30.11.07

Ustedes lo han querido: SUPERSONIC MAN

Como sigan solicitándome películas como Supersonic Man, tendré que cambiar el título de esta clásica sección por el más explícito de Ustedes Me La Han Metido. Tengan en cuenta que, a mis 48 tacos, empezando a peinar canas y con las neuronas tocadas por demasiadas imágenes acumulados con el paso del tiempo, es una soberana putada (con perdón) obligarme a soportar cosas como la del Piquer Simón..., a pesar de que algunos la clasifiquen (con cierta razón basurera) como la obra maestra de la psicotronía del mundo mundial.

He visto muchos Santos y Blue Demons y pensaba que, en este aspecto, ya estaba curado de espanto. Pero no. Supersonic Man se lleva la palma. Intentar ir más allá del Superman de Donner realizado un año antes, en el 78, tiene su delito, por mucho que, como decía otro día un lector de este blog, al del Piquer Simón se le mueva la capa al volar (lo de volar es un decir) mientras que al extinto Christopher Reeve se le mantenía preocupantemente tiesa (la capa again, claro está).

Supersonic Man toma las constantes del cine de superhéroes (enmascarados mejicanos incluidos) y las mezcla con una alta dosis sesentera al más puro estilo James Bond; aunque se trate de un Bond de estar por casa, en bata y zapatillas. El villano de la película, el Dr. Gulick, es como uno más de esos típicos enemigos de toda la vida del agente 007; un tío que está tocado de la chaveta y que, en sus delirios de grandeza, aparte de insultar y vilipendiar a sus esbirros más directos, pretende destruir la ciudad de Nueva York. El guión (si es que existe, que aún lo dudo) no deja muy claro el porqué. Debe ser, digo yo, porque sencillamente es un tipo malo de narices. Y nunca mejor dicho lo de “narices”. Si se fijan con atención en la peculiar y extraña forma de la protuberancia nasal del actor que da vida al tal Gulick (un Cameron Mitchell que debería pasar por horas muy bajas), descubrirán que esta es una napia única, tentadoramente sensual y juraría que sin precedentes similares (aunque la de Chicho Gordillo se le acercaba bastante). Un detalle anatómico soberano que, en definitiva, ha sido lo más atractivo (a mi gusto) del film. Les puedo asegurar que, en un momento dado, eché mano de la pausa y me tiré 15 minutos enganchado a la pantalla y, ante el asombro de mi sufrida esposa, loando la plástica nariz del Mitchell. Una nariz que, por cierto, le debería picar lo suyo puesto que no cesaba de tocarsela en todo el metraje.

La historia es una alucinada sin pies ni cabeza. Me explico. El susodicho Dr. Gulick (¿por qué siempre son doctores los más infames en estas películas?), con la ayuda de su particular ejército, ha ido rapiñando, en un tiempo record, todo tipo de materiales radioactivos para llevar a cabo su demoledor plan. Y, por si fuera poco con ello, también secuestra a José María Caffarel en persona (o sea, el Profesor Morgan), un científico de edad avanzada al que utiliza tan sólo para mostrarle sus insanas intenciones, recitarle pasajes de Shakespeare y humillarlo al tildarle, entre otros motivos, de “viejo tonto”, “idiota”, “imbécil” y “estúpido”. De hecho, la figura del pobre Caffarel (descanse en paz el buen hombre) no pinta nada de nada, pues el plan estaba tan “bien” trazado que su presencia era innecesaria. En realidad se trata de un puro artificio de guión (lo de guión sigue siendo un decir) para que entre en juego el gran y absoluto protagonista de Supersonic Man, un alienígena recién llegado a la Tierra y que, adoptando el cuerpo humano de un tal Kronos (una fotocopia perfecta de Manuel Campo Vidal), utilizará todos sus magnéticos poderes en la lucha contra el mal.

