Ya saben de mi poca pasión por el cine oriental. Casi nula. Sin embargo, siempre me he sentido atraído por La Isla, una cinta coreana, seca y concisa, a la que he valorado positivamente en todos los aspectos. Es por ello que la otra tarde, esperanzado, me entregué al visionado de otro título de su realizador, Kim Ki-duk. Se trata de Primavera, Verano, Otoño, Invierno… y Primavera. Más explícito, imposible.
La película, como bien señala su largo epígrafe, está estructurada en cuatro capítulos y un epílogo y, en ellos, se nos va narrando la relación de un maestro –un viejo y silencioso monje budista- con su alumno, quienes cohabitan en una casa de madera flotante en medio de un onírico lago, situado en el epicentro de un frondoso valle. Todo allí es como muy bonito, muy lírico, casi poético. Nada desentona e, incluso, las serpientes comparten vivienda con los humanos en total armonía. Bucólico… aunque no pastoril.
El episodio de la Primavera resulta prometedor. En él se nos presenta al citado monje como un paciente observador, controlando los movimientos de su pequeño discípulo, un niño de corta edad al que intenta educar para limarle todas las asperezas y maldades que afloran en el ser humano. Todo muy lindo, filosófico incluso, casi sin diálogos y con ciertas gotas (mínimas) de humor.
El capítulo del Verano nos muestra ya al pequeño como a un adolescente entregado al cien por cien a las artes budistas, siendo aún aleccionado en ciertas materias por el anciano monje y haciendo hincapié, al mismo tiempo, en una amorosa relación pasional del joven con una chica enfermiza, la cual se desplaza al lugar para sanar sus males físicos y espirituales. Igual que en el fragmento de la Primavera, todo sigue siendo muy lindo, filosófico, casi sin diálogos. La película aún promete, parece que va por buen camino. O, al menos, resulta curiosa. Todo es tan onírico que incluso, ese enclave en el lago, se nos antoja como magnético, hipnótico.
Pero la realidad es otra. La Primavera y el Verano son sólo un falso espejismo; un burdo engaño, de bella fotografía y fascinantes parajes, para predisponer al espectador a soportar sus dos siguientes entregas y su epílogo final. Con el Otoño, nos muestra al joven aprendiz como a un fugitivo de la justicia tras haber cometido un crimen por amor. Y Ki-duk aprovecha esa situación para huir de un argumento convencional y empezar a volcar una sarta de simbolismos budistas que despertarían a un muerto. A partir de este punto, la historia ya no se aguanta por ninguna parte (excepto por su cuidadísima estética visual). Pierde su sentido del humor y su ritmo narrativo. De manera alarmante, la película se convierte en un peñazo de muchísimo cuidado y cuesta un huevo (y parte del otro) entender lo que va ocurriendo en pantalla. Los bostezos de algunos espectadores es la garantía más fiable de su cambio de tercio.
Ya en el Invierno, desaparecido el viejo monje, asistimos a la transformación del alumno en el nuevo maestro. Los simbolismos siguen cayendo, uno detrás de otro, como en un bombardeo. Todo muy nevadito, helado, gélido. El verde paisaje se ha convertido en un inmenso manto blanco. Y el futuro monje, con la cabeza rapada, nos invitará a asistir a sus innumerables sesiones de taichi. Los bostezos ya se han transformado en sonoros ronquidos y los mínimos diálogos de los capítulos anteriores han desaparecido por completo. Harpo en la heladería, subiendo y bajando montañas nevadas, con el torso desnudo y portando grandes pesos para purgar sus pecados. El sopor más inenarrable. El tedio convertido en celuloide.
Y no les hablo del epílogo. No merece la pena perder más de hora y media en una comida de coco tan descarada como ésta. No hay cosa que más me indigne que, a toda costa, intenten venderme una forma de vida o, como en este caso, una religión en concreto. Los panfletos ideológicos a palo seco, tal cual, me la sudan. Y éste, es un señor panfleto. Váyase usted, señor Ki-duk, con su budismo a otra parte, buen hombre.
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