30.1.08

Castillo de naipes

En estos momentos, me siento igual que la pobre mosca que, atrapada en una gigantesca telaraña, es observada atentamente por las sorprendidas miradas de Vincent Price y del pequeño que le acompaña. Una tela de araña en la que caí yo solito y de cuatro patas. Díganme incauto y tendrán toda la razón del mundo.

Posiblemente, los más asiduos a la página, durante las últimas horas, hayan notado alguna que otra cosa extraña en su funcionamiento. El regreso de HaloScan o la desaparición de una buena parte de sus últimos comentarios, son un claro síntoma de que algo no acaba de andar bien. Como les digo, estoy metido de lleno en la lucha por romper, al cien por cien, una viscosa tela de araña que ha desmembrado un tanto la estructura inicial de Spaulding’s blog.

En breve, todo volverá a su cauce habitual. Poco a poco (y en plan amanuense), iré rescatando aquellos comentarios que han sido engullidos por las fauces de la empresa CINESA; una empresa que, en su día (de ello hace ahora casi un año), contactó conmigo y me ofreció la posibilidad de colgar el blog en su web.

Desde el momento en que acepte -igual de ilusionado que un colegial ante un Donuts- y Spaulding’s blog empezó a trabajar a su lado, nada transcurrió por el camino deseado. Un montón de promesas sin cumplir por parte de CINESA, sumadas a los ciento y un desatinos provocados por la empresa informática (Look & Enter) que tienen contratada, le otorgaron un falso aire de dejadez al blog una vez alojado en ese portal. Éstos y otros motivos, como el desinterés demostrado, una y otra vez, por Look & Enter para darle vida y lógica al blog o el modo, nada claro, de contabilizar las entradas del mismo para la facturación mensual -y que, en el fondo, no era más que un truco para convertirme en un becario perenne-, me han conducido a la firme decisión de cancelar el contrato que me unía a ellos.

Por otra parte, me ha molestado en grado sumo la utilización que han hecho de mi página fuera de su portal cuando -a pesar de haber pactado que ésta seguiría libre de cualquier interferencia-, sin pedirme permiso alguno y a través de la ventana emergente del gestor de comentarios, colaron publicidad de CINESA de modo fraudulento (tal y como se puede observar en la captura de pantalla insertada a continuación). Una publicidad que ellos han considerado gratuita, al igual que han hecho con mis servicios en su web durante más de cuatro interminables meses.

El proyecto parecía interesante. Y, a pesar de mi insistencia por resolver un montón de obstáculos, no ha ido bien. De hecho, ya de entrada y para el lector, resultaba un tanto surrealista el que un crítico colgara su parecer en casa de una gran exhibidora cinematográfica. Creía que, en este aspecto, tendría muchas cortapisas a la hora de verter mis opiniones sobre sus estrenos pero, con total sinceridad, les he de decir que siempre respetaron mi libertad de expresión. Y es que lo cortés, no quita lo valiente.

Déjenme un par o tres de días de descanso. La telaraña se va rompiendo poco a poco. He de ordenar mis pensamientos, poner al día ciertos temas abandonados en el entramado del blog y recuperar los comentarios desaparecidos. El malestar de cuatro meses, viendo como la página se me escapaba de las manos, ha significado un duro golpe emotivo para mí. Y es que la ilusión que deposité en el proyecto se me ha desmoronado como un castillo de naipes.

En nada les vuelvo a hablar de cine; de cine libre de palomitas y nachos pegajosos.

Un fuerte abrazo y un beso en la frente a todos los que me soportan a diario.

28.1.08

La real irrealidad

“Sólo las partes más ridículas de esta historia son verídicas”. Con esta cachonda (y veraz) frase, se abre uno de los productos más atípicos (y, al mismo tiempo, irregulares) de la cartelera actual. Se trata de La Sombra del Cazador, el nuevo film de Richard Shepard en el que, al igual que hiciera en el espléndido Matador, su anterior trabajo, sigue mezclando el humor negro (aquí más suavizado y más rayano en el absurdo) con el thriller. En este caso se adentra en las coordenadas del thriller político, ambientando la mayor parte de su metraje en Bosnia, justo cinco años después de finalizada la guerra.

La Sombra del Cazador se basa en un artículo publicado en la revista Esquire y que, a su vez, se inspiraba en un caso verídico en el que se vieron involucrados cinco corresponsales quienes, años después de la contienda, se reencontraron en Sarajevo para intentar dar caza a Radovan Karadicz, uno de los criminales de guerra más buscados por la CIA. Shepard, en su guión, reduce el número de periodistas a tres y, en parte, cuando entra de lleno en el tema central, rompe ese halo de idealismo romántico que poseía la historia al convertir la persecución en una venganza personal.


Lo mejor de la cinta, aparte del tratamiento de irrealidad (y surrealismo) con la que se acerca a ciertas cuestiones reales, se encuentra en su ingenioso prólogo, durante el cual -de forma trepidante y demostrando un gran poder de síntesis narrativa-, muestra la relación laboral y de amistad que mantienen dos reputados reporteros al servicio de una poderosa cadena de televisión norteamericana. Juntos han recorrido más de medio mundo, cubriendo numerosos conflictos bélicos y viviendo todo tipo de aventuras y tragedias. Uno de ellos es Simon Hunt (impecable Richard Gere) un profesional inquieto en busca de la mejor noticia; el otro es Duck (un no muy convincente Terrence Howard), el hombre que portea la cámara tras los pasos y las órdenes del primero. Dos tipos duros y curados de espanto que, un buen día, vieron peligrar su afinidad al acudir a un pequeño pueblo bosnio cuya mayoría de habitantes acababan de ser masacrados.