Lo que más tienta al tal Kronos es Patricia Morgan, la hija de Caffarel. Ésta, desamparada y temblorosa, se declara inquieta por el destino de su padre, al tiempo que –de nuevo sin ningún tipo de lógica- se ve acosada por las huestes de Gulick que se muestran empeñadas en raptarla a toda costa (o matarla, pues ello tampoco acaba de estar claro del todo). Pero, para salvaguardar a tan delicada mozuela de los envites del nasón, allí está Kronos, el marciano men llegado del espacio exterior y que, al grito de “¡la fuerza de las galaxias sea conmigo!”, se convierte en el todopoderoso Supersonic. Un esquijama rojo similar al de Superman, una larga capa azulada, un prieto taparrabos, unos botines y una máscara igualmente azulada y con cierto parecido a la de Batman, conforman su ropa de trabajo; el disfraz de superhéroe que le acompañará en las labores más arriesgadas. Entre sus poderes, que son numerosos y variopintos, se encuentra (¡cómo no!) el de la facultad de volar..., aunque siempre que alza el vuelo lo hace por delante de unas cantarinas transparencias de Nueva York y apoyado, de fondo, por un tema musical discotequero y machacón. Posiblemente, sin esa canción y sin las transparencias, nunca hubiera volado.


De forma curiosa, y teniendo en cuenta que Kronos jamás da a conocer su nombre artístico a nadie, Gulick y sus secuaces saben a la perfección que atiende por el de Supersonic. Y éste, ataviado con tan discreto y rojizo ropaje, ante sus enemigos hará alarde de un sinfín de proezas a cuál más cazurra. Levantar un tractorcillo con sus brazos; rebotar las balas disparadas por los adversarios con las palmas de las manos; derribar helicópteros de juguete o zafarse a soplidos de un robotijo lanzallamas, son sólo algunos de los insuperables trucos de un superhéroe que, por arte de birlibirloque, pierde su bigote en cada una de las ocasiones en las que implora el auxilio de las galaxias. O sea, de Manuel Campo Vidal (aka Kronos) pasa a convertirse en un nuevo Manuel Campo Vidal (aka Supersonic), depiladito, con máscara y luciendo músculo a través de su ajustado ropaje.

Un montaje apresurado y patatero; situaciones y diálogos dignos de una antología del disparate; maquetas a tutti plen para ser explosionadas cada dos por tres; decorados de puro cartón piedra; artefactos gigantescos y robots de hojalata de inexplicable diseño (que hacen ping y ring continuamente) y la imborrable colaboración de Javier de Campos dando vida a un vagabundo borracho (el elemento humorístico imprescindible en cualquier película seria que se precie), son detalles, todos ellos, que acaban de darle una personalidad única e irrepetible al film de Piquer Simón.


Malas lenguas dicen que Pilar Miró, tras el visionado de Supersonic Man, acuñó al instante la despectiva terminología de “película de fontaneros” para describir cierto tipo de productos. Acto seguido, con los pelos de punta por lo que había visto, se juró a sí misma que, cuando fuera Directora de RTVE, cambiaría radicalmente el sistema de subvenciones cinematográficas a determinados directores, situando a Piquer el número uno en su lista negra. A veces, como en este caso (jamás confirmado oficialmente pero tan cierto como que me llamo Spaulding), uno comprende el porqué de ciertas acciones políticas y económicas un tanto impopulares. Yo, de ella, habría actuado de igual modo.

Y mientras ello ocurría, en Estados Unidos, un tal Spike Lee, un tipo de color (negro), bajito y miope, se apropiaba de una técnica deslizante de rodaje de Supersonic Man; una técnica que luego utilizaría en todas sus películas. El del esquijama y un Caffarel desfallecido así lo atestiguan en la escena vía YouTube que cierra este post.

28.11.07

Cruzando la frontera

El otro día, un cliente habitual de un restaurante hogareño que suelo frecuentar debido a su más que correcto menú, se acercó a mí y, a sabiendas de mi desmesurada y enfermiza afición por esto del cine, me hizo un obsequio que me llenó de alegría. Se trataba de un viejo catálogo sobre un Festival de Cine en Canet Plage del que nunca había oído hablar hasta ese momento. Me contó que, haciendo limpieza de trastos viejos en casa, se había encontrado de sopetón con él y que, antes de tirarlo, creyó que estaría mejor en manos de Spaulding.

