Corría el año 1966 cuando Carlos Saura se enfrentó a La Caza, uno de sus trabajos más reconocidos y mejor elaborados. Acababa de estrenar Llanto por un Bandido y nadie creía en su futuro proyecto. El guión de La Caza, coescrito con Angelino Fons, fue rechazado por varias productoras, hasta que dio con Elías Querejeta quien, entusiasmado con la historia, se hizo cargo de su producción.
La película es muy concisa y, a pesar de estar filmada en escenarios naturales, al aire libre, resulta como muy hermética. Ésta narra la espasmódica relación entre cuatro amigos, de acomodada posición social, durante un tenso y explosivo día de caza. Tras varios años sin verse, deciden volverse a encontrar y repetir una de esas jornadas en las que, antaño, la caza del conejo les llenaba de satisfacciones. Pero los tiempos han cambiado, al igual que las personas; unas para bien y otras para mal. Lo que prometía ser un feliz día de fiesta, se convertirá en un infierno en el que el sudor y la sangre cobrarán un protagonismo especial.
Saura, para conseguir ese inolvidable crescendo que aflora de la relación entre esos cuatro amigos, decidió filmar la película siguiendo el guión por el mismo orden en el que éste había sido escrito. Ese esquema de rodaje influyó de manera más que positiva en sus actores, los cuales, a medida que iban descubriendo a sus propios personajes, fueron creciéndose en la crispación que de éstos intentaba sacar su realizador. Y, poco a poco, minuto a minuto, la película va desgranando la falsedad y la hipocresía de unos seres engreídos que, muy a su pesar, acaban descubriendo la vacuidad de su relación, así como van tomando conciencia de no haber vivido jamás tiempos mejores.
Sus agrestes localizaciones naturales y el caluroso y sofocante ambiente que soportan esos seres, captado maravillosamente por la cámara del inolvidable Luis Cuadrado, forman parte indiscutible del mal ambiente creado entre ellos. Las recriminaciones van subiendo de tono, a medida que el sol y el alcohol les va afectando físicamente. Pronto será difícil distinguir entre cazador y cazado; entre conejo y hurón, pues ellos mismos están predestinados a convertirse en sus propios verdugos. Las palabras acaban resultando tanto o más dolorosas que las balas. Y de los cuatro en discordia, sólo uno de ellos, el más joven –invitado accidentalmente a la cacería-, decidirá mantenerse al margen y, al igual que el espectador, sin tomar partido alguno en sus desavenencias, convertirse así en un mero observador más de la dolorosa situación creada.
Un film de una crudeza inusual en el cine español de esos años, capaz de narrar la absurdidad de una reyerta entre amigos que, al fin y al cabo, tenían muy poco de ello, pues sencillamente se trataba de una amistad de pura conveniencia. No es de extrañar, en ese sentido, que en su estreno se encontrasen paralelismos con la Guerra Civil: el enfrentamiento ideológico entre estos y la eclosión de violencia final son notorios referentes. Y Saura, inteligentemente, potenció aún más el fantasma de la contienda eligiendo un enclave geográfico que, según cita uno de los protagonistas, terminó sembrado de cadáveres durante la misma.
Mucha parte del mérito de La Caza se debe al fenomenal trabajo de sus cuatro actores principales, del primero al último, soberbios en sus respectivos papeles. Sin Ismael Merlo, Alfredo Mayo, José María Prada y Emilio Gutiérez Caba, el film no hubiera sido el mismo. Cada uno de ellos está perfectamente delimitado, con cuatro simples trazos y todos, excepto el más joven (el único soplo de aire fresco entre ellos), necesitan de los otros para seguir subsistiendo y poder escupir sus neuras sobre los demás; una relación casi casi vampírica. Y, aparte de estos, un par o tres de personajes más aparecen en pantalla, de manera casi episódica y como representantes simbólicos de la clase más humilde, al contrario que su aposentado cuarteto protagonista, como por ejemplo Fernando Sánchez Polack (el hermano de Tip), y que, en el fondo, están colocados en la historia para convertirse en una diana perfecta para que los señoritingos puedan verter su rabia contra ellos
Un film emblemático, realizado con un presupuesto mínimo (2 millones de los de los años 60) aunque con mucha sabiduría. Tanta que, con los años, sigue teniendo la misma vitalidad que en su época. Desgraciadamente, todo lo contrario de lo que le ocurre a una buena parte de la filmografía posterior del director aragonés que, salvo honradas excepciones, no ha soportado en absoluto el paso del tiempo.
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