En ese prólogo, de escasos diez minutos de duración, el cineasta se expande a gusto -y sin reparos de ningún tipo- a la hora de soltar al aire cuatro verdades bien claras y en voz alta. La película, con esa brillante e insólita entrada, promete mucho más que lo que después ofrece. Hay que decir, en defensa de las intenciones de Richard Shepard, que hubiera resultado dificilísimo mantener el mismo nervio (narrativo e intelectual) durante todo el metraje. La mala baba inicial se va diluyendo (aunque manteniéndose, a pequeñas dosis, sin desaparecer), para dar paso a un producto más cercano al cine de entretenimiento que al de ese thriller político al que quiere (o parece) aspirar. Juega al límite, colocado siempre en la frontera entre la bufonada y la mirada crítica y, curiosamente, jamás inclina la balanza más hacia un lado que al otro. ¿Un puro ejercicio de equilibrismo o, simple y llanamente, una prudente corrección política?

Sin ser redondo, y denotando demasiados altibajos en su desarrollo (tanto de guión como de género), se trata, en definitiva, de un título que vale la pena repescar, aunque sólo sea para recordarnos la brutalidad de un conflicto al que, en su día y a pesar de suceder muy cerca de nuestra casa, no se le quiso dar una excesiva relevancia. Y ello por no hablar de los oscuro papeles que, en buena medida, interpretaron tanto la CIA como la ONU; papeles que, por cierto, quedan perfectamente reflejados en el film gracias a un sabroso toque satírico.

27.1.08

Ustedes lo han querido: LAS MOMIAS DE GUANAJUATO


En 1972, Santo el Enmascarado de Plata, gracias a sus numerosas películas, ya se había convertido en el profesional de la lucha libre más popular de Méjico. Todo un ídolo de masas que, por su estrellato, incluso llegó a permitirse el lujo de aparecer en Las Momias de Guanajuato tan sólo como artista invitado -el guest star de la función-, dejando todo el protagonismo del film a un dúo de excepción: Blue Demon y Mil Máscaras, este último un tipo que, a cada cambio de escena, aprovechaba (tal y como su nombre indica) para reemplazar sus múltiples antifaces y arroparse con distintas vestimentas. Unos ropajes de lo más colorido y esperpéntico, aunque siempre haciendo juego, de un modo u otro, con sus caretas.

A pesar de las numerosas sospechas, cargadas de connotaciones gays, que puede levantar la foto precedente, les puedo asegurar que los dos héroes son muy machos; unos machos hechos y derechos. Para que comprendan mejor la instantánea, les indicaré que esos dos hombretones tan arrejuntados, en realidad, más que vivir un momento de intimidad, están disfrutando de un concierto ofrecido por la tuna de Guanajuato. Lo que sí puedo aseverar es que, tanto el uno como el otro, están dotados de unas mentes muy, muy, pero que muy pequeñitas. En lugar de estar por la faena, ambos gozan de la música mientras, a muy pocas calles del lugar, varias momias, cargadas de mala leche, andan descuajeringando el cuello a cuantos se cruzan en su camino.

Santo no estaba para muchos trotes. No es de extrañar, por ello, que sólo apareciera en un par de ocasiones a lo largo del metraje. Una, la primera, hacia media proyección y a través de un flash-back histórico en el que su propio padre (interpretado por él mismo), se da de hostias en el cuadrilátero con un feroz contrincante; la otra, justo unos minutos antes del final. Una comparecencia, esta última, más que estelar, pues el renombrado enmascarado, con su presencia, deja totalmente en ridículo las artes de Blue Demon y Mil Máscaras. En un visto y no visto, con cuatro mamporros bien dados y armado de pistolas lanzallamas, el héroe de blanco resuelve el gigantesco embrollo que, con su ineptitud, había orquestado la extraña pareja de luchadores. Sin la llegada de Santo a Guanajuato, el acogedor pueblo mejicano habría desaparecido de la faz de la Tierra.

La trama es de lo más simple y alucinante que uno se pueda imaginar. Amparada en una arcaica leyenda popular, un desaparecido profesional de la lucha libre, apodado Satán -y del cual se exhibe su momia en el museo del cementerio de Guanajuato-, volverá a la vida un largo siglo después de su muerte. La intención del villano momificado es la de retar, en combate, al hijo del tipo que le arrebató el título de campeón del mundo. Como era de esperar, Santo el Enmascarado de Plata será el individuo del que reclama su presencia el renacido Satán. Un Satán zombificado y hecho trizas que, en su retorno y a pesar de haber perdido su máscara, aún luce su ajado uniforme de tonos rojizos.

