28.5.08

Bronson is alive!

El espíritu fachenda de Charles Bronson se ha apoderado del cine actual. Primero contaminó a Jodie Foster en La Extraña Que Hay En Ti, la historia de una mujer que se transmuta en justiciera urbana tras ser víctima de un violento suceso. Ahora, en Sentencia de Muerte, le toca el turno a Kevin Bacon, un honrado padre de familia, preocupado por el futuro de sus dos hijos que, después de ver morir a uno de ellos en manos de unos pandilleros, se decanta por la misma postura que la heroína de La Habitación del Pánico.

Su director es James Wan, el mismo de Saw, quien, por culpa de este trabajo, pierde toda la credibilidad adquirida con anterioridad. Y es que Sentencia de Muerte, dejando a un lado su denigrante carga ultraderechista, se me antoja una cinta pésima en todos sus aspectos. Su plana realización, la falta de un guión coherente o la previsibilidad que planea sobre su abultado metraje, así lo demuestran.

Ojo por ojo y diente por diente. El aquí te pillo, aquí te mato está a la orden del día. No hay límites para el personaje de Bacon a la hora de pasarse la justicia por el forro. Es más: Wan ni siquiera justifica el mal funcionamiento del sistema judicial para dar rienda suelta al asesino vengativo que se esconde tras la figura de Nick Hume, ese padre trastocado por el asesinato de su hijo mayor. Sencillamente, éste no se fía de la poli y actúa a sus anchas. Y más si se tiene en cuenta esa mirada beneplácita que luce la agente encargada del caso la cual, a parte de reñirle suavemente como si se tratara de una delicada maestra de escuela, hace muy poco en favor de frenar sus malsanas intenciones; al contrario ya que, con su significativa complacencia, aún potencia más las artimañas sanguinarias del tal Hume.

Lo más penoso del asunto es que Kevin Bacon, un actor que siempre ha sacado notas altas en sus diversas interpretaciones, se encuentra perdido en medio de esta laguna reaccionaria. Seguramente, desinteresado al no creer en absoluto en el papel que le ha caído en desgracia, opta por una actuación desmesurada, pasada de rosca, en la que sus aspavientos y muecas cobran un protagonismo hasta incluso ridículo. Y es que, en general, la exageración es el alma mater que domina este producto; un film nada refinado que, pese a sus numerosas escenas de acción (mal planificadas todas ellas), no posee fuerza alguna.

Por enésima vez en el cine, la ciudad de Los Angeles está metida en el argumento como icono sempiterno de delincuencia urbana; un recuso en extremo utilizado para disertar sobre la violencia en las calles. Y lo peor de todo es que, como solución a la misma, se filosofa (de manera peligrosa) sobre la posibilidad de cambiar el sistema convirtiendo al ciudadano de a pié en el propio sistema: todo un regreso al pasado, a aquella ley de las pistolas que imperó demasiado tiempo en el viejo Oeste.

Personalmente, me quedo con ese Wan truculento de la citada Saw o de la delirante Silencio Desde el Mal, dos cintas sencillas que, sin ser nada del otro mundo, al menos ofrecían al espectador algo más que fascismo en estado puro.

27.5.08

Tal como era



En 1965 debutó en la pantalla grande hablando de suicidios...

Al año siguiente, de la mano de Tennesse Williams y Francis Ford Coppola, y teniendo a Natalie Wood como madrina de excepción, contrajo matrimonio cinematográfico con Robert Redford.



En 1969, organizó un maratoniano y letal concurso de baile que dejó sin resuello a la mismísima Jane Fonda.



Tres años después, alejó a Robert Redford de la civilización, le otorgó un aspecto peludo y sarnoso y le dejó suelto por la montaña.

En el 73, contando con el mismo actor y con Barbra Streisand, urdió una inolvidable historia de amor y desamor con el mal rollo de la Caza de Brujas como telón de fondo.

Un año más tarde facturó a Robert Mitchum a Tokio, le situó en medio de un visceral episodio y le amputó un dedo.


