Pues nada... sin más dilación, ¡queda inaugurada esta sección!
El Hairspray de John Waters, el de 1988, siempre me ha parecido burdo y en exceso hortera, aunque con una idea argumental divertida. Quizás sea al irregular recuerdo que guardo de este film la razón por cual he tardado tanto en acercarme a la revisitación que, del mismo, ha realizado Adam Sankman. Un remake que, de todos modos, se ampara más en el musical de Broadway creado a partir del título de Waters que en la propia película. Y, vistos los resultados finales, les he de comunicar que me ha parecido un producto de lo más grato, tanto por su frescura narrativa como por su trepidante ritmo.
El Hairspray del 2007 es una película optimista e integradorea al cien por cien, de esas que le alegran la vida a uno durante un rato considerable y nos hace creer (utópica e ilusamentemente) que el mundo no es ninguna puta mierda. Su ágil escena inicial, con una adolescente bajita y regordeta, cantando y bailando a toda marcha una feliz loa al despertar de una sesentera ciudad de Baltimore, ya sitúa de entrada al espectador ante una historia llena de colorido y buen rollo. El único polo negativo (aunque ingeniosamente divertido y caricaturizado) es el personaje interpretado por una Michelle Pfeiffer a la que, en sus últimos trabajos, parece haberle picado el gusanillo por dar vida a mujeres pérfidas, estiradas y dotadas de una gran carga de mala leche. Su perversa y glamourosa Velma Von Tussle es la máxima responsable de una cadena televisiva local, cuyo programa estrella es un concurso de baile destinado a la juventud de Baltimore; un espacio diario en cuyo estatuto, a pesar de estar dedicado una sola vez al mes a la gente de color, no figura ninguna regla que dé la opción de concursar blancos y negros al mismo tiempo.
Una excelente manera de darle la vuelta al original de Waters y en el que brilla de un modo especial John Travolta, recogiendo e incluso superando el trabajo del travestido Divine en la primera versión. Un Travolta sorprendente, disfrazado de matrona y danzando a la perfección (y con tacones incluidos) el endiablado ritmo musical de una espléndida banda sonora compuesta por Marc Shaiman: una fusión diabólica de rock & soul ejecutada por la precisión sonora de una majestuosa big band.
Ver a la divina Travolta bailando enamorada, bajo la luz de las estrellas, con Christopher Walken (su marido en el film), o dejarse llevar por las tentativas de seducción de una Pfeiffer empecinada en conseguir los favores del peculiar Walken, son algunos de esos momentos irrepetibles durante los que se desgrana gran parte de esa magia que desde siempre atesora la cosa esta del Séptimo Arte.
Hairspray supone, en definitiva, una estimulante inyección de moral en estado puro para seguir creyendo en el musical a la antigua usanza.
A pesar de contar con un numeroso aluvión de buenas críticas y de haber conseguido varios premios en la última edición del Festival de Málaga, Bajo las Estrellas me resultó de un insoportable supino. Félix Viscarret, en su debut en el campo del largometraje tras una corta (pero fructífera) carrera como cortometrajista, se deja querer por la mano financiadora de Fernando Trueba y se mete de lleno en un melodrama existencialista de lo más pedante y aburrido.
Una película de perdedores; de seres desarraigados y solitarios; de gente con fuertes ansias de amar y de ser amados. Un trabajo frío y extremo; demasiado previsible con respecto a lo que hace referencia al destino de sus cuatro personajes principales: dos hermanos, una madre soltera y la pequeña hija de ésta. El amor, la muerte y el remordiemiento son los ejes sobre los que giran sus respectivas vidas.
Un montón de buenas ideas e intenciones que Viscarret ha sido incapaz de conjugar adecuadamente. El modo nada detallista de acercarse a sus protagonistas hace que sea imposible identificarse con ninguno de ellos, creándose así una barrera invisible (aunque compacta e infranqueable) entre el patio de butacas y la pantalla. Poco importa lo que pueda sucederles o les haya ya sucedido. Para el espectador son sólo siluetas que se mueven por la pantalla y poco más. Hablan y no callan, pero en el fondo no dicen nada de nada. La calma chicha es la mejor manera de crear el tedio.
Alberto San Juan se viste de Santi Millán, opta por una dicción a lo pasota y, de vez en cuando, con su trompeta (porque él, en el film, es trompetista) desgrana unas notas de Stella by Starlight; Emma Suárez está allí, perfecta como casi siempre y dando vida a la chica que se interfiere sin quererlo en la vida de dos hermanos (y, para más inri, ésta carga con el peso de una niña petulante que se vuelve loca por un cigarrillo), mientras que Julián Vilagrán, con su eterna cara de bonachón, interpreta a eso: a un tipo bonachón, con un pasado marcado por el alcoholismo y por tener que soportar, día y noche, a un hermano que se disfraza de Santi Millán y toca la trompeta en el momento menos esperado. Todo muy rural y bucólico, como esos productos que se montaba Saura en los 70 y en los que primaban más las comidas de coco que las historias mínimamente digeribles. Pues eso mismo, pero en estética moderna, cámara en mano, montaje fragmentado a golpes de fotogramas y demasiadas ínfulas de cine de autor.
¿Por qué Emma Suárez cae muy bien en general y, sin embargo, resulta difícil encontrar una película mínímamente digna en su carrera como actriz?
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