8.4.05

Llamada para el muerto

Uno de los protagonista de Scream, en un pasaje del film, define perfectamente este título al afirmar que los personajes del mismo parecen estar dentro de una película de Wes Carpenter. Una broma personal y totalmente consciente, ya que la cinta es un claro homenaje a las Pesadillas en Elm Street (cuyo principal artífice era el propio Wes Craven, el realizador de Scream) y a las noches de Halloween (detrás de las cuales se escondía el maestro John Carpenter). Un guiño socarrón, tomado con mucho sentido del humor y con ciertas ganas de destruir mitos cinematográficos concretos (Freddy Krueger y Michael Myers), atreviéndose a afirmar incluso, no sin cierta razón, que la primera de Elm Street fue la única buena de la serie (curiosamente realizada por el propio Craven).

En realidad, a mi gusto, el mejor trabajo de este autor es, sin lugar a dudas, el que ahora nos ocupa, Scream. De hecho, su argumento central no es en absoluto original: un asesino enmascarado atemoriza a un pequeño y tranquilo pueblecito, sembrándolo de adolescentes descuartizados; la originalidad va más allá y recae en su especial tratamiento, en el sistema utilizado para cometer sus crímenes (recurriendo siempre a una llamada telefónica a la víctima, anterior a la acción criminal), en la rotura continua de las leyes del género y, ante todo, en su sorprendente final, capaz de revolucionar, tras su estreno, todo lo que se había visto hasta ese momento en esa materia. Tras este film, los serial-killer quebranta-teenagers-pijos-cortitos sufrieron un curioso cambio en su estilo, aunque ninguno de ellos ha logrado superar, por el momento, la fuerza con que Craven afronto el producto.

Y es que este hombre, mediante esta película, subió muy alto, tocó techo y consiguió –casi sin proponérselo- todo un clásico. Un film de culto con quince minutos iniciales magistrales, copiados y satirizados (en simplonas comedias) hasta la saciedad: un prólogo tenso, abrumador y espeluznante, capaz de dejar sin respiración al más pintado y que nos resume, de manera trepidante, todo lo que nos espera después, a través de un sobrecogedor episodio protagonizado por la peculiar Drew Barrymore; un cuarto de hora brutal que, por sí solo, se convierte en una impagable lección de suspense y de cine al cien por cien.

Aún recuerdo que, el día en que la vi en el cine, un par de espectadores entraron en la sala una vez acabada esa maravillosa introducción y, para mi interior, pensé “¡qué se jodan, por llegar tarde y por mamelucos!”. Y los muy jamelgos vieron todo el resto del metraje sin enterarse que lo mejor de la función se les había escapado.

Muchos han intentado achacarle a Wes Craven, después de éste rotundo prólogo, el no saber mantener el mismo ritmo inicial pero, francamente y para fortuna nuestra, de haber seguido con el mismo trote, habríamos generado demasiada adrenalina. De todas maneras, a lo largo de la película, tiene otros momentos dignísimos, de alta tensión, perfectamente medidos y controlados, como todo aquel fragmento que hace referencia a las cámaras de televisión y a su desajuste temporal -de lo que están filmando- respecto a su emisión por los monitores. Otra genialidad más de una cinta modélica que, inevitablemente, generó dos secuelas. Y ninguna de ellas logró superar a la primera, sino todo al contrario, aunque Craven, tanto en la una como en la otra, supo tomarse a broma a sí mismo. Y eso siempre es un detalle a tener en cuenta.

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