30.1.09

Siempre nos queda París

Desde mediados los años 60, varios fueron los cineastas que acariciaron la posibilidad de llevar a la pantalla grande la novela de Richard Yates Revolutionary Road, pero no ha sido hasta ahora que tal intención se ha materializado. Y ello gracias a la pertinencia de Kate Winslet, su protagonista femenina, quien, tras leer la novela, convenció a su esposo, el realizador británico Sam Mendes, para que se pusiera manos a la obra a partir del guión de Justin Haythe. Vistos los resultados finales, no hay nada mejor que un matrimonio para urdir, en comandita, un film sobre crisis matrimoniales.

De hecho, Revolutionary Road, aunque ambientada en los 50, mantiene muchos puntos de contacto con American Beauty, la ópera prima que encumbró a la fama a su director. La falsedad del sueño americano, la insatisfacción personal o las ganas de romper definitivamente con el entorno habitual, son constantes que se repiten en ambos casos, así como su tono agridulce y desalentador.

Los Wheeler componen un matrimonio ciertamente disfuncional, aunque no tan atípico como les pueda parecer a más de uno. Ella, April, se siente frustrada por no haber desarrollado su carrera como actriz, cambiando tal sueño dorado por la triste realidad de convertirse en una ama de casa más. Él, Frank, vive asfixiado debido a su gris empleo como oficinista. Pero, a pesar de las aspiraciones bohemias y transgesoras de ambos, han formado una unidad familiar; buena prueba de ello son sus dos retoños. Vistos desde fuera, hasta dan la impresión de ser una familia feliz: tienen su casita en Revolutionary Road, en el extrarradio de Connecticut; aparentan solidez y templanza, e incluso mantienen cierta afinidad con sus vecinos más cercanos. Sin embargo, en la trastienda, se cuece una realidad muy distinta. Romper con el entorno y trasladarse a París, para ellos, es la única vía de escape posible para salvar una relación que empieza a deteriorarse. Y es que los encantos del Viejo Continente, en esos tiempos, lo curaban todo.

Mendes se acerca a las ilusiones y fracasos de los Wheeler de forma fría, distante, sin ampararlos en lo más mínimo. La cámara ejerce la función de espía, obervándoles a hurtadillas, sin implicarse. No toma partido por ninguno de los dos, ni siquiera por sus decisiones y actos. Una fórmula excelente para alejarse emotivamente de ellos y, en el fondo, y siempre teniendo en cuenta su fuerte tono melodramático, el modo más eficaz para no caer en la fácil tentativa de esbozar un folletín lacrimógeno.

Revolutionary Road no cuenta nada nuevo que el espectador no sepa de antemano. Historias similares han sido plasmadas en la pantalla grande en multitud de ocasiones. Lo que diferencia a éste de otros films parecidos es precisamente, y sin renunciar a su tono academicista, su forma, su estilo y, ante todo, el brillante trabajo de sus dos intérpretes principales. Kate Winslet, en su rol de mujer consternada, está que se sale. Leonardo DiCaprio, ese Frank bipolar que navega en varias direcciones sin encontrar su lugar en el mundo, le va a la par. La magia de esa química tan necesaria entre dos actores, ha vuelto a funcionar al cien por cien.

DiCaprio, Winslet y, como añadido y en el papel de esa vecina entrometida que tanto idolatra la figura de los Wheeler, la gran (en todo los aspectos) Kathy Bates. Son los mismos del Titánic, aunque aquí no zozobra ningún barco. Esta es otra historia. Lo que zozobra es un matrimonio. Por lo tanto, tienen el naufragio asegurado.

29.1.09

YoGa 2008

Al igual que cada año por estas fechas, justo alrededor de la ceremonia de los Goya, ayer noche se reunió el colectivo Catacric (Catalans Critics) para otorgar los premios YoGa a lo peor del cine del 2008 y, al mismo tiempo, con la intención de celebrar los 20 años de dichos galardones; una cita a la que a última hora no pude asistir por causas ajenas a mi voluntad pero, de cuyos resultados, dejo fe en el blog. Si hubiera estado presente, les puedo asegurar que habría propuesto el YoGa El Turismo Es Un Gran Invento o, en su defecto, el de Toma El Dinero Y Corre para Woody Allen por su Vicky Cristina Barcelona. Una lástima.

Sin más dilación, les dejo con los títulos y personajes coronados por el jurado anónimo y mutante de esta edición.