Excepto Pingüino -el enano borrachuzo que ejerce de guía en las catacumbas donde se aloja el museo-, nadie cree en la resurrección de Satán y del escuadrón de sicarios que le respalda y que, al igual que su amo, los integrantes del mismo fueron también momificados. Blue y Mil Máscaras, ante la poca credibilidad que ofrecen para ellos las palabras del diminuto Pingüino, optan por mantener el silencio. Ambos piensan que todo es fruto de las delirantes visiones de un alcohólico, por lo cual deciden mantener a Santo al margen del asunto: no sea que su amigo, el gran campeón de lucha libre, se vaya a desplazar inútilmente hasta Guanajuato por culpa de las sandeces de un beodo. El gran problema es que, en realidad, Satán ha vuelto y, con su regreso, el terror se ha apoderado de las calles de la ciudad.

Un sinfín de diálogos para besugos entre Blue Demon y el transformista Mil Máscaras; machacones momentos de vacío total -invertidos, la mayor parte de ellos, en mostrar una visita turística de los enclaves más típicos de la localidad-, o una delirante escena entre Blue y su hijo adoptivo en la que se cuestiona la legalidad de su paternidad, son sólo algunos de los inenarrables y psicotrónicos fragmentos de uno de los productos más representativos del cine protagonizado por luchadores mejicanos enmascarados.

No hay que darle muchas vueltas a su ilógico planteamiento, a su patética realización, ni a su surrealista desarrollo. Tan sólo es cuestión de reunirse ante la pantalla con un grupo de amigos, teniendo siempre a mano un buen número de cervezas fresquitas y (a ser posible) alguna que otra sustancia ilegal. El resto, ya es cuestión de cada uno. Dejarse llevar por los desvaríos de tales titanes, es uno de los mayores placeres de este mundo.

Cada vez que reviso éste y otros títulos similares, se me plantea la misma duda. O bien los guionistas y directores se tomaban muy en serio las ingenuidades que realizaban o, por el contrario, eran unos cachondos de muchísimo cuidado. Sólo a un gamberro se le ocurriría la idea de hacer que el propio Santo, como ocurre en el film, se enjuague el sudor de su frente con el dorso de la palma de la mano... ¡sin tener en cuenta que, por en medio, se interpone su mítica máscara plateada! ¿Genialidad o estupidez? En Las Momias de Guanajuato, el propio Blue Demon, a través de una de sus múltiples frases lapidarias, abre un poco de luz sobre el enigma: “hay cosas que aparentemente son inexplicables, pero que tienen una lógica si las analizamos serenamente”. A pesar de esa pinta de mentecato peleón, Blue Demon era un sabio en toda regla.

25.1.08

Sucedió una noche

Interview es el tercer largometraje como realizador de Steve Buscemi quien, en esta ocasión, ha optado por hacer un remake de la película holandesa que, con idéntico título, dirigiera en el 2003 Teo van Gogh, un cineasta que fue asesinado por un fundamentalista indignado al no estar de acuerdo con el tratamiento que hacía del Islam en uno de sus cortometrajes. De hecho, el Interview de Buscemi abre una trilogía que estará inspirada en obras del desaparecido director europeo.

La cinta es pequeña, sencilla, aunque gigantesca en cuanto a contenido ideológico se refiere. Otros productos más ampulosos ya querrían destilar la misma sobriedad que demuestra Steve Buscemi a ambos lados de la cámara. Éste se ampara en la textura y estructura de una obral teatral sin estar basada en ninguna obra de teatro (al igual que el film original) y, teniendo como escenario casi único un lujoso y amplio loft neoyorquino, obsequia al espectador con un magistral duelo interpretativo -cargado de cinismo y mala leche-, muy cercano (aunque salvando las distancias) al que, hace años, ofrecieron Laurence Olivier y Michael Caine en La Huella.

Aquí, los actores son el propio Buscemi y una sorprendente Sienna Miller. Él es Pierre Peders, un periodista en decadencia que, tras ejercer durante varios años como corresponsal de guerra en el extranjero, se verá obligado, por su editor, a entrevistar a una actriz recién salida del cascarón; un encargo que aceptará a regañadientes y con mucha desgana. Ella es Katya, una rubia atractiva y sensual que, después de protagonizar algunos films de terror de bajo presupuesto, empieza a conocer el estrellato gracias a su participación en una popular serie televisiva. El intelecto y la prepotencia ante la previsible vacuidad de una niña mona. La bestia contra la bella. El juego de las apariencias acaba de empezar. Por delante, queda toda una larga noche cargada de alcohol, pastillas y cocaína.

Un toma y daca de diálogos punzantes. Él dispara con bala; ella responde con un bazooka. No hay trincheras, con lo cual la tensión entre los dos desconocidos va subiendo hasta límites insospechados. Nada es lo que parece y, al mismo tiempo, todo es lo que parece. La mentira y la verdad se mezclan formando un cóctel venenoso. ¿Quién ganará la partida? ¿El intelecto o la imagen? Los roles se intercambian; resulta que la rubia no es tan tonta como cabía esperar. Confesiones a dos bandos; secretos que se desvelan; verdades que duelen... Sexo, remordimientos, dolor, culpabilidades multicolores...: cualquier carta de la baraja es válida para dejar fuera de honda al contrincante; incluso están permitidos los golpes bajos. Una psicoterapia al rojo vivo durante la cual se destriparán demasiados sentimientos ocultos.

