidable en tierras nevadas de Suecia, buscará refugio en un idílico y tranquilo pueblo italiano de Los Abruzos en espera del que podría ser su último trabajo antes del retiro definitivo. Las dudas, la reflexión personal y los temores marcarán su paso por el lugar.

El Americano revisa un tema tratado en diversas ocasiones desde el cine negro, el del sicario dispuesto a empezar una nueva vida. Lo hace de manera tranquila, sosegada, sin prisas. Los que busquen en el film de Corbijn una película de acción, están muy equivocados. De hecho, ésta tiene todo el aspecto de un spaguetti-western de los de Sergio Leone. O sea, de ritmo pausado, numerosos primeros planos, alguna que otra explosión aislada de violencia y una banda sonora que, aunque firmada por Herbert Grönemeyer, bien podría haber sido compuesta por el Ennio Morricone de los viejos tiempos.

Toda su acción está planteada desde el punto de vista del personaje de Jack. Un festival Clooney en toda regla. No hay plano en el que no aparezca. Y no se trata de divismo o egocentrismo, pues toda la acción está planteada desde el punto de vista de su protagonista quien, en esta ocasión, revalida su carisma y su gran capacidad interpretativa a través de un personaje silencioso y de pasado oscuro. Una sola mirada del actor vale por mil palabras.

Un film con gente dura y solitaria. Y, al igual que en los buenos westerns, con un par de personajes, perfectamente perfilados y de profesiones antagónicas, rodeando al misterioso recién llegado. Un sacerdote y una prostituta serán los dos únicos puntos de apoyo del forastero en su lucha contra los remordimientos y ante otro posible brote de violencia.

Un guión intachable, cierta (aunque controlada y necesaria) parsimonia narrativa, un irreprochable amor por la naturaleza y alguna que otra licencia poética (centrada, ante todo, en el tatuaje de una mariposa), marcan una de las propuestas más interesantes de las últimas semanas. Cine de suspense aliñado con todo tipo de sentimientos. Y, de propina, un George Clooney que se sale de la pantalla.

Otro cantar, y al margen de la película, es la maltrecha copia que se exhibe en los cines Yelmo Icaria de Barcelona: una copia mal contrastada, rayada y con unos subtítulos pésimamente definidos y difíciles de seguir. De juzgado de guardia tratándose de un estreno reciente. Luego se quejarán cuando se tira de Internet.

14.9.10

Más allá de Makoki

Hay películas que, por la calidad humana que desprenden, se convierten en imprescindibles. Un buen ejemplo de ello es María y Yo, un documental que, basándose en la novela gráfica homónima de Miguel Gallardo ganadora del Premio Nacional del Cómic de Cataluña (2008), se acerca a la relación entre el dibujante y su hija María, una niña autista de doce años de edad. Con este título, Félix Fernández de Castro hace su puesta de largo tras la cámara.

Tierna, emotiva e incluso divertida, María y Yo se aproxima al autismo de forma totalmente distinta a lo visto hasta ahora. Lo hace de manera natural, sin miedo y de frente, filmando a padre e hija durante unas vacaciones en un hotel canario lleno de guiris a rebosar. La empatía que existe entre ambos resulta difícil de explicar. Es tan grande que cualquier adjetivo para magnificarla quedaría pequeño.

Gallardo, ese enfant terrible capaz de crear un tipo tan underground como el sempiterno Makoki, deja a un lado su disfraz de gamberro oficial del reino para mostrarnos una faz mucho más humana y sensible. El rollo que se lleva con su hija va de un palo mucho más cercano y totalmente cariñoso, aunque sin olvidar jamás su sentido del humor y su gran pasión por el dibujo, una manera especial, esta última, de comunicarse con el particular universo de María.

El dibujante está separado de su esposa May. Por dicha razón, la pequeña María vive una parte del año junto a su madre en Canarias, lugar en el que asiste a una escuela especial, y la otra, la vacacional, al lado de su padre, entre Barcelona y el hotel antes citado, un paraiso de lo más surrealista al servicio de ellos dos.

Los paseos matutinos, los baños en la piscina del hotel, las comidas (todo un ritual para la niña) o el puro recordatorio, por parte de ella, de un montón de nombres archivados en su cabecita en perfecto orden, sólo reflejan algunos de los actos diarios y normales que -acompañados por la voz en off del propio Gallardo o de entrevistas a May- ayudan al espectador a entender mejor el particular imaginario de María y su enfermedad.

Acérquense sin temor a la película pues, sin duda, se trata de uno de los mejores productos nacionales de un año marcado por una pésima siembra cinematográfica. Un film diferente, valiente y agradable, filmando sin trampa ni cartón. Toca un tema duro de forma sencilla, rehuyendo el tratamiento basurero con el que ciertos canales televisivos se plantean asuntos similares. La opción de Gallardo y Fernández de Castro ha sido mucho más humilde y real.

No la dejen escapar. Reirán, se emocionarán y conocerán mucho mejor el concepto “autismo”. Sólo les puedo decir que María ha tenido la gran suerte de tener unos padres como Miguel y May, capaces de volcar todo su amor y comprensión hacia ella.

