Y que conste que, al igual que con las buenas, hay un buen número de cintas que han quedado en el tintero, como por ejemplo la tercera entrega de los Piratas del Caribe o el último Harry Potter.
Sin más dilación, aquí las tienen:
10.- Dos Días En París. O el insufrible debut en el campo del largometraje de una histérica Julie Delpy quien, además de directora y actriz, se atreve también a ejercer de productora, guionista y montadora. Todo un magistral ejemplo de cómo jamás ha de colocarse una cámara y, asimismo, un genuino compendio de diálogos para besugos que, sin conseguirlo en lo más mínimo, intenta aproximarse al universo dialogante de Woody Allen, sobre todo a través del cargante personaje interpretado por Adam Goldberg. Filmada en el París natal de la realizadora, la cinta se centra en una visita relámpago que su personaje perpetra para ver a sus familiares y amigos más allegados. Una visita de dos días que, en compañía de su nuevo compañero sentimental (un neoyorquino graciosillo), se convertirá en un desbarajuste crispante para el espectador. Un trabajo repetitivo que, si en algo avanza durante su proyección, siempre es hacia atrás. Un montón de innecesarias citas culturales e intelectuales le sirven a la Delpy para demostrar que ella es una rata sabia en todos los sentidos y, al mismo tiempo, para paliar un tanto su rocamboleca pasión por enseñar lo que que significan los ataques de celos masculinos.
9.- Bajo las Estrellas. Un melodrama existencialista, de lo más pedante y aburido, que llegó precedido de un aluvión de buenas críticas y premios del último Festival de Málaga. Un grupo de personajes desarraigados y solitarios, al servicio de un trabajo gélido y totalmente previsible. Lo peor de todo es que el film podría haber demostrado maneras, pero su realizador, Félix Viscarret, fue incapaz de conjugar adecuadamente sus buenas intenciones con los interesantes temas que se llevaba entre manos. Tan mínimo es el sentimiento que vierte al intentar retratar a sus protagonistas que éstos, para el espectador, son tan sólo cuatro sombras lejanas que se mueven a trompicones y lentamente, al tiempo que no cesan de hablar por los codos para nunca llegar a decir nada que valga la pena recordar. Todo muy bucólico y rural, como en esos productos con los que Saura, en los años 70, les comía el coco descaradamente a su parroquia, pero en moderno y a golpe ralentizado de imáganes fragmentadas. Una buena muestra de que la calma chicha sigue siendo la mejor manera de crear el tedio en la platea.
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8.- La Fuente de la Vida. O el arte de querer decir mucho y de manera profunda para, en el fondo, terminar sin contar absolutamente nada. La pedantería de Aronofsky metida con calzador en cada una de las imágenes de su película. Mientras algunos sacaron decenas de conclusiones metafísicas y existenciales al salir del cine, un servidor se quedó tan sólo con la idea de que Lobezno daba vida a un científico con ínfulas de conquistar mundos recónditos y, al mismo tiempo, ejercer de viajero astral por excelencia. Cine culto, del de autor, plagado de simbolismos religiosos y desde el que se nos enseña que, levitar a bordo de una burbuja de jabón, no es tan difícil como lo que parece a simple vista. Un árbol plantado por la mano de Dios y la citada pompa pululando entre nubes, son los toques definitivos para consolidar una de las mayores tomaduras de pelo de la temporada. Tutatis les pille confesaos.
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7.- María Antonieta. La extravagancia de su realizadora, la niña mimada de Coppola, domina por encima de cualquier atisbo de buena narrativa. De ritmo indeciso y vacilante, la Sophia pierde el tiempo en interminables planos en los que nada ocurre o, por el contrario, se enfrasca en trepidantes video-clips al más puro estilo MTV para retratar, entre otras sandeces, la pastelería versallesa de la época o el armario de los zapatos de una reina que perdió la cabeza por gobernar de espaldas a su pueblo. Una película cuyo envoltorio está lleno de detalles suculentos y brillantes, pero que, en su interior, resulta como una caja vacía con la única presencia de una sosísima Kirsten Dunst, una actriz que se muestra incapaz de llevar a buen término a uno de los personajes femeninos más tentadores de la Historia. Con cuatro pucheros y potenciando esa cara de pijita que luce, la chica tiene más que suficiente para llevar a cabo su interpretación. Perfilando unos cuantos secretos de alcoba y varias chafarderías de pasillo entre las cortesanas de turno, la pequeña Coppola resuelve todos los intringulis de la decadencia de la Corte de Versalles. Como el Tomate de Tele 5, pero en formato de época.
