28.6.10

Un par de oasis argentinos

Con la sequía de buenos productos cinematográficos por la que estamos pasando, es todo un placer descubrir dos pequeñas joyas del cine argentino subsistiendo en la nada placentera cartelera de los últimos meses.

La primera de ellas es Mentiras Piadosas, una estimulante comedia negra que data ya del 2008, tremendamente ácida y con un acentuado tono melodramático. La historia, dirigida por Diego Sabanés, está inspirada libremente en un cuento corto de Julio Cortázar. De hecho, la base de la historia -en la cual los miembros de una familia inventan una sarta de mentiras para esconderle a una madre la suerte de un hijo que partió a Francia en busca de fortuna-, es lo que más se acerca al original literario pues, el tal Sabanés, con ese punto de partida, logra una brillante radiografía de la familia como grupo y de las falsas apariencias que se ven inmersas en tal microcosmos.

Mentiras Piadosas desgrana, a dosis iguales, mala leche y sentido del humor. La mentira, a golpe de ensancharla, acaba formando parte de la existencia real de los integrantes de la familia. Tan grande se ha hecho la bola que no podrán vivir sin ella, girando todo su devenir diario alrededor de la misma. Se autoalimentan de ella y, al mismo tiempo, se olvidan de otros quehaceres diarios, como el de mantener apropiadamente el negocio familiar. Lo único que importa es tener a la madre engañada.

Su tono costumbrista inicial es sólo un esbozo, un modo como otro de entrar en materia. Pronto se aleja de él, suelta las riendas y se aproxima al mayor de los absurdos, alzándose como un inteligente canto a la sin razón y al surrealismo y en el que sobresale (aparte de sus buenas interpretaciones) la sobriedad de una realización que apuesta por la claustrofobia escénica. Los interiores y la oscuridad son dos de sus grandes constantes; unas constantes que ayudan a reflejar el encorsetamiento de ciertas (malas) costumbres familiares y el miedo a descubrir demasiado del exterior. Las sombras y los fantasmas serán los únicos vecinos de una familia entregada devotamente a una ficción.

Dos Hermanos es el otro título argentino destacado. La familia, de nuevo, convertida en centro de atención de esa cinematografía. Dirigido por el prestigioso Daniel Burman tras la excelente El Nido Vacío, muestra la extraña (y tensa) relación que mantienen Marcos y Susana, dos hermanos setentones que acaban de enterrar a su anciana madre. Los trapicheos inmobiliarios de ella y el conformismo de él marcarán su existencia.

Susana es una arpía de mucho cuidado; una mujer hipócrita, manipuladora y falsa hasta la médula. Por su parte, Marcos destila buenos sentimientos a través de todos sus poros y se muestra capaz de soportar, con suprema paciencia, los desmanes de una hermana totalitaria. De todos modos, la vejez la pasarán separados, a temporadas, debido a la distancia. Mientras ella reside en su piso de Buenos Aires, él se acomoda en una vieja casona que Susana compró, por cuatro chavos, en un pueblecito del Uruguay, justo al otro lado del río.

Una obra emotiva, sencilla y sincera. La clara demostración de que, en cine, no es necesario gastarse una fortuna para narrar una buena historia. Labrada a golpe de sentimientos, Dos hermanos resulta una película magnética: atrapa en su costumbrismo (genial el modo de acercarse a los habitantes del pueblo uruguayo); sorprende por su (agrio) sentido del humor y convence, ante todo, por las magistrales interpretaciones de sus dos actores principales, Graciela Borges (toda una diva del cine argentino) y Antonio Gasalla, un humorista del país no muy conocido por nuestros lares.

16.6.10

¡Jo, qué nochecita!

El canadiense Shawn Levy es un realizador del montón al que le suelen encargar comedias del montón. Tal cual. La Pantera Rosa del 2006 o Noche en el Museo y su secuela, son sólo algunos de los (olvidables) títulos que definen a la perfección el carrerón de un hombre que empezó como actor televisivo y acabó alternando su faceta de intérprete con la de director. Quizás más le valdría no haberse situado jamás tras una cámara. Ahora, con Noche Loca, ha llegado a la cima de su filmografía ya que, sin ser nada del otro mundo, se deja ver con cierto agrado, desmarcándose un tanto de sus fantochadas anteriores.

La idea de Noche Loca no es, ni mucho menos, original. De hecho, se trata de un cruce bastardo entre Con la Muerte en los Talones y Jo, ¡Qué Noche!. Del film de Hitchcock roba la confusión de personajes (Thornhill por Kaplan y aquí Foster por Tripplehorn), mientras que del de Scorsese, la idea de hacer transcurrir buena parte de su acción durante una noche de lo más insomne y estrafalaria. El resto lo deja en manos de un (siempre) efectivo Steve Carrell, uno de los comediantes actuales con menos tendencia al histrionismo.