Entusiasmado acepté el presente: un dossier sobre la programación de una muestra de cine dedicada a aquellos cineastas españoles que para estar al día cruzaban la frontera. Éste estaba tecleado a mano con una vieja Lettera y ciclostilado para dar más información a los intrépidos asistentes. Y digo lo de “intrépidos” ya que, en pleno mes de marzo de 1975, justo cuando la dictadura daba sus últimos y más rabiosos coletazos ante la inminente muerte del Caudillo, asistir a un festival izquierdoso y en el extranjero, compuesto de una larga veintena de títulos prohibidos y perseguidos en España, se trataba de una postura heróica, valiente y aguerrida; por aquel entonces, casi suicida. Para que se hagan una pequeña idea de las películas que se proyectaron ese año en Canet Plage, les he escaneado la primera hoja de un libreto ya amarillento que, a su manera, sustituía a los habituales y atractivos catálogos de los certámenes cinematográficos oficiales.

Viendo esa imponente lista de películas, queda muy claro que sus organizadores eran amantes del Séptimo Arte con ganas de tocarle los huevos al franquismo y demostrar que, allende nuestras fronteras, existía otro tipo de cine del que nuestros gobernantes no querían ni nombrar. Por lo que he podido saber, este periplo cinéfilo se inicio tres años antes, en 1973, de la mano de un grupo de personas inquietas, vecinos de la pequeña localidad francesa y con unas inmensas ganas de acercar la cultura a a aquellos que se les estaba negando. Bajo el nombre de Festival de Cine d'Art et Essai – Canet Plage, ofrecieron un plato suculento a un montón de españoles (ante todo catalanes, debido a la proximidad geográfica) y, con la excusa del arte y ensayo, colaron interesantes films que nunca, por aquel entonces, ningún cinéfilo de la época hubiera imaginado tener la posibilidad de ver proyectados en una pantalla de nuestro país. Por suerte, nuestros vecinos tuvieron la oportunidad de servírnoslos en bandeja de plata.

Muchos de ellos, como La Caída de los Dioses, El Fantasma de la Libertad o El Gran Dictador, fueron estrenados en España con posterioridad, una vez enterrada bajo suelo la Bestia Parda (o sea, la Bestia del Pardo). Otros se han quedado relegados, con el paso del tiempo, a algún que otro pase televisivo de madrugada. Supongo que, por ejemplo, asistir a una proyección en Canet Plage de un título tan mítico como el de Visconti, en el que se reflejaba la decadencia del nazismo a través de una contundente crítica, debería provocar una considerable descarga de adrenalina a más de un espectador, aunque ese pase fuera en versión original a pelo. Aparte de ser una película magistral, hay que tener en cuenta que incluso, en materia cinematográfica, todo lo ilegal pone a tope a los más rebeldes e inquietos del lugar.

El misterioso personaje que me cedió tal muestra histórica sobre un pasado reciente, me aseguró recordar haber ido con su padre a ver El Gran Dictador. Según él, juraría que fue proyectada con subtítulos en francés, aunque lo que le quedó más grabado en la memoria es el ambiente de fiesta y transgresión que se vivió entre el público asistente.

El Gato Caliente, Tamaño Natural, Portero de Noche, Reflexiones en un Ojo Dorado e incluso Todo Lo Que Usted Quiso Saber Sobre el Sexo y Nunca se Atrevió a Preguntar. Productos de lo más variopinto que conformaron la tercera y última edición de un más que necesario certamen. Política, antifascismo y sexo: los temas que más irritaban a un régimen furibundo e intolerante al que la cultura le venía un poco grande. Y más si ésta procedía de la mente de autores comprometidos y con ganas de exponer cosas que fueran más allá del cine que llegaba a nuestra piel de toro.