PREMIOS YoGa 2008 - 20ª Edición

CINE ESPAÑOL

- Peores películas: YoGa Grandes "Espe"-ranzas a La Conjura de El Escorial, de Antonio del Real, y Sangre de Mayo, de José Luis Garci.

- Peor director: YoGa En la Cuerda floja a José Luis ídem, por Los Girasoles Ciegos.

- Peor actor: Yoga Dieta No Mediterránea a Javier Cámara, por Fuera de Carta y Los Girasoles Ciegos.

- Peor actriz: YoGa Lo Suyo Es Puro Teatro, a Anna Lizaran, por Forasters.

CINE EXTRANJERO

- Peor película: YoGa Sin Tetas No Hay Paraíso a la versión para el cine de Sexo en Nueva York.

- Peor director: YoGa Quanto Solhace a Catherine Hardwicke por Crepúsculo.

- Peor actor: Yoga Superfumados al dúo Robert de Niro-Al Pacino, por Asesinato Justo.

- Peor actriz: YoGa No Me Pidas Que Te Premie, Porque Te Premiaré, a Renée Zellweger, por Appaloosa.

ESPECIALES

- YoGa La Amenaza Fantasma Salomon Shang a Albert Serra y Jaime Rosales.

- YoGa El Silencio de los Corderos, a il divo Joel Joan.

- YoGa El Caballero Oscuro, a Jaume Roures.

UNO DE LOS NUESTROS

YoGa Vicky Cristina Bastelona, a Jordi Basté.

27.1.09

Ustedes lo han querido: LA HUELLA

En 1972, el gran Joseph L. Mankiewicz puso fin a su carrera cinematográfica con La Huella, un broche de oro que, dejando a un lado su originalidad escénica y de guión, ofreció al espectador uno de los mayores duelos interpretativos de la historia del Séptimo Arte: Laurence Olivier y Michael Caine cara a cara, en la maroma y sin red. Por detrás, tal y como se aprecia en sus créditos iniciales (todo un inmenso guiño al mundo del teatro), el muy cachondo del realizador apoyó a ambos con la enigmática presencia de una actriz que atendía por el nombre de Eve Channing. El juego tan sólo acababa de empezar.

Basado en la obra teatral homónima del prestigioso Anthony Shaffer, y guionizado por el mismo autor, La Huella es un thriller de esos que marcan huella (y valga la redundancia) debido a muchos aspectos. Un film que posee de todo: comedia, drama, intriga y, a modo de inolvidable remate, un final de esos que, aún visto hoy en día, sigue poseyendo la capacidad de asombrar a aquellos que no la habían visto antes.

Dos únicos personajes... O casi dos... La sorpresa y el engaño siempre han formado parte del juego propuesto, dentro y fuera de la pantalla. Y para ello, sin vergüenza alguna, Mankiewicz se erige como el gran fullero por excelencia. No hay que creer en todo lo que vemos, pero sí dejarnos fascinar por la partida verbal y física a la que se enfrentan Andrew Wyke y Milo Tindle o, lo que es lo mismo, Olivier y Caine. El primero es un tipo arrogante, culto, amanerado y amante de charadas de todo tipo; un escritor de novelas policíacas que, por sus modos y maneras, se alza como el claro ejemplo de una aristocracia acartonada y con alarmantes síntomas de carcoma. El segundo es todo un dandi, joven, mujeriego, seductor empedernido y propietario de una peluquería en el Soho londinense; entre sus grandes defectos, ante los ojos de su recalcitrante anfitrión, se encuentran los de ser hijo de un inmigrante italiano y de haberle robado a su esposa.

El escenario se sitúa en la inmensa mansión que posee el ilustrado Andrew Wyke en medio de la campiña, lugar al que ha sido citado su antagonista para poner en claro ciertas cuestiones monetarias y referentes a su mujer. Una casa igual de rocambolesca que la perversa mente de su propietario; una morada marcada, ante todo, por la inmensa variedad de juguetes y autómatas que colecciona su dueño. Allí, en plena feria de vanidades, aparecerá el pasatiempo de la humillación. Y es que, en realidad, debe de joder mucho que un espaguetini mediocre se folle a la pareja de uno. Dado el supuesto y con la finalidad de tocarle los huevos al intruso, no hay nada mejor que vestir a éste de payaso. La deshonra empieza por unos gigantescos zapatones.