Una película dura, dedicada en especial a gourmets que gusten de los platos fuertes y con doble ración de picante. Y, a pesar de su aspereza dialéctica, se trata de un título que no renuncia a ciertos toques de comedia; mínimos, pero de haberlos, haylos. El encuentro inicial de los dos personajes, en un restaurante de lujo, tiene su puntito de coña y, al mismo tiempo, desvela en parte que en cualquier instante puede estallar un terremoto psicológico de proporciones difíciles de medir.

Personalmente, disfruté (ante la película y ante la Miller) como un cosaco. Pero les aviso que, de vez en cuando, me encanta pillar mal rollo ante una gran pantalla. Y más si aquello que se proyecta rezuma la elegancia e inteligencia que le ha sabido impregnar Steve Buscemi.

24.1.08

¿Dónde estará mi niño?

No se me vayan a asustar ahora por esa bandera inmensa que forma parte del cartel publicitario de En el Valle de Elah pues, en esta ocasión, tan manido estandarte posee, en el film, un protagonismo muy concreto y distinto a la utilización que han hecho del mismo otros cineastas más rancios. Paul Haggis, el director y guionista de la oscarizada Crash, usa el recuso de la bandera como arma crítica en contra del sistema y, ante todo, de la administración Bush.

La historia que plasma supone una nueva vuelta de tuerca sobre la Guerra de Irak y, ante todo, de las secuelas psicológicas y físicas de aquellos soldados que han regresado a casa tras haber pasado una larga temporada en el frente. Un nuevo Vietnam en el que la locura, la brutalidad, la muerte, la impotencia y las drogas, están dejando una huella profunda en la sociedad actual norteamericana.

Una visión en la que, al igual que hizo Robert Redford en Leones Por Corderos, apuesta más por reflejar los efectos del conflicto en tierra americana que en el propio Irak. Pero, al contrario que en la de Redford, Haggis evita el tono discursivo y desarrolla su argumento amparándose en un formato que navega entre el thriller policiaco y el melodrama familiar. Una intriga en la que sitúa, en el ojo del huracán, a un padre jubilado -y de pasado militar- en busca de un hijo desaparecido que recién acaba de regresar del frente iraquí. Ninguno de sus compañeros de acuartelamiento sabe nada de él, mientras que el cuerpo policial de la zona no está dispuesto a prestarle ayuda al considerar que se trata de una competencia directa del ejército. Un macabro giro de guión abrirá las puertas del infierno para ese padre desesperado, al tiempo que éste se irá desengañando de su estoica creencia en las coordenadas militares.

La poca coordinación entre las investigaciones llevadas a cabo por la policía y el ejército; las trabas de éste para entorpecer los resultados de las pesquisas policiales y ese falso honor que desgranan sus mandos (aunque para ello hayan de recurrir a todo tipo de mentiras y engaños), son algunos de los puntos en los que hace más hincapié el cuidado guión de Haggis y al que, sin embargo, le falla un tanto la parábola bíblica que, metida con calzador dentro de la trama, da título al largometraje.

Tommy Lee Jones es ese progenitor al límite del desespero y corroído por el sentimiento de culpabilidad; un Tommy Lee Jones espléndido y mesurado que, por esta interpretación, ha recibido una merecida nominación al Oscar por parte de la Academia. Y no sólo él está brillante en el film ya que, en la piel de una agente de policía solitaria y desesperanzada, Charlize Theron también lleva a cabo una magnífica composición a través de la cual refleja la inseguridad de las mujeres en aquellos lugares de trabajo en los que no son bien vistas (y, a veces, incluso humilladas) por sus propios compañeros, la mayoría de ellos hombres.

Al margen de los dos citados actores, y en un papel secundario aunque imprescindible, Susan Sarandon encarna a la esposa de Lee Jones mediante un controladísimo trabajo que retrata, con total perfección, el dolor y la impotencia por lo ocurrido a su hijo y, al mismo tiempo, el odio que vuelca sobre un esposo de quien no ha comprendido jamás el porqué tuvo que inculcarle, a su pequeño, su misma fascinación por la carrera militar.

En cuanto a estructura y pretensiones, en El Valle de Elah es un film muy diferente a Crash. La vertiente coral y la frialdad con la cual describía a sus protagonistas, ahora dan paso a un análisis más detallado y profundo del desencanto que asola a la ciudadanía norteamericana, extrapolándolo, ante todo, a los personajes de Tommy Lee Jones y Charlize Theron. Lástima que, para ello, tenga que recurrir a un ritmo narrativo demasiado lento y, por momentos, agobiante. Un poco más de ligereza, media horita menos de metraje, limando asperezas y no mostrándose tan reiterativo en ciertas cuestiones, y éste, finalmente, podría haberse convertido en un título emblemático a destacar sobre las numerosas películas que está generando el interminable conflicto bélico.

23.1.08

(el fatal) Destino de caballero


Es de esperar que no se cumpla aquello tan fatídico del “no hay dos sin tres” pues, con muy pocos días de diferencia, se han largado un par de actores de la nueva generación hollywoodiense. La Ley de Murphy ha vuelto a imponerse y ahora se ha llevado a Heath Ledger, uno de los dos "rudos" vaqueros que protagonizaron Brokeback Mountain.

Con tan sólo 28 años, ayer fue encontrado sin vida en su apartamento de Manhattan. Las mismas drogas con las que flirteó en la excelente Candy, parece que han sido las causantes de su muerte.