1975 fue el año en que dejó solo ante el peligro a Robert Redford, un agente de la CIA acorralado por su propia organización.



En el 79, perdió un poco los papeles y disfrazó a Redford de árbol navideño.



Recién inaugurados los 80 y mediante un brillante cara a cara entre Sally Field y Paul Newman, enfrentó a la prensa amarilla con la mafia.



Dos años después, transformó a Dustin Hoffman en la elegante protagonista femenina de un culebrón televisivo.



A mediados de los 80, enterró a Robert Redford en lo alto de una ladera africana ante la lacrimosa mirada de Meryl Streep.

Cinco años más tarde resucitó a Redford y, a falta de Casablanca y de Ingrid Bergman, le envió a La Habana para enrollarlo con Lena Olin.

En 1993 empleó a un joven Tom Cruise, como abogado, en una multimillonaria empresa de seguros, con sede en Memphis y emparentada directamente con el mundo de la mafia.


En el 95, tuvo los santos cojones de enfrentarse con un remake de la mismísima Sabrina de Billy Wilder.


A punto de terminar el siglo XX, provocó un accidente aéreo para que un poli y una congresista descubrieran el amor.

En el 2005, ideó un complot político, en plenas Naciones Unidas, para que un agente del FBI y una traductora descubrieran el amor.

En su último film como realizador, indagó en la vida, obra y pensamientos de Frank Gehry, el arquitecto que, entre otros edificios, diseñó el Guggenheim de Bilbao.

Su nombre era Sydney Pollak; uno de los grandes. Director, productor y actor. Esta pasada madrugada, a los 73 años de edad, nos ha abandonado. Con él se ha ido una buena parte de ese academicismo que tanto se echa en falta en el cine actual.

Descanse en paz.

26.5.08

Reset

La Edad de la Ignorancia cierra la trilogía que en 1986 inició el canadiense Denys Arcand con El Declive del Imperio Americano. Justo cuatro años después del título intermedio, el muy sobrevalorado Las Invasiones Bárbaras, llega el mejor de sus tres trabajos sobre la acelerada decadencia de la sociedad actual. Un broche de oro, de visionado casi obligatorio, que navega entre la comedia, el melodrama y la crítica sociopolítica.

La cinta se centra en el aturdido personaje de Jean-Marc Leblanc, un funcionario gris al servicio de un gobierno desgastado por su totalitarismo. Un Jean-Marc Leblanc al que da vida un espléndido Marc Labrèche, un actor nacido en Montreal, no muy conocido por nuestros lares y cuyo físico resulta de una mezcla entre David Cronenberg y Donald Sutherland (el cual, por cierto, realiza un breve cameo sin acreditar en el film). El tal Labrèche construye, con total brillantez, a un tipo desencantado quien, para huir de la dura realidad que le envuelve, se deja llevar por su particular universo ensoñador; un microcosmos en el que se encuentra rodeado de bellas y tentadoras mujeres con las que compartir sus más íntimos deseos sexuales.

Su matrimonio no funciona bien. Su esposa es quien aporta la mayor parte del dinero y lleva las riendas de su hogar. Él es un hombre frustrado. Sus tentativas como literato, actor e incluso político, nunca llegaron a buen puerto, y su plaza como empleado estatal no le compensa en absoluto. Sus ideales se han ido a pique. Está cansado de la manipulación y de la mentira. Y, lo peor de todo, es que empieza a hastiarse de ese mundo secreto y erótico con el que, hasta el momento, lograba evadirse en sus momentos más difíciles.

La película de Arcand posee su punto de ciencia-ficción, de cine futurista, un poco a lo Brazil Pero es tan sólo un puntito mínimo, casi microscópico, pues todo cuanto plasma en pantalla no queda en absoluto alejado de las constantes del mundo actual. En menos de cuatro días, nos veremos inmersos en una sociedad igual de amargada y desalentadora como la que se describe en el film. El imperio de lo políticamente correcto y del engaño en forma de vaselina para el pueblo, está al caer (sí es que no ha caído ya). Mucha fachada deslumbrante y, de fondo, una nulidad rotunda en avances sociales, económicos y laborales.