La lucha se abre ya en el primer acto. La clase alta contra la clase media. Las ostias van y vienen. Todo muy británico. La tensión y el sentido del humor que no falten; son los platos del día. Después llegarán el segundo y tercer acto, pues dicen que no hay dos sin tres. No hay tregua para el espectador. La mala leche sube a cada minuto que pasa. El calentón es imparable. Los giros de guión van y vienen, uno tras otro, sin descanso. Mankiewicz, con su batuta en mano, disfruta orquestando un tinglado del que, pudiendo tener mucho de teatral, tan sólo se detecta su aroma escénico original. Y allí enfrente, como dos titanes incansables, Michael Caine y Laurence Olivier, a cual mejor.

La historia nunca decae, siempre va para arriba. El crescendo en su máximo esplendor. Nada se le escapa al dire. El control es absoluto. Su guión funciona como un mecanismo de relojería recién engrasado. Mientras, un marinero loco y jocoso, que en forma de autómata adorna la estancia principal de la mansión Wyke, se cachondea, con sus carcajadas, del mal rollo creado entre los púgiles.

Disfraces, mucho whisky, un poco de carbón, algunas balas, un decadente toque aristocrático y la química suficiente para que Olivier y Caine, en su roce, suelten chispas. Agatha Christie, a su lado, se quedó corta en sus asesinatos. Una obra maestra indiscutible, difícil (por no decir imposible) de superar. Y aquel deslenguado que se atreva a contar algo más de su trama, merecerá que se le amputen manos, piernas y cabeza.

Hace un par de años, un Kenneth Branagh igual (o más) de engreído que ese Andrew Wyke nacido de la mente de Shaffer, se puso manos a la obra y montó su propia versión. El título, el mismo; idéntico. De hecho, se basó en la misma obra teatral usada por Mankiewicz, aunque en su caso contó con Harold Pinter para su adaptación. Un Michael Caine 35 años mayor repitió protagonismo, aunque permutando su viejo rol por el que interpretara Laurence Olivier. Su lugar, el del peluquero dandi (aquí reciclado en actor en paro), recayó en un Jude Law de lo más histriónico e insoportable.

En su soberbia, Branagh rehusó de un plumazo la estética visual de la versión del 72, apostando por un diseño irritantemente moderniqui. Con ello, el escenario rococó y abigarrado de cachivaches que definía a la perfección al personaje de Wyke, se convierte en una inmensa estancia vacía en la que, a duras penas, existen un par de sofás, igual que en los baretos de copas nocturnos que se pusieron de moda en los 90. Gigantescas pantallas de plasma y un único mando a distancia, suplen la ausencia casi total de escenografía.

El regusto enfermizo por los juegos queda sólo en una minúscula sombra de lo que fue. El payaso, con sus tremendos zapatones incluidos, no asoma por ninguna parte. En realidad, éste se escuda tras la cámara, dándole más importancia al continente que al contenido. Lo rocambolesco, en este caso, se localiza en la cantidad de planos inútiles y rebuscados con los que se planteó un remake ciertamente patético, y en un tercer acto insolentemente gay y totalmente tergiversado respecto a las intenciones originales.

Hay que ser valiente y tenerlos cuadrados para afrontar una nueva exégesis de La Huella. O, sencillamente y sin ir más lejos, hay que ser un pedante de mucho cuidado. Sea lo que sea, los resultados cantan por sí mismos: Mankiewicz, 10; Branagh, 0.

Las comparaciones son feas pero, como sucede en este caso, también son inevitables.

22.1.09

El buen samaritano

Tras la correcta En Busca de la Felicidad, el actor (y, en este caso, productor) Will Smith y el realizador Gabriele Muccino, se han vuelto a unir para maquinar su nuevo film: Siete Almas, un trabajo mucho más austero que su precedente y por el cual no asoma ni un ápice de comedia

Siete Almas examina los movimientos de Ben Thomas, un tipo deprimido y solitario que trabaja como agente del Departamento de Tesorería General de los Estados Unidos. O, al menos, esto último es lo que asegura a todos los personajes que personalmente ha elegido para beneficiarles de un modo u otro. La verdad es que poco más se sabe del tal Thomas: ni de él, ni de sus intenciones reales. Todo parece indicar que un trauma reciente le ha convertido en una especie de buen samaritano: un tipo amargado, aunque de buen corazón, dispuesto a tenderles una mano a la gente más necesitada.