Una corta carrera, similar a una exhalación, al igual que la de Brad Renfro. En pleno estrellato, y tras haber intervenido en títulos como Destino de Caballero, El Patriota o El Secreto de los Hermanos Grimm, entre otros, Ledger tiene aún pendiente de estreno en nuestras pantallas un par de películas: I’m Not There y The Dark Night, la nueva entrega del Batman de Christopher Nolan en la que encarna al mismísimo Joker.

De poco le ha servido, al pobre hombre, haber sido incluido, por el Empire Magazine, en la lista de las 100 estrellas cinematográficas más sexys del mundo (... aunque, personalmente y en este aspecto, me quedo con Angelina Jolie).

Una muerte que ayer, sin lugar a dudas, empañó la ceremonia de los nominados al Oscar 2008.

Descanse en paz.

20.1.08

Niño y niña


Resulta difícil hablar de una película como XXY sin caer en el spoiler; un spoiler perdonable e inevitable ya que, de hecho, éste se desvela a través de la frase que refuerza sus carteles publicitarios: “el sexo nos hace hombres o mujeres; o las dos cosas”. Más claro, el agua. La escritora argentina Lucía Puenzo, tras una larga temporada ejerciendo de guionista para otros realizadores, abarca su primer trabajo como directora, entrando de lleno en un tema tabú del que existen muy pocas referencias y que, por su controversia, apenas se esgrime públicamente: el hermafroditismo (o estados intersexuales, tal y como manda el termino acuñado actualmente desde la más artificiosa de las correciones políticas) . Y lo hace a través de Álex, una adolescente quinceañera que nació con ambos sexos y a la que Inés Efron, la prometedora actriz que la interpreta, le otorga un halo de ternura y misterio que convierte a su personaje en un ser cautivador e hipnótico a la vez.

La rebeldía (con causa) de Álex es una de las bazas fundamentales sobre las que gira la historia de XXY. A sus tiernos 15 años de edad, sufriendo un considerable número de cambios biológicos en su cuerpo y tras haber abandonando conscientemente la medicación que ingería a diario desde muy temprana edad, tendrá que decantarse por una identidad sexual u otra. Con la aparición del hijo de unos conocidos de su madre -invitados a pasar un fin de semana en su hogar-, sentirá en carne propia los primeros síntomas de sus posibles instintos sexuales.

De hecho, la condición de hermafrodita se va desvelando, para el espectador, a medida que avanza la película. Lucía Puenzo, en este aspecto, nos muestra a su protagonista como a una chica conflictiva a la que muchos ven como a un mostruo de feria en toda regla. Hace fuerte hincapié en la (criticable aunque lógica) vergüenza de unos padres que siempre han tenido a su “hija” escondida de los demás y profundiza, ante todo, en la tensa (pero también emotiva) relación que se establece, a lo largo de los años, entre su padre y ella; una relación marcada por la frustración y los (falsos) sentimientos de culpabilidad.

Al mismo tiempo, el film se muestra seguro al construir un amargo (aunque muy real) retrato sobre el racismo y la hipocresía imperante en la sociedad actual; una sociedad que no sólo repudia al individuo por el color de su piel o país de nacimiento, sino que también lo desprecia por sus taras físicas o psíquicas. Álex, para muchos, es un ser deforme al que hay que dejar al margen; rehuirlo lo máximo posible.

XXY trata el tema con una delicadeza sorprendente. Jamás busca el lado malsano del asunto, aunque si denuncia (con contundencia) el morbo enfermizo y dañino de algunos por conocer de cerca la dualidad genital de Álex, sin tener en cuenta los sentimientos traumáticos que puedan provocar en ella.

Un trabajo interesante, diferente y necesario que, sin embargo, peca de una lentitud excesiva y muestra cierta dificultad narrativa a la hora de entrar definitivamente en materia. Por suerte, ahí están la excelente Inés Efron y el todoterreno Ricardo Darín (igual de eficaz que de costumbre), compensando la sobriedad asfixiante (y por momentos cansina) con la que Lucía Puenzo ha planteado su bautizo como realizadora.

18.1.08

Tras los pasos de River Phoenix

A pesar de haber debutado a los 12 años de edad y al lado de Susan Sarandon en El Cliente, su paso por el cine fue como una exhalación. Brad Renfro era su nombre. Anteayer se le encontró sin vida, en su domicilio, debido a causas aún no clarificadas. Según cuentan, estaba enganchado a todo tipo de drogas y alcohol. Tenía tan sólo 25 años en el momento de su muerte.

Una carrera no muy brillante que le brindó, sin embargo, algún que otro papel protagonista en títulos como el citado El Cliente, el espléndido Sleepers o, entre otros, Verano de Corrupción, film, este último, que vino a presentar personalmente al Festival de Sitges en 1998. De esa época aún le recuerdo, por los pasillos y el hall del Hotel Meliá, paseando la insolencia típica del joven adolescente que empieza a saborear la fama al tiempo que, debido a un artículo publicado en el diario oficial del certamen, todos los asistentes comentaban su cantado momento de intimidad en la población catalana con un miembro (¿o ya era ex miembro?) de la organización. Y cuando digo “miembro”, no lo hago con segundas intenciones (¿o sí?). Sea como sea, se trataba de un MIEMBRO en letras mayúsculas. Tómenlo como quieran.