La Edad de la Ignorancia reta al espectador a un replanteamiento total: el de empezar de cero como única medida de salvación. Un reset capaz de abarcar todas vertientes del ser humano. Retroceder hasta descubrir la sencillez de las cosas por primera vez, borrando incluso de la mente las divagaciones más profundas y personales. Una utopía que, como tal, sólo funciona en el cine; una utopía de la que su realizador es altamente consciente pero que, en el fondo y de modo simbólico, la utiliza para arrear una sonora bofetada psicológica a cuantos, con sus despropósitos y falacias, han hecho de este un planeta imposible de sostener. Una utopía bella y emotiva que, gracias a su sanísimo toque de comedia, suaviza la crudeza de cuanto se nos muestra, convirtiendo al film en una esperanzadora fábula que nos ayude a escapar (al menos a nivel individual) de ese arbitrario mundo que visualizó -a la perfección y hace ahora casi seis décadas- George Orwell en su novela 1984.

Una película para disfrutar en todos su aspectos: desde su función claramente caricaturesca y satírica hasta su tono desvergonzado y vitriólico. Si no fuera por el sentido del humor con el que se ha tramado, a buen seguro más de uno saldría hecho polvo del cine.

Por cierto: es de suponer que la "ignoracia" que figura en el título castellano hace referencia directa a la torpeza de sus traductores, pues las "tinieblas" que constan en el original (L’Âge des Tenèbres) se me antojan mucho más descriptivas.

23.5.08

Putrefacción

No podría haberse estrenado peor la última y consistente película de Sidney Lumet, Antes Que El Diablo Sepa Que Has Muerto. Pendiente de llegar a nuestras pantallas desde hace varios meses debido a ciertos problemas de distribución, justo la aposentan en cartelera al día siguiente de haber invadido un desmesurado número de salas el amigo Indiana. Un modo como otro de matar la vida comercial de un producto excelente. Jamás entenderé el ideario de ciertas lumbreras colocadas en lugares estratégicos de la exhibición cinematográfica en España. Y es que, un título como éste, se hubiera merecido un mayor respeto.

A sus 83 años de edad, Sidney Lumet sigue demostrando que es todo un maestro en esto del cine. Hace un par de temporadas lo hizo con Declaradme Culpable, otro film pésimamente estrenado y que pasó (inmerecidamente) sin pena ni gloria. Ahora lo hace con Antes Que El Diablo Sepa Que Has Muerto, un thriller, repleto de pinceladas melodramáticas, en el que, a raíz de un violento suceso, se disecciona la absoluta desmembración de una acomodada familia de Nueva York.

Un matrimonio ya mayor y sus tres hijos, dos de ellos varones, son los principales personajes, junto con sus respectivas parejas, sobres los que gira este milimétrico engranaje de relojería. Una montaña rusa de sorpresas y emociones, construida sólidamente mediante un montaje espléndido en el que la historia va asomando a retazos. Igual que en un puzzle, toma cuerpo a medida que avanza la acción, ya sea retrocediendo o avanzando en el tiempo. Es tanta la meticulosidad narrativa de Lumet que, al finalizar, no queda ni un solo cabo suelto por atar.

Todo se inicia con el desastroso atraco a una pequeña joyería familiar. Las ganas de conseguir dinero fácil y la perversa Ley de Murphy, se asocian para desbaratar la planificación de un sencillo robo que, finalmente, no debiera haber tenido tantas consecuencias negativas. La ruleta de la fortuna ha jugado en contra de dos de los hijos de la familia Hanson: Andy, el mayor, y Henry, el pequeño. Ambos sufrían un mal momento económico: la excusa ideal del cerebral Andy para perpetrar un golpe que, en un principio, prometía ser como un inocente juego de niños. El problema es que, en sus intenciones, nunca llegó a imaginar que el destino jugara tan malas pasadas.