Mediante una precisión casi de relojería, el italiano Muccino y su guionista, Grant Nieporte (en su primer trabajo para la pantalla grande), colocan, una a una, las piezas de su puzzle sobre el tablero, encajándolas con una delicadeza sublime y consiguiendo, con ello, dar nuevas pistas sobre las pretensiones de Ben Thomas. Y curiosamente, cuando todo empieza a aclararse para el espectador, se descuadran de arriba abajo los propósitos del protagonista ya que, en sus planes, no contaba con un obstáculo difícil de superar.

No les voy a contar más sobre una película que vale la pena ir descubriendo paso a paso. De destrozar el intríngulis de la misma ya se han encargado, como es costumbre, otros medios y en distintas ocasiones. Y es que, ante un film de sus características, hay que acudir virgen a su visionado y dejarse llevar por el emotivo descubrimiento de una trama que transcurre a ritmo lento y con un gigantesco toque de ternura. Una trama que, por cierto, posee un cuarto de hora final milimétrico y durante el que se desvelan cuantas incógnitas han suscitado los actos de un sorprendente Will Smith, alejado totalmente (al menos por esta vez) de interpretaciones siempre al límite de convertirse en un comicastro (de los simpatiquillos) de tres al cuarto. Conociendo su colaboración anterior, queda claro que al hombre le sienta bien trabajar a las órdenes del director romano.

Una mención aparte merece la química que desprenden el susodicho y Rosario Dawson. Cada vez que ambos comparten plano, la pantalla se inunda de chispas. Y es que la Rosario es muchísima Rosario... aunque, en este caso, interprete a una chica enfermiza, lo cual le otorga un aspecto poco habitual en ella. Aún y así, la chica es capaz de seguir robando corazones.

Acérquense, con prudencia, a Siete Almas. Y digo con prudencia porque lo peor que les puede suceder es aproximarse a ella pensando que se van a encontrar con una comedia o un film de misterio. Nada más lejos de ello. Siete Almas es un melodrama de envergadura; de los que hielan la sangre y hacen llorar. Muchos la tildarán de lacrimógena. Y lo es, no voy a negarlo. Pero que bonito es, de vez en cuando, dar rienda suelta a los lagrimales... que, en caso contrario, terminan por secarse. Yo gasté unos cuantos kleenex y, además, con ello, disfruté.

20.1.09

EN RESUMIDAS CUENTAS: De polis neoyorquinos y mafias londinenses para todos los gustos

Cuestión de Honor recoge el testimonio del cine de Sydney Lumet pues, en la cinta, se recrea una de esas historias en la que se pone en duda la honorabilidad del cuerpo de policía de la ciudad de Nueva York y, al mismo tiempo, tal y como le gustaba al realizador de Serpico, a la posible rotura de las raíces que mantienen unida a una familia que lo ha dado todo por el "cuerpo". El director, en este caso, es Gavin O’Connor, un tipo que, en el desarrollo de su trabajo y como buen irlandés, no reniega de sus orígenes y costumbres, tal y como muestra en una de sus escenas finales, la protagonizada, a ritmo de gaitas, por Edward Norton y Colin Farrell.

La familia Tierney. Un padre, la madre y sus tres hijos, dos varones y una chica. Tres de ellos son policías. El progenitor ya no está en activo, aunque había sido un alto cargo de la Institución. Ahora, entre copa y copa, admira el trabajo policial de sus dos retoños y el de su yerno, un agente uniformado y bajo las órdenes directas de Francis, el mayor de sus vástagos. El asesinato a balazos de cuatro de los hombres de Francis, destapará la podredumbre de su grupo y, al mismo tiempo, conducirá a los Tierney hacia un grave dilema... justo en plenas fiestas navideñas.

Fiel al estilo de los thrillers urbanos que imperaban en los años 70, O’Connor urde una trama compacta aunque llena de tópicos. Todo cuanto expone suena a conocido. Lo de la corrupción policial ya es un tema en exceso sobado en el cine americano, pero la solidez y el academicismo con que lo cuenta le convierten en un trabajo digno y poseedor de un par de escenas de iracunda fiereza, como demuestra la de la visita de Colin Farrell y un par de compañeros al domicilio de un camello con la intención de interrogarle (y en donde una plancha juega un papel destacado). Norton, el citado Farrell, Noah Emmerich y un impresionante Jon Voight, se encargan del resto. Lo de siempre, aunque con oficio y una dignidad deslumbrante.