Llegó al mundo del cine pensando en convertirse en el sustituto de River Phoenix y, al final, logró su objetivo. Al menos, según parece, antes de su traspaso ingirió un cóctel de características similares. Descanse en paz.

16.1.08

Orgullo, prejuicios y mentiras

Expiación, el nuevo film del británico Joe Wright, vuelve a retomar alguno de los temas plasmados en su anterior trabajo, el eficiente y académico Orgullo y Prejuicio. Pero lo hace de una forma diferente, mucho más ambiciosa y, por ente, rayana en la pretenciosidad. De una plasticidad magnética y de una realización casi perfeccionista, cae en el error del uso y abuso de la virguería visual; numerosos -y, a veces, descontrolados- movimientos de cámara (en los que el recurso del travelling resulta un tanto excesivo) seguirán sin descanso los pasos de sus protagonistas.

La cinta se abre con unos 45 minutos iniciales cargados de buen cine; de cine al cien por cien. Un cine innovador y distinto que, por su originalidad, hace pensar que uno se encuentra ante una nueva obra maestra, de las que cuesta descubrir hoy en día. La utilización de la cámara, los encuadres milimétricos de su cuidada y sofisticada fotografía o su atípica narrativa (en la que juega, de forma acertadísima, con los distintos puntos de vista de algunos de sus personajes), rezuman una técnica y un savoir faire que en poquísimas ocasiones se aprecian ya en una pantalla grande. Detallista y minuciosa en la presentación de sus protagonistas, y apoyándose en una embriagadora banda sonora (en la cual resalta, a modo de peculiar instrumento musical, el teclear de una máquina de escribir), Joe Wright prepara al espectador para afrontar un melodrama de dimensiones trágicas.

Un drama en el que los celos, la mentira y la irresponsabilidad separarán, de por vida, a una joven pareja de amantes en celo. Una historia de amores imposibles, ambientada en tiempos de guerra y en la que una trastocada y engreída aristocracia, en plena decadencia, cobrará un relieve especial. Corre el año 1935. La sombra de la II Guerra Mundial asoma hasta en el último rincón de una Inglaterra sumida en la angustia. Es justo allí en donde Expiación empieza a caminar. A paso lento y, en buena medida, a través de los ojos de la pequeña Briony Tallis, una niña de 13 años, aficionada a la escritura y con su cabeza atiborrada de fantasías inimaginables e incluso perversas.

45 minutos de ensueño, de gran cine, en los que los sentimientos de sus personajes brotan a flor de piel. 45 minutos hipnóticos e irrepetibles. 45 minutos que, tras el primer impacto emocional, dan paso a la borrachera imaginaria de su director; una borrachera difícil de superar desde el patio de butacas. Los efectos de la guerra, plasmados a través de un dantesco escenario situado en un punto de la costa francesa, provocan el caos en lo que, hasta ese momento, había supuesto su “contenida” (entre comillas) y larga introducción. La cámara se trastoca y no aparenta ningún tipo de control a la hora de adentrarse en largos, interminables e innecesarios travellings. La exageración de la propuesta, en este aspecto, resulta excesiva. El tiempo narrativo se alarga hasta extremos increíbles, y el aburrimiento hace peligrar ese vaso al que sólo le falta una gota para desbordarlo.

Por suerte, cuando parece perdida en medio de un mar de escenas oníricas y, en algún caso, hasta cargadas de cierto misticismo religioso (el lavado de pies de una madre fantasmagórica a su hijo enfermo), la cinta vuelve a retomar su fuerza inicial. Todo regresa a su cauce: la expiación del título, fotograma a fotograma, alcanza su máximo esplendor. Y, para compensar tanto delirio central -y a pesar de la aparente tragedia planteada-, toma cuerpo uno de los finales más bellos y sensibles que haya parido el Séptimo Arte en tiempo.

Una película vibrante (aunque descompensada por su intermitente desmesura), en donde su atractivo visual es comparable al de la sensualidad que emana una espléndida Keira Knightley, su protagonista femenina principal. El orgullo y los prejuicios han vuelto a brotar de la mano de un Joe Wright dispuesto a donar sus mejores intenciones en forma de celuloide. Una montaña rusa cinematográfica, en la que se puede subir hasta lo más alto para luego (narrativa y formalmente hablando) caer en picado y, finalmente, alzarse de nuevo. Aunque sólo sea por su largo y maravilloso prólogo y su imaginativo the end, vale la pena darle un vistazo. Además, la Knightley aparece mojadita y en cueros. Ya lo dicen los más sabios del lugar: París bien vale una misa. Y esta, al menos, es una misa con un buen número de selectos cantos celestiales.

14.1.08

EN RESUMIDAS CUENTAS: Dos mujeres (una dibujante y una pajera)

Nacer mujer en Theherán y vivir los primeros diez años de la infancia entre revoluciones, dictaduras fundamentalistas y guerras interminables con el país vecino, no es moco de pavo. Ésto y más es lo que cuentan, desde Persépolis, el francés Vincent Paronnaud y la iraní Marjane Satrapi. De hecho, este atípico film de animación, está basado en los cuatro cómics autobiográficos publicados por la propia Satrapi a partir del 2000.