La cinta se acerca a la noche infernal por la que pasará un matrimonio de Nueva Jersey que decide ir a cenar a un restaurante de moda en la ciudad de Nueva York. La apropiación indebida de la reserva de mesa de otra pareja y la aparición de un par de matones que les toman por quienes no son, forman el grueso del leitmotiv del film. A partir de aquí, un sinfín de enredos y de situaciones (más o menos divertidas) con alguna que otra sorpresa en su haber, como la genuina y autoparódica aparición de un Ray Liotta muy puesto (y gracioso) en su habitual rol de matón o la presencia de un fornido espía internacional, de torso desnudo (a lo Charlton Heston), guaperas y follador, al que da vida un inesperado Mark Wahlberg.

La cosa funciona con cierta soltura hasta que ha de enfrentarse al último cuarto de hora. Allí el tal Levy patina estrepitosamente y pierde el control por completo. La moderada exageración de situaciones con las que ha ido avanzando a lo largo de su metraje va a más, dando paso a una astracanada precipitada, sin sentido y con un puntito de moralina sobre la monotonía en el matrimonio y en la vida familiar. Es justo, en ese momento, cuando uno recuerda que el principal responsable es también el artífice, entre otras, de la citada Noche en el Museo, Gordo Mentiroso y Doce en Casa.

No se pueden pedir peras al olmo.

11.6.10

La male leche de Dios siempre es perdonable

Legión forma parte de ese grupo de películas fantásticas llenas de (molestas) connotaciones religiosas. Dios, ángeles y castigos divinos a manta. Poca cosa nueva para el debut como director de Scott Stewart, hasta el momento un hombre metido de lleno en la industria de los efectos especiales. De hecho, su film, es todo un conglomerado, un tanto desordenado, de títulos como Terminator, Los Diez Mandamientos y Río Bravo, entre otros muchos.

Dios esta mosqueado. Los hombres le han salido rana y, para sacarse de encima las malas pulgas y poner fin a tanto desmadre en la Tierra, decide enviar un batallón de ángeles para proceder al temido Apocalipsis. Pero Michael, un angelote que decide desobedecer los órdenes del supremo, opta por convertirse en improvisado guardián de una joven embarazada en cuyo vientre acuna al que podría ser el Salvador de la Humanidad. La homilía religiosa no ha hecho más que empezar.

La película arranca bien, con ritmo. En cuanto a la llegada a la Tierra de Michael, fusila, sin reparos, el inicio de la segunda entrega del citado Terminator, pero en plan halado y siguiendo los tics de la serie B. Hace gala de una presentación de personajes excelente. La manera de acercarse al grupo que está reunido en el interior del bar de Bob Hanson es encomiable. Con los mínimos detalles posibles, logra que el espectador se haga una idea rápida de cada uno de los personajes protagonistas. El resto ya es pura cinefilia: un local solitario en medio del desierto; una tensión extrema en espera de próximos sucesos y algún que otro susto bien metido en la historia.

La cocción parece perfecta. El primer aviso del peligro que se avecina tiene su coña (atención a la anciana dentada) y su engranaje sigue prometiendo lo mejor. Pero “lo mejor” se acaba pronto, a la media hora de proyección. De repente, los tópicos empiezan a sucederse uno detrás del otro y todo el buen planteamiento inicial se desmorona como un castillo de naipes, dando paso a un trabajo previsble cargado de una fuerte dosis de religión vía intravenosa. Suerte que, para compensar, se monta un inmenso guiño argumental a esa oficina sitiada del sheriff en la magistral Río Bravo.

Ángel va y ángel viene. La filosofía de la película tumba de espaldas: Dios todopoderoso existe. Castiga a la Humanidad con escarmientos de lo más violentos porque sus criaturitas se han vuelto malvadas. Él no tiene mala leche, lo hace por nuestro bien. Aunque parezca un cabronazo de mucho cuidado, Dios es bueno.

Pues eso. Un planteamiento exquisito, un desarrollo de lo más cantado y, como propina, un sermón religioso de los duros, de los de la vieja escuela. Lo que hay que aguantar en el cine.

7.6.10

Infectados

En 1973, cinco años después de la (para mí) sobrevaloradísima La Noche de los Muertos Vivientes, George A. Romero, fiel a su espíritu zetoso, se descolgaba con una película que, de tan cutre, tumbaba de espaldas. The Crazies era su título y, en ella, se acercaba a los efectos que provocaba un virus letal entre los habitantes de una pequeña población cercana a Pennsylvania. La guerra bacteriológica y los tejemanejes gubernamentales y militares se convertían en los principales centros de atención del producto, así como en la locura que trastornaba a todos los contaminados.

Ante un film tan basurero como éste, lleno de planos y escenas imposibles, el único entretenimiento para el espectador estribaba en descubrir cual de los pésimos actores de su elenco resultaba el peor de todos. Una cuestión francamente difícil de resolver, por no decir imposible. La verdad es que, ante tamaña y risible ignominia de aspecto visual cercano al de las pelis pornos setenteras, cuesta creer que, con el paso de los años, el amigo Romero se haya convertido en un director de culto. Hacer siempre la misma película, con mayor o menor fortuna, ha sido siempre su truco (o, mejor dicho, su gran engaño). Está claro que, en muchas ocasones, el mundo del Séptimo Arte está directamente orquestado para el disfrute de impostores.