Otro thriller, aunque de coordenadas totalmente distintas y alocadas, es lo que propone el inglés Guy Ritchie en Rock'n'Rolla, un trabajo que, por sus constantes visuales y narrativas, entronca directamente con sus dos primeros largometrajes, Lock & Stock y Snatch, Cerdos y Diamantes. El hombre, empecinado en darle un ritmo trepidante a sus productos, sigue con sus vibrantes video-clips y sus mafias londinenses, estas últimas de todo tipo y color.

Hampones rusos recién llegados a Londres; gángsters cercanos al mundillo de las inmobiliarias, de los de la vieja escuela: un nutrido grupo de matones de barrio; una contable morena, ricachona, de buen ver y atraída por el morbo de los bajos fondos; un ídolo del rock al que se le da por muerto y un fetiche, en forma de valiosa pintura y capaz de pasar de mano en mano, se unen en una espiral de violencia y humor que ciertamente parece imparable. Pero tan sólo lo “parece” pues, en su última media hora y a pesar del enfebrecido compás otorgado, al Guy se le va en demasía la olla y desmonta un tanto la meticulosa construcción argumental (llena de diálogos inmejorables y situaciones jocosas) que ofrecía desde un principio.

De todos modos, dejando a un lado sus errores, se trata de un film potable en el que, ante todo, hay que prestar una especial atención a Jenny Cole, el resbaladizo personaje interpretado por un excelente Tom Wilkinson y, por defecto, a su hombre y basurero de confianza, el impagable e inalterablemente británico Archy, al que da vida un comedido Mark Strong, uno de los actores todoterreno de los últimos años. No tienen desperdicio.


Y, a tenor de que los representantes del mundo de la distribución resultan de lo más inesperado, han aprovechado el “supuesto” tirón comercial de Rock'n'Rolla para estrenar Revolver, un título igualmente de Ritchie, aunque realizado en el 2005; cinta que supuso para el cineasta el reencuentro con sus maneras habituales tras el descalabro comercial y crítico sufrido por Barridos Por La Marea, o la ingrata tarea de edificar un nefasto film para lucimiento exclusivo de la que por entonces, a principios del 2000, estaba casada con él: Madonna.

Revolver posee la cadencia sincopada de sus productos más logrados pero, en contrapartida, resulta un film irregular, pesado y bastante mal narrado. Las mafias vuelven a estar presentes, aunque en ella le toca el turno al mundo del juego. Casinos, cartas, venganzas y violencia están a la orden del día. Un tutifrutti exento de cualquier sustancia. Todo se me antoja tan confuso que ni la sugerente actuación de un grandioso Ray Liotta logra darle un mínimo empaque a la cosa. Totalmente ahorrable. Con la del Rock'n'Rolla tienen más que suficiente.

19.1.09

Ustedes lo han querido: PAT GARRET Y BILLY THE KID


Resulta muy difícil juzgar (por no decir imposible) una película como Pat Garrett y Billy The Kid, ante todo porque jamás llegó al espectador en las condiciones ideadas inicialmente por su director, un Sam Peckinpah que vio vilipendiado su montaje, en varias ocasiones, por distintas majors (desde la Metro a la Warner, pasando por la Columbia); un montón de sinvergüenzas que incluso, una vez desaparecido el realizador y hace tan sólo un par de años, volvieron a repasar lo que quedaba de la cinta para remontarla y presentarla en el Festival de Berlín alegando tratarse de la versión definitiva. De hecho, esta es la copia que se puede encontrar en la denominada edición especial en DVD: una copia recortada en su metraje y que, alucinantemente, posee unos subtítulos que, en demasiadas ocasiones, no corresponden fielmente a los diálogos que apoyan.

A pesar de tales inconvenientes, uno puede hacerse una idea aproximada de lo que pretendía Peckinpah en su repaso a las vidas de Pat Garrett y Billy El Niño, dos personajes que deambularon juntos al margen de la ley y que, tras su separación, volvieron a cruzarse en el mismo camino cuando, años después, el primero de ellos había decidido trabajar bajo las órdenes de un explotador sin escrúpulos como el ganadero Chisum.

Al igual que en la magistral Grupo Salvaje (aunque salvando las claras distancias), pretende narrar una historia sobre amistades truncadas y fidelidades dubitativas. La figura de Pat Garrett (excelente James Coburn), bien podría equipararse a la del Robert Ryan del citado film, un forajido que decide reciclarse y pasarse al (en teoría) lado bueno; mientras que Billy El Niño (un desconocido, jovencísimo y efectivo Kris Kristofferson), recuperaba el espíritu más libertario (y libertino) que lucía William Holden en la otra película.