Tragedia, drama, intriga policiaca... Llámenle como quieran. La cuestión es que Lumet retrata, hasta el último detalle, el poder de corrupción que se balancea sobre el ser humano; corrupción que casi siempre había situada en el ámbito policial o judicial y que, en este caso, lo hace introduciéndose de lleno en el perímetro familiar, cosa que ya hizo anteriormente (aunque con resultados bastante mediocres) en Negocios de Familia. Si en ésta lo hizo a través de una comedia de tintes policiacos, ahora lo hace de forma más seria, adentrándose en terrenos aciagos en los que el sentido del humor está prácticamente ausente. Su estilo es seco, profundo, igual que un balazo dirigido directamente al cerebro. La putrefacción humana está exenta de sentimientos y de valores, incluso dentro del seno de la familia.

Ambición, drogas, alcohol, sexo, adulterio, impotencia... Varios son los temas que se interfieren a la hora de que alguien pierda los escrúpulos. Y ello lo demuestra valiéndose de una amoralidad no muy habitual en el Hollywood actual. No existen tapujos de ningún tipo en los parámetros del espléndido guión urdido por Kelly Masterson, un escritor que debuta en el mundo del cine con este trabajo: todo un mazazo a la enclaustrada y falsa imagen que de los valores familiares se nos ha dado dirante toda la vida. Y es que, hurgar en los rincones más recónditos de los Hanson, es sinónimo de hurgar en la mierda; de esa misma mierda de la que se han estado auto alimentado desde que Charles y Nanette Hanson tuvieron a Andy, el primero de sus hijos.

A su tensa y maloliente carga de sentimientos opuestos y enfrentados, añádanle una brillante y contenida dirección de actores, la cual logra, en todo momento, que ninguno de ellos resalte sobre el resto de sus compañeros. Todos están al mismo nivel; un nivel elevadísima: desde la cínica impermeabilidad de un magnífico Philip Seymour Hoffman a la fuerza interpretativa del cada día más carismático Ethan Hawke y sin olvidar, por ello, la desnudez (física y mental) con la que afronta su bipolar rol una espléndida Marisa Tomei o el torturado personaje al que da vida un inmenso Albert Finney, ese padre de familia sobre el que empezarán a pesar demasiados sentimientos de culpabilidad. Entre ellos, del primero al último, se desprende esa exquisita química que, en contadas ocasiones, convierte al cine en algo más que celuloide; una química que, en este caso, está diseñada a partir de una dosis de cianuro mayúscula.


Háganse un favor y no dejen escapar este diamante en bruto. Trilita en estado puro. Lo mejor de lo mejor, empezando por la excelencia de un cartel publicitario (el original) en el que se homenajea la estética visual del desaparecido Saul Bass, y terminando por la envidiable solidez con la que se ha moldeado su ingeniosa y corrosiva trama.

22.5.08

La vuelta del héroe

19 años después de su última cruzada, hoy regresa a las pantallas de todo el mundo el Dr. Henry Indiana Jones, arqueólogo famoso y aventurero por antonomasia. Y lo hace a través de Indiana Jones y El Reino de la Calavera de Cristal. Un retorno esperado, con toda su iconografía a cuestas y de la mano de sus padres cinematográficos: Steven Spielberg y George Lucas.

Los años no pasan en balde y por ello, en este nuevo episodio, se echa de menos esa frescura que poseían, a raudales y en todos los aspectos, sus tres anteriores entregas. La historia es mínima, muy pequeñita y, curiosamente, el que mejor aguanta el tipo y el paso del tiempo es el propio Harry Ford quien, a pesar de ser un actor de pocos recursos interpretativos, ha asimilado a la perfección el personaje de Indiana Jones; un héroe que le viene como anillo al dedo y al que, por desgracia, pronto se le planteará la posibilidad de un relevo. Consciente de estar físicamente un tanto oxidado (aunque no tan exageradamente como se insinúa de modo persistente en el film), Indiana ha potenciado su parte más patosa y sin renunciar, por ese detalle, a realizar toda clase de proezas físicas.