9.9.10

Fotocopiando en mandarín

En 1984, ocho años después de dirigir Rocky, John G. Avildsen, un artesano valido tanto para un barrido como para un fregado, se encargó de llevar a la pantalla grande Karate Kid, una sencilla aunque efectiva película, de las de superación personal (cosa que le encanta al público yanqui), que narraba la amistad establecida entre un viejo oriental y un joven adolescente. El primero, un genial Pat Morita, ejercía de viejo y peculiar entrenador que se decidía adiestrar en artes marciales al segundo, un chaval acosado por un grupo de muchachos con ganas de ponerlo a caldo. El rol de éste recayó en Ralph Macchio, una incipiente promesa del cine de los 80 que, con la excepción de este film y sus dos (evitables) secuelas, jamás acabó de cuajar del todo pero que, en esa ocasión, cumplió a la perfección con el papel otorgado.

Ahora, y amparada en la producción por el matrimonio de actores compuesto por Will Smith y Jada Pinkett Smitt, se vuelve a recuperar la misma historia bajo idéntico título (The Karate Kid). La cuestión es vender, sea como sea, al pequeño Jaden Smith, el hijo de la parejita, quien ya había debutado, al lado de su padre en el 2006, en En Busca de la Felicidad. Y la verdad es que, entre esa interpretación y la actual, hay un abismo. De la ternura e inocencia que mostró en su primer trabajo, el churumbel, con cuatro años más a cuestas, se ha convertido en un histrión de muchísimo cuidado, lo cual hace que su personaje resulte un tanto irritante para el espectador.

De California, lugar en el que transcurría la cinta original, a la China, concretamente en Beijing. De un chico ítaloamericano formadito a un mocoso afroamericano. Del blanco al negro, sin perder el amarillo. Un cambio de raza y una disminución en la edad. El resto es simplemente lo mismo. Un calco achinado sin la frescura de la primera.

Sin ser lo peor de la propuesta, el pobre de Jackie Chan, por mucho que lo intenta, no se acerca ni de lejos al carisma que le otorgó a su personaje el desaparecido Pat Morita. Éste era el maestro, la máxima autoridad de cara a su alumno, resultando, al mismo tiempo, una figura divertida y entrañable, así como la auténtica clave del film; Chan, en cambio, es una especie de muñecote amargado por el pasado y dominado por las pavadas del pequeño Jaden quien, a toda costa (seguramente hostigado por sus padres reales), ha querido ostentar el protagonismo casi absoluto.


Cuatro chistes sin gracia, un buen número de patadas y hostias, un par de pasajes (forzadamente) emotivos y un mucho de postalita turística china. De la Ciudad Prohibida a la Gran Muralla. Cualquier rincón es válido para entrenarse en el arte del kung-fu. No hay más. No hay que pedirle peras al olmo ni a la fotocopiadora de Will Smith.

Por cierto, el director de la cosa (o sea, el que pulsa el botón de la Xerox) atiende por Harald Zwart, el mismo de la última (y olvidable) Pantera Rosa. Todo un hombre de paja.

Espero y deseo que no se atrevan con el remake de las dos secuelas existentes. Si ya las primeras no hay por dónde pillarlas, éstas podrían ser la gran truñada. Tutatis nos pille confesaos.

6.9.10

EN RESUMIDAS CUENTAS: De topos y recuperadores

Salt es una nueva película de espías que, dirigida por Phillip Noyce, tiene como principal atractivo el protagonismo de Angelina Jolie. De hecho, una vez vista la cinta, la Jolie es su único aliciente. Y eso que la mujer empieza a asemejarse a un esqueleto dotado de un par de prominentes tetorras.

Americanos y rusos enfrentados, como en los viejos tiempos. Un topo y el presumible atentado a un líder político conforman la clave del asunto. La cosa no empieza mal. Pretende ser una especie de Jungla de Cristal, aunque permutando al Willis por la Jolie. Sus primeros minutos hacen gala de un ritmo imparable. Muy pasados de rosca, pero funcionan a la perfección y se nota que su director conoce el género. Trepidantes y sin respiro. Pero aquí acaba todo; se acabó lo bueno. A los veinte minutos, ya se pueden salir del cine que se van a ahorrar una sarta de gilipolladas sin sentido.

Una historia sobre espías e infiltrados debería tener un guión sólido, compacto y bien narrado. Salt finge apoyarse en un guión, pero es pura fachada. Cuanto expone no tiene ni pies ni cabeza. Nada cuadra. Todo está montado para el lucimiento Salt(imbanqui) de la mujercita del Brad. Un puro artificio sin lógica alguna. La cuestión es mantener al espectador enganchado a la pantalla a golpe de chorradas. Los giros argumentales que propone, en lugar de sorprender, convierten a la trama en algo aún más inexplicable.

Un consejo: al finalizar, no intenten analizar su argumento. No les servirá de nada. Es imposible comulgar con ruedas de molino.