Hasta aquí, todo bien. La lástima es que, por culpa de esos continuos remontajes, el largometraje de Peckinpah se ha convertido en una obra fragmentada, sin apenas continuidad narrativa, lo cual dificulta el seguimiento por parte del espectador. En definitiva, su visionado da la impresión de tratarse una colección de episodios unidos por un mínimo vínculo argumental, el del acoso al que somete Pat Garrett a su viejo compañero de fatigas.

Aun y así, en ciertos pasajes, es fácil adivinar la fuerza de un realizador visceral como la del autor de Perros de Paja. La escena que transcurre en un bar de mala muerte y en la cual James Coburn, durante una tensa partida de póker, interroga de forma sádica a un reducido grupo de malhechores, o toda la secuencia final, en plena noche y en donde se plasma el último encuentro, cara a cara, de los dos protagonistas, rezuman todo el estilo del director; un gran hombre de cine que, por desgracia y en más de una ocasión, vio tergiversada parte de su obra, tal y como le sucedió con anterioridad con la también denostada Mayor Dundee.


Pat Garrety y Billy El Niño, una cinta que, a buen seguro y en su integridad, tal y como la planificó el bueno de Peckinpah en su día, daría mucho más de sí. Inevitablemente, nos hemos de conformar con los retazos que de ella han dejado cuatro tipos sin escrúpulos, aunque aún podemos disfrutar al menos con lo mejor de la misma: la brillantez de la banda sonora compuesta por Bob Dylan, cantante que, con este largometraje, hizo sus primeros pinitos como actor mediante el personaje del controvertido Alias, un individuo incapaz de decantarse claramente por ninguno de los dos bandos.

16.1.09

Por fin, se han reencontrado

Descanse en paz, don Ricardo... que está en muy buena compañía.

Homofobia

Al Gus Van Sant le va lo gay. De hecho, no es la primera vez que se acerca a la homosexualidad en su cine. Ahora, a través de Mi Nombre Es Harvey Milk (el alargado título español del escueto Milk original), rescata la figura del primer gay (reconocido) que llegó a ocupar un puesto de responsabilidad pública en la política norteamericana. Un político que, al poco tiempo de ejercer como miembro del Consejo de Supervisores del ayuntamiento de San Francisco, fue asesinado a balazos, junto al alcalde George Moscone, por la misma mano ejecutora; un tema éste que ya fue tratado por Rob Epstein en The Times Of Harvey Milk, un documental que obtuvo el Oscar a su categoría en 1984.

Sin lugar a dudas, Van Sant ha recurrido en varias ocasiones al trabajo de Epstein para urdir la trama de su cinta, bien sea para documentarse o bien para motivar a sus actores. Según cuentan, antes de rodar la multitudinaria escena de la manifestación masiva que, en señal de duelo por la muerte de Milk y Moscone, recorrió las calles de San Francisco, el amigo Gus montó un pase privado de la película destinado al nutrido grupo de extras contratado. A buen seguro, y teniendo en cuenta la (jamás escondida) dependencia con el documento de los 80, el realizador de la insufrible Elephant ha optado por otorgarle a su nuevo título el aspecto de un docudrama, insertando incluso en su desarrollo imágenes reales.

En esta ocasión, ha orquestado un film mucho más abierto al gran público que otros trabajos suyos más recientes, como el irritante Last Days. El academicismo formal de la mayaría de sus pasajes, no ha significado ningún obstáculo para que el realizador de Kentucky no pierda su identidad como cineasta extraño y experimental pues, durante todo su metraje, no deja de jugar (acertadamente) con el montaje y la planificación narrativa y fotográfica (incluidos sus virajes de color)

La historia es una historia conocida. En realidad, no aporta nada nuevo que no sepamos de antemano. Películas con temáticas similares hay un montón. La lucha por salir de armario (empezando por la del propio Milk); el desprecio sufrido por el colectivo homosexual de parte del conservadurismo más radical; la defensa de los valores y las libertades individuales, o el nacimiento del movimiento gay como clara militancia combativa ante el poder establecido, son temas recurrentes (en exceso) dentro del (llamémosle) "celuloide oculto". Pero Van Sant se enfrenta a ello con oficio, mucha pasión y ritmo. Y, por si fuera poco, se atreve a otorgarle el papel de Harvey Milk a Sean Penn, un actor al que, teniendo en cuenta la mayor parte de su trayectoria anterior, cuesta imaginárselo en la piel de una loca reivindicativa y que, a pesar de ello, con su interpretación (a veces, conscientemente, rayana en el histrionismo), logra hacer totalmente creíble su rol.