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6.- Last Days. Más que una película al uso, se trata de una herramienta de tortura en toda regla. Gus Van Sant tiene problemas y, en lugar de acudir al psicoanalista, usa al espectador para hacer su terapia. Inspirada en los últimos días de vida de Kurt Cobain, el que fuera líder del grupo Nirvana, en Last Days no hay guión ni nada que se le parezca. Pura experimentación cinematográfica, narrada sin orden ni concierto y repitiendo escenas íntegras, cada dos por tres y sin lógica aparente. Su personaje principal, Blake (el teórico Cobain), apenas habla; como mucho, susurra. Y anda sin parar. Anda por la casa, por el bosque, entre helechos, se tira por los suelos, se desmaya y, a veces (demasiadas), hasta se queda pasmado mirando a puntos inconcretos. Otro título cargado de simbolismos, segundas lecturas y helechos. Muchos helechos. O, al menos, la cámara pasa una buena parte de su metraje plantada ante ellos. La pedantería de Van Sant no tiene límites..., pero la paciencia de los espectadores, sí.
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5.- El Jefe de Todo Esto. El Lars Von Trier es otro tipejo al que, de vez en cuando, también le gusta experimentar con su cine. En esta ocasión, aparca a un lado sus dramones habituales y se mete de lleno en una comedia (si es que se le puede llamar comedia) de tintes laborales. Como de una manera u otra el hombre tenía que marear a la platea, para rodar este film se sacó de la manga un nuevo sistema de fotografía: el Automavisión; un método informatizado que logra que el objetivo, tras haber sido colocado correctamente por el director de fotografía, funcione de manera autónoma, desencuadrando, enfocando o inclinando la imagen a su bola. Actores parcial o totalmente fuera de cuadro e infinitos planos rocambolescos, significan el insoportable resultado de un invento de lo más desastroso. Una papanatada al servicio de una sátira pedantilla y falsamente inteligente. Está claro que Von Trier se desenvuelve mucho mejor en su típico universo melodramático que en los cánones de la comedia. Y es que el frío que cae sobre su país, le ha congelado la sonrisa. Zapatero, a tus zapatos.
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4.- El Número 23. Normalmente, Joel Schumacher es un cineasta al que se le va la olla en más de una ocasión. Pero, en este caso, se la ha ido totalmente desde el primer segundo de su metraje. Un thriller psicológico (o no), en donde Jim Carrey vuelve a desmelenarse a través de su más cargante faceta de histrión. Un número místico (el 23) y una obsesión enfermiza, serán la excusa ideal para que el realizador alucine, sin lógica alguna, durante su inacabable y confuso metraje. Lo único evidente de la cinta es que Virginia Madsen, partenaire de Carrey en la misma, ya no tiene 23 años... pero aún se conserva de muy buen ver.
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3.- Las Películas de mi Padre. Un producto que, según su realizador, el ex crítico cinematográfico de El País Augusto M. Torres, tiene mucho de autobiográfico. Tras Las Películas de mi Padre se esconde uno de los títulos más prepotentes del cine español del 2007. En realidad no es más que un descarado e insultante autobombo: el de un escritor y realizador frustrado que aún vive del recuerdo de haber producido una de las películas más pesarosas (y por otro lado, sobrevaloradas) de nuestra filmografía: Arrebato. Lo que más claro queda, después de su visionado, es que el tal M. Torres tiene un mucho de viejo verde pues, durante la mayor parte de su proyección, obliga a la joven actriz Karme Málaga a paserase desnuda, sin coartada alguna, por la pantalla. La única explicación mínimamente pausible a tal desnudez es que sirvió de solaz contemplación, y estudio de la anatomía femenina, para su director (es de suponer que siempre situado detrás de la cámara). Un trabajo egocéntrico, inundado de forzados guiños al citado Arrebato y con un puntito de sospechosa apología sobre la pederastia y el incesto. De juzgado de guardia.
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2.- Shortbus. Dominatrixs, automamadas, ninfómanas, chorros de semen en primer plano, orgías liberales y un elevado grado de homosexualidad al rojo vivo. De guión, muy poco. De provocación, un mucho. Y chicha, la que quieran y más, en sobradas cantidades: penes erectos, culos en pompa, vaginas empapadas y pechos de todos los tamaños y colores. Un canto a la promiscuidad realizado con la punta del capullo. Cuatro toques intelectualoides, y en teoría muy profundos, son la excusa que Cameron Mitchell, su realizador, utiliza para que su trabajo no sea tachado directamente de película guarra sin más. Hubiera salido ganando con menos coartadas culturales y progresistas, metiéndose de lleno en una producción directamente porno. Atención al número musical final que, en plan “¡Viva la Gente!”, apuesta por un peligroso (y nada integrador) canto de hermandad a favor del mundo gay. Patético.
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1.- Inland Empire. La última gran tamadura de pelo, por el momento, de un David Lynch de lo más alucinado. Quién la entienda, me la explique. Yo, personalmente, poseo mi propia teoría sobre los visibles desfases mentales del cineasta y es que, tal y como dije en su día, se trata de la barñofla en plastrullo, aunque sin llegar a plastruflete. Si aún no tienen claras las intenciones de Lynch, tan sólo les añadiré que la arbolla es golla y algo más, pero poco.
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