La mirada penetrante de Boris Karloff es una de aquellas imágenes que hacen de La Momia un film irrepetible y que forma parte de ese entrañable paquete cinematográfico que, en los años 30, dedicó la Universal al cine de terror y cuyos títulos más representativos fueron El Doctor Frankenstein y su magistral secuela, La Novia de Frankenstein, ambas dirigidas por el innovador y depresivo James Whale.
La Momia nació, de la mano del austro-húngaro Karl Freund, en 1932, justo un año después que la criaturita ideada por Mary Shelley pisara la pantalla grande. De hecho, La Momia, a pesar de transcurrir en un teórico Egipto (en realidad, los decorados de cartón piedra de los estudios Universal), no es un film tan exuberante, visualmente hablando, como lo fueron las dos películas de Whale antes citadas. Su director apostó más por el intimismo, transcurriendo la mayor parte de su metraje entre cuatro paredes, bien fueran éstas las del museo de El Cairo y sus dependencias o las de la exótica residencia de Ardaht Bey, el personaje aristocrático y fantasmagórico en el que se encarna la momia del príncipe Im-ho-tep tras haber vuelto a la vida debido a un casual conjuro.
Ardaht Bey, alias Im-ho-tep, no es otro que Boris Karloff en una de sus múltiples creaciones. Envuelto en ajadas tiras de tela o vistiendo los lujosos ropajes de un misterioso y acaudalado egipcio, la presencia del actor resulta impresionante. Su desmesurada altura, la seriedad de su rostro o los lentos movimientos con los que se desplaza en el cuerpo del tal Ardaht, son las principales bazas con las que jugó Freund para ayudar a construir ese clima angustioso y tenso (a veces hasta poético) que se respira durante la proyección; un tema en el que influyó, sin lugar a dudas, la sabia labor de maquillaje aplicada para la construcción de las dos facetas visuales de tan tenebroso personaje.
Siempre apoyado en las luces y las sombras de su cuidada fotografía en blanco y negro, La Momia se adentra en una historia de amor inmortal en la que destaca una fuerte carga de vampirismo. Entre la figura del Conde Drácula y el príncipe Im-ho-tep hay muy poca distancia. Ambos, por ejemplo, utilizan el poder de la hipnosis para lograr que se les acerquen sus objetivos, dejándose seducir por unos encantos difíciles de adivinar a simple vista por el espectador.
Resulta curioso descubrir como, en sus escenas violentas, aquellas en las que la momia de Karloff ha de segar la vida a alguna de sus víctimas, la muerte de éstas generalmente quedan fuera de plano, tal y como ocurre con un vigilante del museo de El Cairo, el cual es asesinado y descubierto su cuerpo, posteriormente, con un viejo papiro entre sus manos; el papiro en el que está escrito el conjuro con el que el resucitado Im-ho-tep podría rescatar de las tinieblas a la princesa Anck-es-en Amon, la mujer por la que, tras su muerte, fue condenado a ser momificado y enterrado con vida dentro de un sarcófago.
Su brillante prólogo, ambientado en 1920 y en el que un grupo de expedicionarios da con el sarcófago en el que descansa, desde hace 3700 años, la momia de Im-ho-tep; el despertar de ésta, desapareciendo de escena tras dejar en estado catatónico a un joven arqueólogo o el fragmento final, en el que Karloff pretende llevar a cabo los ritos macabros de un sacrificio humano con la finalidad de volver a estar al lado de su gran amor, son todos ellos momentos de pura antología del cine de horror.
La exagerada interpretación (rayana en la mímica) de sus actores; la frialdad de su puesta en escena o la irregularidad de una banda sonora que a veces brilla por su ausencia, son detalles más que perdonables teniendo en cuenta que la mayoría de actores y técnicos aún denotaban ciertos vicios procedentes del cine mudo.
En poco más de una hora y yendo al grano en todo momento, Boris Karloff, bajo la batuta de Karl Freund, logró aterrorizar a las plateas de todo el mundo con su fúnebre caracterización. Hoy, esa sensación de terror que sintió el público de una época, ha dado paso al reconocimiento de una artesanal e inteligente labor de quienes llevaron a cabo tal empresa. Un film que hay que ver con un cariño especial y recordando, en todo momento, que a la Industrial Light & Magic aún le quedaban muchos años para nacer.
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