El miércoles por la noche, con la proyección de Michael Clayton, se inició la IX Edición del Festival Internacional de Cinema Negre de Manresa, un certamen al que tenía ganas de acudir desde hace mucho tiempo y al que finalmente pude acercarme en esta ocasión. Por lo allí vivido, les aseguro que la afabilidad de sus organizadores y su cuidada programación hacen de éste un encuentro más que entrañable.
Justo el pasado viernes, cuando llegué a Manresa, el Festival ya estaba en su punto preciso de efervescencia. Fue poner los pies en la localidad que, sin pasar siquiera por el hotel para dejar el equipaje, encaminé mis pasos hacia La Taverna dels Predicadors, un pequeño café bar en el que estaba invitado a formar parte de una mesa redonda, al lado de José Enrique Monterde, para hablar de la crítica cinematográfica y los distintos medios de comunicación. Como es lógico, un servidor estaba allí en representación de los blogs y el fuerte auge que han adquirido en los últimos años. Una charla distendida entre los asistentes y el calor ofrecido por los organizadores del certamen, fueron las señales inequívocas de haber aterrizado en una tierra afectuosa habitada por gente maja y sanísima; una impresión que, a lo largo de dos días, se ha ido confirmando a cada minuto que transcurría a su lado.
Ducha en el hotel, paseo por el barrio viejo de la ciudad y, sobre las ocho de la tarde, el visionado de una película sorprendente y durísima. Su título Paha maa (Frozen Land), un producto finlandés, dirigido por un tal Aku Louhimies y que gira alrededor de un numeroso grupo de personajes sin ninguna relación entre ellos que, debido a un despido improcedente de un maestro de escuela, se verán envueltos en un vendaval de sucesos trágicos. Una nueva vuelta de tuerca al llamado efecto mariposa. Un film sin truculencias, rodado de manera sobria que, de modo consciente, retrata los aspectos más negativos y asfixiantes de la sociedad actual de una forma tan contundente que uno, al salir a la calle tras la proyección, se plantea que la mejor opción personal ante este perro mundo es acoplar la boca al tubo de escape de un automóvil. Mientras tan brillante idea cruzaba por mi cabeza, mi mujer salía feliz y contenta de una sala contigua tras haber disfrutado de lo lindo con un abarrotado pase de la vibrante [REC].
El no encontrar el coche apropiado para tal ensablaje hizo que decidiera acudir, en compañía de mi santa, a la fiesta oficial del Festival. La intención era la de saludar a viejos amigos y, al mismo tiempo, meterme algo calentito en el estómago. Demasiadas horas sin comer fueron las culpables de que me pegara un panzón de delicatessens ofrecidas por varios restauradores del lugar, dedicándole una atención preferente a unos geniales rollitos de salmón ahumado que envolvían a unas gambas fermosas y fresquísimas. Vino y cava en cantidades generosas consiguieron que confundiera a la diva de Marisa Paredes con Eusebio Poncela y, preocupado por ello, optara por enfrascarme en la compulsiva ingestión de unos bombones de chocolate, en forma de bala y rellenos de Calvados que, para la ocasión, había diseñado en exclusiva el chocolatero Enric Rovira.
Ayer sábado también fue un día excelente en todos los aspectos. Pero esa ya es otra historia que les dejo para mañana, pues aún tengo el cuerpo tan helado por la temperatura de ese país que, a duras penas, los dedos de mis manitas reconocen el teclado del ordenador. En espera de la segunda entrega, les dejo con la instantánea de una de entre los centenares de cajas que albergaban los bombones borrachuzos.
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