Tras Italiano Para Principiantes, la realizadora danesa Lone Scherfig dirigió su primer título de habla inglesa, Wilbur Se Quiere Suicidar. Éste intenta ser, en todo momento, una mezcla de comedia negra y melodrama. Pero sólo lo intenta, ya que a duras penas funciona en ninguna de sus dos vertientes: ni tiene gracia ni emociona; más bien da pena. Es uno de esos peñazos insondables que no hay por donde pillarlo.
Wilbur es un treintañero un tanto raro, con tendencias suicidas. Ha intentado quitarse la vida en muchas ocasiones, sin conseguirlo. Está amargado, pero a pesar de su extravagante carácter posee un fuerte gancho para con las mujeres. Por otro lado está Harbour, su hermano, un tanto mayor que él y mucho más cabal; ve las cosas desde el lado más positivo y se preocupa sobremanera por las tendencias destructivas de Wilbur. Ambos son copropietarios de una vieja librería heredada de su padre. La aparición de Alice en sus vidas, una misteriosa madre soltera, empleada como mujer de la limpieza en un hospital, hará que sus destinos cambien para siempre.
El film de Scherfig es, simple y llanamente, un plomo de mucho cuidado. Y la única que sale ganando con el invento es ella, su realizadora, pues la mujer parece haberse quedado descansada a base de meter en la historia, sin ton ni son, a personajes al borde del abismo y sin molestarse, en lo más mínimo, en contarnos qué narices les ha llevado a esas limítrofes situaciones en las que se encuentran. Y digo yo: si la Scherfig quería hacer terapia, en lugar de molestarnos a nosotros, se podría haber pagado un psicoanalista. Todo queda en el aire pues, por ejemplo, las rarezas de la joven Alice son tales, sin más, porque a la directora y a su coguionista (Anders Thomas Jensen) les ha picado por meter a saco a un personaje un tanto anormal; siempre queda bien, en el cine de autor, colocar a algún que otro tarado deprimido. Lo mismo hace con la extraña relación que mantiene Wilbur con las mujeres: el chico liga, se las pone en el bolsillo, pero cuando intentan pasar a mayores, el tío se cabrea y las desprecia; y ello, como en el caso de las disfunciones de la citada Alice, sin una mínima explicación que nos aclare tal frialdad ante el sexo.
Todo cuanto acontece en Wilbur es a cámara lenta. Sus personajes, del primero al último, viven o de sus silencios (que son muchos e interminables), o de largas e inmensas parrafadas existenciales que no conducen a ningún lado. De vez en cuando, rompiendo su monotonía narrativa, asistimos a uno de los suicidios del protagonista: ingestión de pastillas, espita del gas abierta, ahorcamiento, corte de venas en la bañera... Todo un completo catálogo de modos y maneras de cortar por lo sano tras el que, en teoría, se esconde su toque de humor negro. Personalmente, más bien lo bautizaría como humor patético. O penoso.
Y aquí no queda todo, pues en un alarde de ingeniosidad sin precedentes, monta un inesperado triángulo amoroso entre los tres personajes. Lo nunca visto en el cine. La lela Alice se enamora de Harbour, el hermano serio, pero inicia una imparable relación sexual con el suicida, sin lógica alguna, por el puro placer de la redención en los instintos de continua inmolación de éste. Y en medio de ellos se encuentra la hija de Alice, Mary, una niña de unos ocho años de edad que habla como un adulto ilustrado. Ésta parece estar cómoda ante la opción dual de su madre y, cómo no, al igual que los otros tres ganapanes, hará alarde de largos silencios y de monólogos profundos. La rehostia. Para suicidarse.
No contenta con todo este desaguisado de cretineces y de su alarmante falta de originalidad, la tal Lone Scherfig (más que un apellido, un estornudo), aprovechando que ese cuarteto de colgados cohabita en la trastienda de una librería, disfraza a la película de profunda e inteligente llenando sus diálogos de citas literarias. Sin venir a cuento de nada, pero quedan bonitas, adornan y, de paso, alegran la vida del más intelectual. Y es que a esta mujer incansable, a esta autora redomada, cineasta sin parangón, le pierde la estupidez y la pedantería más insultante. Ella, por si sola, nos ha descubierto el verdadero sentido de la vida. Y de la muerte. Y del sexo. Y de la enfermedad. Y de...
Eso sí: cuatro tíos, con gafas de montura de pasta, salieron del cine muy contentos. ¡Qué Tutatis les pille confesados!
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