Pero al Gus, en su particular (y necesaria) demonización de la homofobia, no todo le ha salido tan redondo como pretendía. Por ejemplo, tanto en la caricaturizada ambivalencia con que dibuja al rival político de Milk en el Ayuntamiento (un inseguro y nada comedido Josh Brolin), como en la indefinición con que afronta la construcción de ciertos personajes (como sucede en el caso del de Diego Luna), se han visto en parte mermadas sus buenas intenciones. De todos modos, y a tenor de las pocas sorpresas que ofrece su proyección, ha salvado con nota alta su vuelta a la normalidad tras demasiados títulos de corte molestamente empírico.

Mención aparte supone la excelencia de la banda sonora compuesta por un Danny Elfmann también diferente, huyendo de su estilo habitual y en busca de nuevas sensaciones. Atención a la partitura de los créditos finales: simplemente impresionante.

A pesar de sus defectos (que los tiene, aunque perdonables), Mi Nombre Es Harvey Milk se alza como un film ideal para apasionados por la lucha del colectivo gay y, ante todo, para interesados en conocer los inicios de tal movimiento en el barrio de Castro, en pleno San Francisco. Como curiosidad, resaltar la cita que el personaje de Cleve Jones (un gafotas Emile Hirsch) hace del nacimiento, de una lucha de similares connotaciones, en la Barcelona de mediados los años 70, justo después de la muerte del dictador.

15.1.09

EN RESUMIDAS CUENTAS: De la hija de Steve McQueen a los hijos de Los Angeles

Quien mucho abarca, poco aprieta. Actriz, guionista, directora y productora; demasiadas funciones para tan poca chicha. Cuando Ella Me Encontró es su título, una cinta en la que Helen Hunt se arma de valor y se coloca en todas partes, como Juan Palomo. A pesar del indiscutible esfuerzo y la buena voluntad vertida, le sale una comedia sin ángel y con demasiadas connotaciones televisivas. De hecho, cuando protagonizó la serie Loco Por Ti, ya se encargó de la realización de algunos de sus episodios.

No hay peor cosa que le pueda a ocurrir a una comedia que querer hacer gracia y no conseguirlo. Entre lo cursi que resulta en general la propuesta y la nula fuerza interpretativa de la que hacen gala sus protagonistas, Cuando Ella Me Encontró se acaba convirtiendo en un fiasco de mucho cuidado, empezando por la propia Helen Hunt quien nunca antes había demostrado tan poca inspiración en la creación de un personaje. Un problema, éste, que bien podría ser causa de trabajar al lado de una dama tan cargantemente insoportable como la histriónica de Bette Midler (¡qué lejos quedan los años de La Rosa!). Añádanle a ellas la sosería habitual de Colin Firth y el desencanto de un estrellado Matthew Broderick, y sabrán lo que vale un peine.

Embarazos, adopciones y fracasos sentimentales (con triángulo amoroso incluido) envuelven el hermético mundo de April Epner, una maestra cercana a los cuarenta que, justo durante su separación matrimonial, conocerá por vez primera a su madre biológica, una mujer un tanto cínica y estrella de un programa de la televisión local. Tan caradura resulta ésta que incluso le asegura a su redescubierta hija que su padre real fue el mismísimo Steve McQueen.

Basada en una novela de Elinor Lipman, se trata de un producto que, a pesar de los múltiples temas que aborda (aunque sin profundizar en ninguno de ellos), se me antoja totalmente vacío y cansino. Difícilmente podría funcionar ni como telefilm.

Por cierto, ¿se han dado cuenta que la Hunt se está convirtiendo en Mercedes Milá?


Otra comedia de lo más mediocre, aunque estrenada como cine casi de culto, es Buscando Un Beso A Medianoche, una cinta que se inicia de forma prometedora (y con cierto aire desinhibido a lo Clerks) para dar paso a una fórmula de lo más repetitiva e insulsa. Su fotografía en blanco y negro es el truco del director, Alex Holdridge, para atrapar en su sobadísima propuesta al gafapastas de turno.

