Desde el remake de Sabrina, Sydney Pollack anda un tanto perdido. Toda su fuerza como director la acabó perdiendo en Caprichos del Destino, un producto tan insustancial como ridículo que, en el fondo y al igual que en la citada revisión de la película de Billy Wilder, estaba realizado, única y exclusivamente, para potenciar la figura de un eclipsado Harrison Ford.
Ahora vuelve a la carga con La Intérprete, un thriller con connotaciones políticas que, al mismo tiempo, y tal y como ya hizo en la insufrible Caprichos del Destino, vuelve a ofrecer un retrato psicológico de una pareja de personajes torturados por culpa de una rotura familiar muy cercana. Y, al igual que en ese título, en los melodramáticos momentos en que afloran los sentimientos más íntimos de esos dos seres, el film cae en lo más grotesco; todo suena a muy falso, demasiado forzado, dando la impresión de que ese dramatismo no es más que un recurso facilón para que sus actores puedan dar rienda suelta a su metodología más trascendente.
Sean Penn y Nicole Kidman. O, lo que es lo mismo, Tobin Keller y Silvia Broome. Un agente de un cuerpo especial del FBI y una intérprete, empleada como traductora en el edificio neoyorquino de las Naciones Unidas. Los dos acaban coincidiendo debido al descubrimiento casual, por parte de ella, de un posible complot para acabar con la vida de un dictador sudafricano durante una visita de éste a la sede de la ONU. Y Pollack, de manera errónea y al contrario de lo que hubiera hecho Hitchcock ante una premisa así, prefiere darle menos importancia a la historia policial para centrarse en los sentimientos de esos dos personajes, hurgar en sus vidas privadas y entrecruzar sus penas y vivencias.
Y es una lástima, pues de ese modo desperdicia posibles momentos de altísima tensión (como la poco aprovechada escena del autobús con una bomba en su interior), filmando sus contados momentos de suspense con muy poca garra. Parece mentira que este hombre, en su día, fuera capaz de firmar un thriller tan compacto y atípìco como Yakuza. Debe ser cosa de la edad, pues Pollack, con el paso del tiempo, se ha vuelto ñoño, triste y con poca vitalidad. Lo único que consigue, a base de analizar interiormente a sus dos protagonistas, es aburrirnos soberanamente, rozando la cursilería en más de una ocasión y convirtiendo a un producto prometedor en un largometraje acomodaticio, en uno más del montón. De esos que basan su éxito y popularidad en el gancho de sus taquilleros protagonistas más que en la calidad intrínseca del film: un par de actores de probada valía que, en este caso, demuestran no tener ningún tipo de química entre ellos. Y ese detalle perjudica muchísimo a las claras intenciones melodramáticas que abriga el guión de La Intérprete.
La cinta se queda a medio camino de todo, a pesar de que su realización resulta atractiva y meticulosa; académica, vaya, pues de eso Pollack sabe un rato largo. Se equivoca en la resolución de las escenas de intriga y en su pesaroso tiempo narrativo, pero resuelve con oficio y de manera formal el resto de su metraje. No en vano lleva muchos años en ese trabajo. Pero su mediocre guión y sus fríos personajes consiguen que no emocione en momento alguno, que todo resulte excesivamente sobado, visto en otras ocasiones en películas mucho mejor desarrolladas. Un artificioso déjà vû, en el que el único detalle un poco curioso estriba en haberse convertido en el primer largometraje filmado en el edificio de las Naciones Unidos. Pero ese es un mérito mínimo por el que es difícil salvar una película.
Hitchcock, en 1959 y con Con la Muerte en los Talones, al no obtener el permiso necesario para poder filmar en el interior y el exterior de la misma construcción, optó por reproducirla a través de los decorados de rigor y por rodar, de manera ilegal -con la cámara escondida en una camioneta camuflada-, el plano de Cary Grant entrando por la puerta principal. Y, al fin y al cabo, esa siempre quedará como una película indiscutiblemente entrañable, mientras que, en pocos meses, nadie se acordará de una nimiedad como La Intérprete.
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