Muy respetuoso con la estética y la historia del material original, se trata de un producto ciertamente original y cáustico. En su primera parte, cuando se plasma la niñez de Marjane en un Teherán revuelto y cruento, la cinta se acerca, en espíritu, a las Mafaldas más reivindicativas. Todo cuanto expone pasa por el prisma de una niña inocente que, influida por el espíritu liberal de sus padres, prefiere escuchar discos de Iron Maiden antes que panfletarias canciones islámicas.

Un sentido del humor cínico y muy negro da paso, en su segunda mitad, a una cinta más seria e incluso, por su temática, asfixiante. La manera de reflejar las largas temporadas que una adolescente Marjane pasó en Europa -para huir del malestar bélico y violento de su país-, resultan de una dureza fuera de lo normal en una película de dibujos. La añoranza, el sentido de culpabilidad por haberse alejado de los suyos y sus insostenibles frustraciones amorosas convierten, a la que había sido una niña feliz e ingenua, en una mujer al borde de la depresión y el suicidio, la cual intentará sanar sus dolencias regresando a su hogar.

Un biopic diferente que, manteniendo un firme pulso narrativo y sin decaer ni un solo ápice, expone, de modo inteligente, a pequeñas dosis y sin sobrecargar jamás al espectador, un montón de cuestiones políticas, sociales y religiosas de lo más punzante. El temor que profesan los occidentales a cuantos islámicos pretenden integrarse en nuestra sociedad, o el machismo radicalizado a que se ven sometidas esas mujeres en su tierra natal, son sólo algunas de las candentes materias que se plantean desde Persépolis.

Un trabajo excelente, milimetrado en todos sus aspectos y que avanza siempre en línea recta, sin perderse jamás en laberínticas historias que no conducen a ningún lado: va directo al grano, contando para ello con un guión sólido y una imaginería visual repleta de grises, sombras y grandes relieves. En definitiva: un perfilado retrato de una mujer marcada por el extremismo y los velos, enfundado en un magistral guiño pictórico al expresionismo alemán.


Otra mujer con problemas (aunque de connotaciones muy distintas) es Maggie, una viuda británica de mediana edad que, dispuesta a paliar los gastos del urgente tratamiento médico que necesita su sobrino, acepta trabajar como pajera en un puticlub del Soho londinense. O sea, encerrada a solas en una sobria habitación y valiéndose de sus suaves manos, masturbará a cuantos penes asomen en la estancia a través de un pequeño agujero en la pared. Su nombre de guerra (y al mismo tiempo el título de la película) es el de Irina Palm.

Irina, con sus manolas, se convertirá en toda una institución en el Sexy World, el local en el que presta sus servicios. Sus pajas las realiza de manera tan sofisticada y delicada que, ante su cabina, se formarán largas colas de varones dispuestos a ceder, por un rato, sus miembros a las artes de la tal Irina Palm. Ni su familia ni sus amigos más allegados saben nada de su empleo, pues el secretismo es la única arma que puede sanar a su pequeño sobrino.

A breves rasgos este es el núcleo central y argumental del sobrio y sarcástico film del bávaro Sam Garbanski quien, desde Gran Bretaña, ha urdido un producto en el que se mezclan, con total funcionalidad, un sentido del humor de lo más perverso con un melodrama de tintes familiares. Lo mejor del film, aparte de la indiscutible y brillante interpretación de una madura Marianne Faithfull, es que, a pesar de lo escabroso de su tema, nunca llega a caer en el mal gusto ni en la escatología evitando, al mismo tiempo, profundizar demasiado en lo que, por otra parte y en cuanto a sus relaciones familiares se refiere, podría haberse convertido en una dramón lacrimógeno y excesivo. Está claro que, para Garbanski, la moderación no está reñida con el morbo.

Una cinta espléndida, aunque sólo recomendable y apta para mentes cachondas y con ganas de descubrir historias totalmente distintas en una gran pantalla.

12.1.08

Séanme malos

Al igual que cada año por estas fechas y justo después de la entrega de los premios Goya, El CataCric, un colectivo formado por un desalmado grupo de críticos catalanes, desaliñados y sin afeitar, se reúne para otorgar unos suculentos premios a lo peor de la cinematografía española y extranjera de la temporada. Dichos premios, como muchos de ustedes ya saben, llevan el nombre de YoGa.

En esta ocasión, y como miembro de tal colectivo, me permito el placer de invitarles a que también ustedes propongan sus candidatos para lo más caótico del 2007. Pinchando sobre éste link, se trasladarán directamente a un formulario sencillísimo de rellenar y en el que podrán dejar constancia de sus víctimas preferidas. Les aseguro que, todas sus proposiciones, serán tenidas en cuenta durante la reunión anual para establecer los ganadores de los premios YoGa.

Si lo prefieren, antes de ponerse de lleno con el formulario, pueden darle un vistazo a la página de los CataCric, lugar en el que tendrán la oportunidad de conocer a todos los ganadores de las 18 ediciones anteriores.

Séanme malos, al menos por hoy, y ensáñense sin reparos con lo más nefasto del cine actual. Cuando se metan en la cama por la noche, descubrirán que están mucho más relajados que de costumbre. En ciertas ocasiones, ser malo, es un placer inenarrable.