El desgaste de este Reino de la Calavera de Cristal es más intelectual que físico. Ello se desprende de la lectura de su (prácticamente inexistente) guión y del dibujo, demasiado básico, de ciertos personajes. Al estar ambientado a finales de los años 50 y en plena Guerra Fría, se han visto obligados a cambiar las tendencias políticas de los enemigos habituales de Indi. Si antes estaban representados por el ejército nazi, ahora debe enfrentarse a una horda de malvados rusos; un comando comunista, encabezado por una mujer a la que pone su rostro, cuerpo y voz una Cate Blanchett más bella que nunca, la cual, siendo fiel a sus artes camaleónicas, ofrece un look entre atractivo y perverso (atención, ante todo, a su brillante pronunciación en su versión original). El problema es que, contando con esta maravillosa fémina de aspecto pérfido, no se ha explotado su lado más oscuro y maléfico quedando, tan sólo, en el retrato de una villana descafeinada a la que le hubiera sentado de mil maravillas una fuerte carga de mala leche supina; una carga que al mismo tiempo compensaría un poco ese toque dulzón y para todos los públicos que rezuma buena parte del metraje. Los tiempos han cambiado e Indi debe asumir, le guste o no, la tan cacareada filosofía de la edulcorada familia norteamericana actual...

Un exceso de cromas y transparencias subidas de tono (¿un homenaje al estilo de filmación de este tipo de films en los 50?) y uns batería (pésimamente utilizada) de f/x digitales en su apartado final, rompen un tanto la fuerza de algunas de sus numerosas y trepidantes escenas de acción, tal y como ocurre con una vibrante y larga persecución automovilística a través de una espesa selva peruana. Una persecución en la que se recogen un sinfín de homenajes al cine de toda una vida: desde la figura de Tarzán a Apocalypto, pasando por Cuando Ruge la Marabunta; guiño, este último, en el que Spielberg deposita su gen más macabro y gore. Otros, como la primera aparición motorizada del personaje de Shia LaBeouf, disfrazado a lo Marlon Brando de ¡Salvaje!, o el auto homenaje inicial y material al Arca Perdida, se me antojan un tanto forzados e innecesarios.

Incluso el motivo principal -una ansiada calavera acristalada, de cráneo prominente y por la cual luchan los rusos y el propio Indiana-, no es más que una mera excusa para desarrollar una historia que no tiene definida su línea argumental en absoluto; detalle bastante extraño si se tiene en cuenta que sus responsables llevan escribiendo y desechando guiones desde hace más de quince años.

Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal: un título entretenido, para fans acérrimos y seguidores impenitentes (entre los que me cuento) de las aventuras y desventuras de uno de los mayores héroes del Séptimo Arte. Es evidente que no está a la altura de los tres anteriores aunque, debido a la esperada recuperación de un personaje tan antológico y a la carga de recuerdos visuales (emotivos y cinéfilos) que ello conlleva, bien merece un visionado. A pesar de sus pesares, difícilmente se aburran.

Jamás antes de la aparición de Indiana, la simple unión iconográfica de un sombrero y un látigo habían arrojado tantos dólares a las arcas de Hollywood. Y que sea por muchos años. Aunque a medias tintas, como en este caso, el buen cine comercial y de acción no debe desaparecer nunca.

21.5.08

Modern times

No se extrañen si llevo cierto tiempo sin actualizar pues, desde anteayer, ando a cabezazos desenfrenados con el PC. Hay ciertas funciones que se han vuelto locas.

Voy a proceder a un format c para poder estar de nuevo con todos ustedes lo antes posible.

Me cago en los troyanos...

