El punto de partida de Fesser se localiza en el caso real de una adolescente madrileña que, tras su muerte y a petición del Opus Dei, se encuentra actualmente en proceso de beatificación. Camino es el nombre de la niña protagonista; un nombre que, por si mismo, indica la fuerte implicación de sus padres con el Opus ya que, al mismo tiempo, éste hace referencia directa a la obra literaria (por excelencia) de Josemaría Escrivá de Balaguer, santo y desaparecido fundador de una de las sectas religiosas más resbaladizas y polémicas de nuestro país.
Para la trama de Camino, el realizador no sólo se ha basado en el caso concreto citado anteriormente ya que, para su construcción, también recorre a otros procesos similares en los que la religión, el “olor a santidad” y el morbo por el dolor y la muerte, condujeron a sus víctimas y allegados por senderos similares a los que plasma el film.
Ambientada en la España del año 2002, justo 27 años después de la muerte de Escrivá de Balaguer, la cinta recoge el asfixiante periplo por el que pasó la joven Camino desde que se le diagnóstico una enfermedad incurable; una dolencia llena de penurias que irremediablemente la conduciría a la muerte. Una muerte agitada, sin un mínimo de intimidad ni tranquilidad y manipulada, en todos los aspectos, para el insano exhibicionismo de la Obra, del Opus Dei; una entidad que se ve representada, ante todo, por el impagable y rotundo rostro de Jordi Dauder quien en la piel de don Luis, un sacerdote de los gordos dentro de la “corporación”, ofrece todo un magno recital descriptivo de lo que significan las palabras frialdad, maldad y cinismo… aunque siempre en nombre de Dios.
Lo mejor del trabajo de Fesser es la rotundidad crítica con que se acerca a la exacerbación religiosa y la manipulación que ella conlleva, sin tener que recurrir por ello a truculencias y engaños innecesarios. Aquí, en el film, el único embuste válido es el de la religión como gran remedio para todos los males; como opiáceo para anular las mentes y convertir la ilógica de la muerte en una bendición divina… aunque el moribundo sea, como sucede en este caso, una niña de once años de edad que aún sueña en cuentos y príncipes azules.
La cámara del director filma desde la mismísima óptica de la impotencia; desde esa rabia que nace en las tripas y desemboca, a modo de explosión, en el cerebro; desde ese tipo de enojo que aparece ante la imposibilidad de frenar absurdidades enfermizas que se escudan en religiones (y entidades) de lo más obsoleto. Y lo hace como testigo imparcial de unos hechos, reflejándolos tal cual, como si espiara a sus protagonistas a través de una cerradura y, por lo tanto, dejando que el espectador saque sus propias conclusiones. Ante ciertas historias, no es necesario poner más carne en el asador...
La iconografía religiosa como símbolo terrorífico (espeluznante, en este aspecto, la pesadilla de Camino en medio de un cementerio o la estampita necrófila de Bernadette) y la figura de una madre atroz, atormentada y castigada por la vida y, por ello, capaz de buscar la tranquilidad de su espíritu a través del padecimiento, resultan de lo más crudo e inquietante… y aún mucho más si esa madre está representada con total sobriedad por una magistral Carme Elias quien, de tan creíble y con su ciega maldad a cuestas, se convierte en un personaje de lo más repulsivo. Curiosamente, y a pesar de la fuerte presencia de la actriz, con su gran interpretación no anula la espléndida y compleja labor de la pequeña Nerea Camacho, esa niña inocente a la que, muy a su pesar, han convertido en mártir y carne de santidad, tal y como demuestra el magnífico montaje paralelo -jugando entre la realidad y la fantasía- con el que se afronta la imborrable escena de la cantada muerte de Camino.
Una cinta de visión obligatoria; de aquellas que no dejarán indiferente a nadie. Crítica y valiente, furibunda y rabiosa… Algunos dirán que es demasiado larga (más de dos horas y media de metraje): cierto; totalmente cierto. Pero estoy seguro que Fesser, en la sala de montaje, no se atrevió a cortar demasiado… ¡y es que es tan bueno todo lo que cuenta!
Repito: vale la pena acercase al film, a pesar de su innegable dureza y del gasto de Kleenex que ello implica. Y es que nunca, ¡jamás de los jamases!, se debería afrontar la dolorosa muerte de una criaturita como si se tratara de una bendición divina.
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