9.1.08

El bisoñé que luchó por el honor de su tatarabuelo

Hace unos tres años, y por estas mismas fechas, se estrenó La Búsqueda, una sencilla comedia de aventuras cuya única (y conseguida) pretensión era la de entretener. En ella, Ben Gates, un tipo inconformista y de buena familia, emprendía la búsqueda de uno de los tesoros más preciados de la Humanidad: el de los Caballeros Templarios. Para ello, antes de iniciar su periplo, era imprescindible apoderarse de un mapa que permanecía oculto tras la carta de la Declaración de Independencia. La cinta, sin ser nada del otro mundo, se dejaba ver con tranquilidad. No era muy creíble pero, a pesar de ello, las aceleradas peripecias del tal Gates y sus compañeros accidentales, poseían un cierto punto de lógica, ante todo a la hora de descifrar las innumerables pistas que, a manera de jeroglíficos, se cruzaban en su camino. El éxito de público y las ansias de la Disney por repetir la taquilla, hacían inevitable una secuela. Ésta acaba de llegar, hace un par de semanas, a nuestras pantallas.

La Búsqueda: La Carta Secreta es el título que, dirigido de nuevo por el irregular Jon Turteltaub, ha colocado otra vez a Nicolas Cage y a su notable peluquín en la piel del intrépido Ben Gates. Con él repiten la mayoría de actores de la entrega anterior y, por si fuera poco, se le añaden dos nombres de peso en su reparto, los de Ed Harris y Helen Mirren; el primero como el malo de la función, y la segunda como la madre de Cage; o sea, la ex exposa de Patrick Gates, el padre de Ben, el cual aún sigue siendo interpretado por un cachondo y ya mayorcito Jon Voight (sin lugar a dudas, de lo poco salvable del producto).

No sólo el diseño del cartel publicitario es similar al de La Búsqueda original, pues la película también repite esquema y fórmula, pero sin un mínimo de inspiración ni coherencia. La cuestión es exprimir al máximo las constantes de la anterior. Tanto da que el argumento no tenga pies ni cabeza... "Sí ya es suficiente con la ley del mínimo esfuerzo, ¿para qué narices quemarse las neuronas?", debió pensar Turteltaub... Y así le ha salido el pastiche.

Un par de personajes nuevos y algún que otro cambio en lo que se refiere a las relaciones personales entre sus protagonistas, son las máximas novedades que ofrece. El resto es un déjà vu de pésimos resultados. Abre igualmente con un prólogo de matices históricos (lo de histórico es un decir), para continuar luego, y con total descaro, copiando el estilo de las escenas de acción más relevantes de La Búsqueda: dos persecuciones, tres (patéticos) momentos a lo Mission: Imposible de baratijo y una escena final de esas que no acaban nunca. Y es que sus guionistas han sido tan vagos que ni siquiera, respecto a la primera, han cambiado el orden cronológico de las mismas. La única salvedad se encuentra en los viajecitos turísticos que se han pegado para colocar al bisoñé de Cage (y a él, claro está, pegado bajo el postizo) ante la torre Eiffel o en el Palacio de Buckingham.

Con la intención de añadirle algún que otro aliciente inédito más, aparte de perseguir uno de los tesoros más codiciados del mundo, el avezado Ben, con la ayuda de un ancestral diario presidencial y top secret, pretende limpiar de calumnias el nombre de su difunto tatarabuelo, un hombre al que acusan de haber participado en el asesinato de Abraham Lincoln. La excusa ideal para poner, en boca de Nicolas Cage, unos cuantos discursos en los que, impepinablemente, no faltarán ni la vena patriotera más pro yanqui ni la defensa a ultranza del honor. Un tufillo a republicano rancio que tumba de espaldas, vaya.

Pasearse como Pedro por su casa por la Casa Blanca e incluso colarse, sin problema alguno, en la Sala Oval (o en el mismísimo despacho de la reina de Inglaterra en Buckingham), es de lo más normal que puede suceder en la película. Otro cantar, también de lo más normal, es el pueril modo de descifrar los jeroglíficos que van localizando a lo largo de su recorrido. La lógica, en este caso, no aparece ni por asomo. Sus descubrimientos, más que por un mínimo de raciocinio intelectual, se deben a que ello está escrito en el guión y los actores han de creérselo y recitarlo tal cual. Que Nicolas Cage meta cara de convencido mientras se le tuercen la peluca y la boca, tiene un pase (el chico ya posee cierta solvencia en este tipo de papeles de tres al cuarto); pero que una mujer como la Mirren haga el papanatas sin inmutarse, hasta me resulta un tanto grotesco.

Añádanle, para redondear y como complemento, al graciosillo de turno (Justin Bartha), a una bella jovencita ejerciendo de mujer florero (Diane Kruger), a un comprensivo presidente de los EE.UU (Bruce Greenwood) y a un bobalicón agente del FBI con aspecto de pintor bohemio parisino (un Harvey Keitel en una de sus horas más bajas): con todo ello tendrán una tontería también de lo más normal. Resulta preocupante que se haya necesitado la friolera de cinco guionistas para urdir tan pésima fotocopia de La Búsqueda. O el tóner de la fotocopiadora se había agotado o sus cinco guionistas (¡cinco!) se anticiparon en Hollywood a la huelga de los de su gremio.