18.5.08

Ustedes lo han querido: JAIMITO CONTRA TODOS

En mala hora Federico Fellini descubriera al mentecato de Alvaro Vitali durante el casting del Satyricon. Ello ocurría en 1969. Posteriormente y en un par de ocasiones más, el reputado realizador volvería a echar mano de este actor bizco y bajito que, por su aspecto, daba la talla ideal para encarnar a cualquiera de sus habituales y esperpénticos personajes: un grupo constituido por un montón de tipos extravagantes que, por su constancia en el universo del director, fueron bautizados con el nombre de fellinianos.

Vitali (de quien ya hablé hace un tiempo en otro post), tras un papel más destacado de lo normal en la magistral Amarcord y de una pequeña colaboración en la indescriptible ¿Qué? de Polanski, cobró vida propia, convirtiéndose en un monstruo cinematográfico de lo más repulsivo y patético. Su estrafalaria imagen se convirtió en un icono de la caspa en los años 70 y 80, ya que se alzó como protagonista, en exclusiva, de una serie interminable de títulos en los que dio vida a un adolescente calentorro que, a pesar de su avanzada edad, aún tenía pendiente finalizar su escolarización. Uno de éstos, quizás el más renombrado y popular, fue el de Jaimito Contra Todos, un claro ejemplo del tipo de humor en el que se movía el indivíduo.

En el citado film y bajo las órdenes de Marino Girolami encarnaba, ¡cómo no!, a Jaimito; un Jaimito que, en su versión original italiana, atendía por Pierino. Y es que, tanto Jaimito –en España- como Pierino –en Italia- eran los nombres con los que se conocía a un niño gamberro y pasado de rosca que, a nivel de tascas, se alzó como el inevitable ser protagónico de un sinfín de chistes bastos y horteras, en los que el sexo y un enfermizo gusto por la escatología tomaron un papel relevante. De hecho, Jaimito Contra Todos supone una recopilación en imágenes de todos esos chistes y en donde Vitali asumía, por enésima vez y sin vergüenza alguna, el rol de ese chaval desmadrado y corto de entendederas. Un descerebrado que, por sus treinta y tantos tacos, se acercaba más a las coordenadas de un deficiente mental que a las de un chiquillo en edad escolar (por muy repetidor que fuera).

En la película ( si a ello se le puede tildar de película) no hay línea argumental que valga. Todo cuanto ocurre gira en torno de Jaimito y sus salidas de tono; salidas que, repito, estaban sacadas directamente del boca a boca, de la cultura callejera, lugar en el que tenían su lógica cabida . En este aspecto, su guionista, un tal Gianfranco Clerici, demostró que la ley del mínimo esfuerzo es totalmente viable en el mundo del cinematógrafo. La cuestión era trasladar, fuera como fuera, los citados chascarillos a la gran pantalla. Y, para apoyar al idiota de Jaimito, allí estaban toda su disfuncional familia, una maestra con pinta de buscona, sus compañeros de clase y un instructor de gimnasia con ganas de beneficiarse a la recién llegada profesora. Una troupe de frikis de altos vuelos al servicio de un putero precoz con pinta de angelito anormal.

Caca, culo, pedo: tres palabras que simbolizan, por sí mismas y en su máximo esplendor, la filosofía de este engendro fílmico. Tres palabras que anteceden al singular y no muy extenso vocabulario de Jaimito. Cagalera, pedorreta, cataplines, tetas, condón, boniato, bolas, pelotas, boñiga, bragas y otros vocablos por el estilo, son utilizados por el protagonista, minuto a minuto y sin orden ni concierto. Todo un genio de la subnormalidad más profunda que, en sus momentos más calenturientos, lograba desnudar a su tentadora profesora con la única ayuda de su mente.


“¿Sabéis que las bolas de billar tienen pelos?”, pregunta Jaimito a un grupo de niños en los lavabos del colegio. “¡Las bolas de billar no son peludas!", le contestan al unísono los pequeños. “¿Qué no tienen pelos?”, resopla nuestro obseso héroe; “¡Billar, ven aquí y enséñales tus bolas a éstos!”, ordena al tiempo que cruza el umbral de la puerta un criajo de tamaño descomunal... Un nivelazo el de este chiste que, al igual que el de otros de similares, se va repitiendo a lo largo y ancho de sus 90 inacabables minutos de duración.