Otra de acción estrenada hace poco es Repo Men. Ésta va de ese palo del fantástico visual que copia descaradamente el mundo futurista expuesto por Ridley Scott en Blade Runner. Pero, en su propuesta, se ve incapaz de ir más allá de la estética y de su prometedor planteamiento inicial pues, cuando intenta avanzar en su argumento, se va perdiendo por momentos.

Una sociedad futura en el que la medicina se ha convertido en el negocio más grande. Los transplantes de órganos se pagan a precios astronómicos. Al contado o a cómodos plazos..., como desee el cliente. ¡Pero ay pobre de aquel que deje de pagar una sola letra! A los pocos días, un sicario de la empresa sanitaria les hará una visita para “recuperar”, a lo vivo y sin miramientos, el órgano implantado. La única solución es enfrentarse al sistema... aunque sea desde dentro del mismo sistema.

La idea, repito, es interesante. El problema estriba en que Miguel Sapochnik, su director, no sabe conducirla a buen puerto. Su guión patina y pierde agua por todos lados. Asimismo, los personajes se me antojan antipáticos e incluso, como en el caso del interpretado por un desmadrado Forest Whitaker (cada día que pasa, peor actor), resulta totalmente irritante. Por otra parte, el precipitadísimo proceso de maduración del rol con el que carga un esforzado Jude Law no termina de ser en absoluto creible.

Una serie B sin ángel, deslucida, que sin embargo posee algún pasaje ciertamente original, como una violentísima y sanguinolenta escena entre Law y Alicia Braga tras la que se esconde la declaración de amor más heavy en el cine de los últimos años.

1.9.10

La Pandilla Basura

Stallone ha montado un circo y le ha quedado curioso. De hecho, Los Mercenarios, no es más que una autoparodia del cine protagonizado por héroes de acción. Y en este caso contando con la colaboración de algunos actores populares, especializados en soltar mamporrazos, que en alguna que otra ocasión le han intentado arrebatar el trono al propio Sylvester. Por no faltar, aunque sea en un pequeño cameo junto a Sly y Bruce Willis, ni falta el amigo Schwarzenegger. El toma y daca entre titanes está servido. Una escena, ésta, sin desperdicio alguno, tanto por su sentido del humor como por la indiscutible capacidad de cachondearse de sí mismos.

No hay que buscarle tres pies al gato. Los Mercenarios no es más que una película de acción montada entre amigotes del ramo con ganas de pasárselo bien. Hostia va, hostia viene. Explosiones a centenares. Persecuciones. Tiroteos a mansalva. De guión poco, poquito, pero de brutalidad y animaladas hay a raudales.

La historia no ofrece muchas novedades con respecto a otros títulos del género. En ella, un grupo de mercenarios es contratado por un misterioso tipo de la CIA para derrocar a un dictador de una pequeña república bananera. En realidad, tras el encargo se esconde una diana mucho más molesta que la del propio dictador. Y es que los servicios de espionaje norteamericanos nunca han tolerado que le salgan granos en el culo.

Sly, Statham, Jet Li, Lundgren y Mickey Rourke, junto con un par más de adquisiciones igual de zopencas, forman el grupo de élite protagonista (lo de élite es un decir). Bruce Willis sólo pasa por ahí, sin acreditarse, y bajo el nombre de Mr. Church (Señor Iglesia). Los tiempos han cambiado. La ultraviolencia que practican, para ellos, no es en absoluto incompatible con la filosofía (de baratillo) y el progresismo (friki) que desprenden. No es de extrañar por ello que el Rourke, un actor procedente de un cine con cierta autoría antes de perderse (física y psíquicamente hablando), suelte un discursillo profundo (lo de profundo también es un decir) sobre el poco sosiego que albergan las almas de unos seres que han dedicado sus vidas a segar otras vidas.

Tipos duros, solitarios, cafres y descerebrados... ¡altamente descerebrados! Enamorarse es casi un delito para ellos, un acto prohibitivo que podría trastocar sus planes. Los tatoos, el heavy metal y las motos son sus únicas vávulas de escape, sus distracciones favoritas durante los mínimos paréntesis de tranquilidad de que disponen.

El resto es de lo siempre, pero magnificado y exagerado de manera burda. En la platea, el consumo compulsivo de palomitas está asegurado durante su hora y media de metraje. Más que suficiente. El tiempo justo para no quemarse y disfrutar ante la irracionalidad visceral de un grupo pasado de rosca. Yo, al menos, no me aburrí. Al contrario, me reí con tanto desquicio. Cosas peores me he tragado en un cine. Al menos, no tiene pretensiones y su aspecto crepuscular y cutre me mola un rato largo.

Y atención, ante todo, a un par de puntos de inflexión irrepetibles. Uno es el ya citado encuentro tripartito entre Stallone, Willis y Arnold; el otro se encuentra en la primera y celebrada aparición de un atrotinado Mickey Rourke, montado en una Harley y en compañía de un putón verbenero que tumba de espaldas. Por algo, en tiempos, fue el chico de la moto. Para poner los pelos de punta.