Adrienne Shelly, antes de la carrera como directora y guionista que inició a mediados los 90, había intervenido como actriz en varias de las películas de Hal Hartley, faceta ésta, la interpretativa, que jamás llegó a abandonar del todo. El pasado 1 de noviembre de 2006, justo hace poco más de un año, fue asesinada por un vecino de su inmueble, sito en el neoyorquino barrio de Queens, tras quejarse a éste del insoportable ruido que provocaba con sus obras. Tal suceso ocurría antes de estrenar su última película, La Camarera; un título que llega con cierto retraso a las pantallas españolas y que cuenta igualmente, aunque en un papel secundario, con la presencia de la desaparecida realizadora.
La Camarera se trata de una comedia sencilla; un film menudo, aunque efectivo, que narra, en clave de comedia, los avatares de Jenna, una treintañera inmersa en un microcosmos tan amargo como desalentador. Casada con un hombre dominante, malcarado y maltratador, sueña en su independencia personal para poder dedicarse, en exclusiva, a su gran y única pasión: la de la pasteleria; una pasión inculcada por su propia madre desde su más tierna infancia. Sus pasteles son el plato más apreciado del restaurante en el que está empleada; un viejo local ubicado en un pequeño y apacible pueblo de California. Un embarazo inesperado y no deseado y la aparición de un nuevo ginecólogo en el lugar, serán dos de los factores que harán replantear a Jenna su existencia y la manera de afrontar la vida en adelante.
De hecho, el póstumo trabajo de Adrianne Shelly significa una especie de manual introductorio para entender un poco mejor la compleja psicología de las mujeres. Viendo su film, es innegable que la directora abrigaba un claro componente feminista en sus pensamientos e ideales. Y ello lo demuestra a través de los sentimientos y actos de la sufrida Jenna y sus dos compañeras de trabajo, Becky y Dawn (esta última interpretada por la propia Shelly). Todas ellas asumen, a trancas y barrancas, su rol de mujer; a su modo y, al mismo tiempo, ansían conseguir algo mejor e incluso, como en el caso de la protagonista, poder romper con todo y empezar de cero. Aunque les cueste aceptarlo, tienen muy claro que lo del príncipe azul es pura patraña; como mucho, podrán cruzarse con príncipes amoratados que no perdurarán para siempre en sus vidas.
Uno de los aciertos de este pequeño (pero agradable) producto se basa en su atinado toque humorístico; un toque minúsculo, sutil y muy peculiar pero que, sin embargo, sirve para distanciarse un tanto del desengaño general que planea sobre las vidas de esas mujeres que intentan -a duras penas y al no tener nada mejor en donde agarrarse- conformarse con lo que les ha tocado.
El otro acierto (sin duda, el mejor) se localiza en la ternura que desprende una insospechada y madura Keri Russell (la televisiva Felicity Porter) encarnando al personaje de Jenna. Su compacta labor le otorga una dimensión casi entrañable a una mujer hastiada del mundo, que detesta su propio embarazo y que sólo encuentra consuelo pensando en los ingredientes de los pasteles que idea a diario: un pastel para cada uno de los episodios conflictivos de su existencia. Y para ello utiliza, en cada ocasión, la magnífica (y perfectamente insertada) voz en off de una inolvidable Russell dando nombre a sus artesanales obras de repostería.
Cine independiente, y de bajo presupuesto, al amparo de una correcta visión femenina, y un tanto pesimista, de la sociedad actual. Una mirada cínica en la que, para suavizar sus intenciones, reviste de fábula infantil su utopico y positivo the end.
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