El y ella. Wilson y Vivian. Dos jovencitos (aunque él ya apunta casi los 30) en el corazón de Los Angeles. Él pretende colarse como guionista en el engranaje de Hollywood. Ella tiene aspiraciones de convertirse en actriz. Lo nunca visto, ¿no? Ambos salen de dos experiencias sentimentales negativas. Han contactado mediante una página de corazones solitarios en Internet. Es 31 de diciembre, el último día del año y, antes de la medianoche, han de calibrar sus sentimientos. El toma y daca acaba de empezar. Todo sea por el polvo de fin de fiesta. De fondo, mientras pasean por las calles de la gran ciudad, un sinfín de diálogos artificiosos.

No contar nada y hacer un film que da la impresión de contar mucho, es la gran habilidad del tal Holdridge. Lo del Antes de Amanecer y de Atardecer le salió bastante bien al Linklaker, pero no hay que abusar de la receta. Las malas imitaciones se convierten en peligrosísimas sobredosis. Suerte que entre tanto despropósito, al menos le ha salido bien una cosa: el contundente retrato de la decadencia de una ciudad como Los Angeles. Y es que, en el fondo, lo que ha hecho este hombre con Buscando Un beso A medianoche es el anti folleto turístico de una gran capital. El resto, las palabrejas y su endeble pareja protagonista incluidos, quedan para el olvido.

12.1.09

El Norte también echiste

El norte y el sur de Francia, dos polos opuestos en demasiados aspectos. Según los del sur, la gente del norte es en extremo básica: hablan un dialecto extraño (el popularmente llamado ch’ti); soportan el frío de modo estoico y se muestran rudos en sus hábitos y comportamientos. Verdaderos trogloditas para el gabacho con aspiraciones elitistas. Para un hombre de la parte baja del país, no hay peor castigo laboral que ser trasladado a territorio ch’ti. Eso es lo que le ocurre precisamente a Philippe Abrams, un funcionario de correos que, de intentar truculentamente conseguir una plaza en una agencia de la Riviera, pasará a convertirse en el director de la sucursal de Bergues, una pequeña ciudad norteña.

Así se inicia Bienvenidos al Norte, una comedia que se ha convertido en el éxito del año en Francia y que, por sus constantes, puede repetir un logro similar en España; un país el nuestro que, en mayor o menor medida, también ha caído (y, generalmente, con bastante mala hostia) en eso de los tópicos a la hora de calificar a los habitantes de sus distintas comunidades.

Su director y guionista, Danny Boon (nacido en el norte francés), junto con un par de escritores más, juega con todos los tópicos habidos y por haber en la construcción de su guión, volcando en la descripción de los ch’tis cuantos chistes y habladurías existen sobre ellos. Y, a pesar de la sencillez y previsibilidad que denota su argumento, éste resulta ciertamente gracioso y acertado. De hecho, carga las tintas, ante todo, en la definición de los dos personajes que, en concreto, se acaban alzando como el alma mater del film: uno de ellos, interpretado por el propio Boon, es Antoine Bailleul, cartero y campanero de Bergues; el otro (magnífico Kad Merad), es el desterrado Philippe. Entre ambos, tal y como era de esperar, romperán fronteras y aproximarán diferencias.

Un divertido Danny Boon, de hablares atropellados y remarcando inevitablemente la “ch” en su dicción, se ve superado, en buena parte, por la mayúscula construcción que Merad hace de su atribulado funcionario, un hombre que, alejado de su esposa e hijo, ha de intregarse forzosamente en una sociedad que muchos considerarían el mismísimo infierno. Un dúo de actores que se ven apoyados, en todo momento, por un esmerado grupo de secundarios quienes, con su celebrada presencia, le otorgan un agradable toquecito coral a la cinta.

Debido a la (guasona) importancia de la aturullada pronunciación de los ch’tis (y, en buena parte, una de las claves humorísticas principales del film), recomiendo efusivamente su visionado en versión original subtitulada, y más habiendo visto por televisión un pequeño fragmento de su (¡apayasadísimo!) doblaje español.

Una cinta afable e inteligente, capaz de abogar por la diversidad cultural siempre con una sonrisa en los labios. Un canto a la amistad y al entendimiento, realizado lejos de cualquier petulancia y apostando directamente por la sencillez más absoluta. ¡Viva la inocencia!