Hasta hoy, nunca me había atrevido a enfrentarme a una película de este infame personaje. Y jamás volveré a ver ninguna más. Colocándome a idéntico nivel que Jaimito y sus artífices, les puedo asegurar que, en esta ocasión, con lo del ustedes lo han querido, me la han metido doblada y hasta el fondo. Que no se vuelva a repetir o me veré obligado a tomar medidas drásticas.

16.5.08

Mutismo

Justo estos días, en la cartelera actual, pueden descubrir el sinónimo cinematográfico de la palabra pedantería en la película La Antena, una producción argentina, realizada por un tal Esteban Sapir quien, apoyándose en su larga experiencia anterior como director de fotografía, ha urdido un inaguantable homenaje al cine mudo y, por extensión, al universo expresionista de gente como Murnau y Fritz Lang, entre otros.

Filmado en blanco y negro, se trata de un film acartonado y con ínfulas de mega autor cuya visión, en su primer cuarto de hora, puede incluso llegar a sorprender. Pero, una vez sobrepasado el impacto inicial, el trabajo de Sapir entra en un bucle difícil de soportar. Y es que resulta muy difícil suplir la falta de un buen guión y de dignas interpretaciones apoyándose, tan sólo, en un interminable y cansino festival de guiños cinéfilos, tan forzados como esperables.

Referencias a títulos clásicos como Metrópolis, M., El Vampiro de Düsseldorf, El Gabinete del Dr. Caligari o, ya entrando en el cine sonoro, a El Tercer Hombre y a la influencia de Orson Welles, componen la espina dorsal que intenta sostener un ejercicio de fatuidad cinéfaga que en el fondo, y aparte de su (más o menos) cuidada imagen y de su brillante idea argumental inicial, no conduce a ninguna parte.

La cinta parte de una prometedora premisa que, lastimosamente, no llega a cuajar debido a su parco y amodorrante desarrollo posterior. Durante éste, se muestran las aventuras y desventuras de los habitantes de una gran ciudad a los que robaron la voz hace muchos años. Una ciudad en la que sólo hay dos personas con la facultad del habla: la estrella del show musical del único canal televisivo que existe y el hijo de ésta, un niño sin ojos del cual las autoridades ignoran su existencia y que, con su presencia, podría arruinar las malignas intenciones del Sr. Tv., el propietario de la citada emisora de televisión con la que controla a toda la urbe; un complot que anularía por completo el pensamiento de sus conciudadanos.

La Antena, con su aspecto de fábula fantástica, repleta de simbolismos y de segundas y terceras lecturas de baratillo, no deja de ser la versión para gafapastas de las hazañas que protagonizaron Los Chiripitifláuticos en la tele española de los años 60 y 70. Y es que en realidad, a pesar de la vanidad y pomposidad intelectual que pretende vendernos su director, de su minimalismo estético, argumental y musical y de las constantes (aunque bienintencionadas) alusiones a la persecución del pueblo judío por parte de un nazismo incipiente, se trata de un producto altamente infantil; de un infantilismo tal que denota la vacuidad de una cinta pretenciosa y que no avanza en ningún sentido.

Un peñazo de mucho cuidado, de aquellos que algunos asegurarán (de forma falsa y para guardar las apariencias) que se ha de visionar obligatoriamente, que es poesía hecha imagen, que si patatín que si patatán... ¡Chorradas!: La Antena no es más que el típico título soporífero y cargante que, con el tiempo, pasará a formar parte de esa insostenible lista de cults movies que nunca debieron realizarse. Y es que, por mucha pleitesía que demuestre hacia los padres del Séptimo Arte, es una de las mayores broncas que ha parido el cine argentino en años.