No contento con haberla filmado (y castigado a las plateas) en una ocasión, ahora, casi cuatro décadas más tarde, el cineasta se disfraza de productor ejecutivo y, contando con un tal Breck Eisner en la dirección (todo un hombre de paja), se embarca en el remake de tan pésima cinta. El título es idéntico,The Crazies, y sus constantes son bastante similares aunque, por el camino, se haya perdido el espíritu políticamente incorrecto que lucía en su puesta de largo.

En este caso, sus dos protagonistas principales, una pareja compuesta por el sheriff y la doctora de la localidad, al menos están interpretados por dos rostros conocidos, lo cual no quiere decir que lo hagan bien ya que, seguramente influidos por las actuaciones del film primitivo, también están de lo más patético. Él es Timothy Olyphant (Hitman) y ella Radha Mitchell (Melinda y Melinda).

Si en algo positivo se diferencia de la original radica en que su planteamiento inicial resulta ciertamente brillante y tentador. A partir del mismo, los desaguisados son iguales e incluso mayores que en la del 73, recurriendo incluso a la repetición de algunas de sus escenas aunque, en general y por su pinta de road-movie, termine por asemejarse mucho más (pero en malo) a Infectados (Carriers), el eficiente título norteamericano que, dirigido por los hermanos catalanes Álex y David Pastor, se acercaba igualmente al fin del mundo tras los devastadores efectos de una pandemia vírica. Y es que, más que una influencia, por momentos, da la impresión de tratarse de un calco descarado de la misma.

A pesar de ser técnicamente superior a la primera (un mérito mínimo teniendo en cuenta los avances actuales en el campo de los f/x), su estructura es idéntica a ella. Una vez sobrepasados los minutos iniciales, The Crazies entra en una imparable espiral de precipitaciones narrativas. El factor tiempo/espacio deja de existir con la única finalidad de que su protagonistas, tocados por su pútrido y vacío guión, se muevan a su libre albedrío por los distintos escenarios de la historia.

Un remake tan innecesario como estúpido. Con una única fantochada teníamos más que suficiente. Si no quieres caldo, dos tazas.

5.6.10

Amarcord a la Tornatore

Baaría es el nuevo film de Giuseppe Tornatore, un realizador que desde 1988, año en que dirigiera su compacto Cinema Paradiso, parece buscar, sin conseguirlo, un trabajo que iguale su indiscutible obra maestra. Y es que Baaría, una mezcla entre el título citado, Amarcord y Novecento, no logra ir más allá de la corrección escénica y de un buen puñado de aciertos visuales.

Planteada como un gran homenaje a la ciudad siciliana en la que naciera su director y, al mismo tiempo, como un fresco histórico capaz de retratar parte de los primeros ochenta años del pasado siglo XX, Baaría peca de una falsa opulencia cinematográfica que desdibuja la mayor parte de pasajes de una cinta construida de modo lineal aunque de forma sincopada, dando la impresión de tratarse de un conglomerado de pequeños cortometrajes que, en su unión correlativa, dan (más o menos) vida al devenir de tres generaciones de una misma familia del lugar, los Torrenuova, aunque centrándose ante todo en Peppino, uno de los miembros de la generación intermedia, un pastor en su infancia que, de mayor y a golpe de injusticias sociales, optó por militar en el Partido Comunista.

Un poco de todo (y de todos los colores) al servicio de una película cargada de pretensiones épicas. Fantasía, romance y una elevada dosis de crítica social y política son sus principales ingredientes. Arremete contra la mafia, los poderes fácticos, la Democracia Cristiana y el comunismo. No en vano, en este aspecto, el mismísimo Silvio Berlusconi, propietario de Medusa Film, productora de Baaría, se ha mostrado satisfecho con los resultados finales.

A pesar de sus 150 minutos de metraje y de causar cierta sensación de precipitación en todo cuanto expone, no aburre en absoluto. Su formato narrativo está provisto de una energía y un ritmo imparable, lo cual hace perdonable su (ficticia) dispersión argumental. Apunta bien en sus numerosos momentos de comedia, aunque aún atina, más y mejor, con aquellos fragmentos que ha de afrontar a través de un subido tono de emotividad, la verdadera especialidad de Tornatore y en los que, a ciencia cierta, juega un papel fundamental la excelente y sensible banda sonora compuesta por Ennio Morricone, uno de sus colaboradores habituales.

En definitiva, Baaría se me antoja un producto irregular, cargado de buenas (y no tan buenas) intenciones, pero que destaca sobremanera por la fuerza que emana de muchas de sus imágenes. La carrera por las calles de la población con la que el pequeño Pietro (el hijo de Peppino) abre la cinta, o la escena en la que una brillante Margareth Madé decide refrescar el suelo de su casa ante el sofocante calor exterior, son una buena muestra de ello. Por lo demás, resaltar la eficiente colaboración de una envejecida Ángela Molina o el ingenioso cameo de una fugaz Monica Bellucci en un claro guiño a la estanquera de la felliniana Amarcord.

Un mucho de cine sin pulir al cien por cien.