El Nido Vacío es una película compacta, sin fisuras. Todo cuadra a la perfección. A Burman, en esta ocasión, no se le escapa ni un detalle, a pesar de abarcar cantidad de temas en sólo hora y media. La rutina del matrimonio; el miedo al futuro; el pánico a envejecer; la creatividad intelectual y la consecuente y temida falta de inspiración; la valentía de reconocer los propios errores… Todo ello y más (mucho más) se encuentra en una obra que, tratando cuestiones de siempre, se alza como un trabajo ciertamente original y capaz de alternar, sin altibajos, la comedia con el melodrama... atreviéndose incluso con imperceptibles destellos de musical hollywoodiense.
Al frente de todo, aunque apoyado (en segunda línea) por una espléndida, madura y aún guapísima Cecilia Roth, se encuentra Óscar Martínez, un magnífico actor argentino que, metido al cien por cien en la piel del gruñón y vanidoso Leonardo, le otorga una entidad especial a la película. Vaya, que la película es Leonardo; Leonardo y sus circunstancias: un escritor de fama, agobiado por la monotonía de sus largos años de vida en pareja y preocupado por el inevitable momento en que sus tres hijos alzarán el vuelo, abandonando el nido materno y dejándoles a él y a su esposa solos en casa.
Nadie puede estar por encima de nuestro hombre. Él es como Dios; el doctor House de la literatura. Antisocial, satírico, misógino… Odia las reuniones y las fiestas. Desearía estar a años luz de las pedantes amistades de su mujer. En su cerrado microcosmos, sólo tolera la presencia de un neurólogo y de una dentista, Al primero, un tipo especializado en pérdidas de memoria, lo utiliza a modo de Pepito Grillo; a la segunda, a la odontóloga, la convierte en protagonista principal de sus fantasías sexuales.
Daniel Burman, con su propuesta, juega a ser Woody Allen... y gana la partida por goleada. De hecho, El Nido Vacío, con sus elucubraciones sobre las relaciones humanas a cuestas, se sitúa muy por encima de cualquiera de los últimos títulos del realizador norteamericano, tanto en originalidad como en brillantez narrativa. Troca Nueva York por Buenos Aires, pero echa mano de ese tipo de personajes -intelectuales y a menudo relamidos- que pueblan el universo de Allen. Sus diálogos son ingeniosos: a veces cómicos; en ocasiones hirientes y sangrantes, aunque sin abandonar jamás un elevado grado de ternura en todo lo que expone; un toque, éste, que en sus últimos minutos deviene en una necesaria bombona de emotividad.
El proceso de creación de un escritor analizado por un microscopio de nueva generación. Biopsia hasta el más mínimo pormenor de Leonardo, ese ser engreído y soberbio al que le cuesta un huevo reconocer el amor que siente por los suyos. Un examen delicado y profundo que le convierte en un film sobrio, imaginativo y cautivador. Lo mejor de lo mejor de su autor. Un modo valiente de pasearse entre sentimientos y frustraciones humanas; metiendo el dedo en la galla, aunque sin hurgar para evitar el dolor. Una gozada de película.
Y es que, a veces, productos pequeñitos como éste, son los que hacen grande al Séptimo Arte.
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