Valga este post como testimonio de un tiempo que nunca debió existir y en el que incluso se consideraba delito asistir a ciertas proyecciones cinematográficas. Y valga también, ante todo, como un reconocimiento y sentido homenaje a todos aquellos que, al igual que los organizadores del Festival de Cine Art et Essaig de Canet, dedicaron un buen pedazo de sus vidas a divulgar el arte que otros nos negaban y a mofarse del franquismo con la potente arma de la cultura.

27.11.07

Embarazo pastelero


Adrienne Shelly, antes de la carrera como directora y guionista que inició a mediados los 90, había intervenido como actriz en varias de las películas de Hal Hartley, faceta ésta, la interpretativa, que jamás llegó a abandonar del todo. El pasado 1 de noviembre de 2006, justo hace poco más de un año, fue asesinada por un vecino de su inmueble, sito en el neoyorquino barrio de Queens, tras quejarse a éste del insoportable ruido que provocaba con sus obras. Tal suceso ocurría antes de estrenar su última película, La Camarera; un título que llega con cierto retraso a las pantallas españolas y que cuenta igualmente, aunque en un papel secundario, con la presencia de la desaparecida realizadora.

La Camarera se trata de una comedia sencilla; un film menudo, aunque efectivo, que narra, en clave de comedia, los avatares de Jenna, una treintañera inmersa en un microcosmos tan amargo como desalentador. Casada con un hombre dominante, malcarado y maltratador, sueña en su independencia personal para poder dedicarse, en exclusiva, a su gran y única pasión: la de la pasteleria; una pasión inculcada por su propia madre desde su más tierna infancia. Sus pasteles son el plato más apreciado del restaurante en el que está empleada; un viejo local ubicado en un pequeño y apacible pueblo de California. Un embarazo inesperado y no deseado y la aparición de un nuevo ginecólogo en el lugar, serán dos de los factores que harán replantear a Jenna su existencia y la manera de afrontar la vida en adelante.

De hecho, el póstumo trabajo de Adrianne Shelly significa una especie de manual introductorio para entender un poco mejor la compleja psicología de las mujeres. Viendo su film, es innegable que la directora abrigaba un claro componente feminista en sus pensamientos e ideales. Y ello lo demuestra a través de los sentimientos y actos de la sufrida Jenna y sus dos compañeras de trabajo, Becky y Dawn (esta última interpretada por la propia Shelly). Todas ellas asumen, a trancas y barrancas, su rol de mujer; a su modo y, al mismo tiempo, ansían conseguir algo mejor e incluso, como en el caso de la protagonista, poder romper con todo y empezar de cero. Aunque les cueste aceptarlo, tienen muy claro que lo del príncipe azul es pura patraña; como mucho, podrán cruzarse con príncipes amoratados que no perdurarán para siempre en sus vidas.

Uno de los aciertos de este pequeño (pero agradable) producto se basa en su atinado toque humorístico; un toque minúsculo, sutil y muy peculiar pero que, sin embargo, sirve para distanciarse un tanto del desengaño general que planea sobre las vidas de esas mujeres que intentan -a duras penas y al no tener nada mejor en donde agarrarse- conformarse con lo que les ha tocado.

El otro acierto (sin duda, el mejor) se localiza en la ternura que desprende una insospechada y madura Keri Russell (la televisiva Felicity Porter) encarnando al personaje de Jenna. Su compacta labor le otorga una dimensión casi entrañable a una mujer hastiada del mundo, que detesta su propio embarazo y que sólo encuentra consuelo pensando en los ingredientes de los pasteles que idea a diario: un pastel para cada uno de los episodios conflictivos de su existencia. Y para ello utiliza, en cada ocasión, la magnífica (y perfectamente insertada) voz en off de una inolvidable Russell dando nombre a sus artesanales obras de repostería.

Cine independiente, y de bajo presupuesto, al amparo de una correcta visión femenina, y un tanto pesimista, de la sociedad actual. Una mirada cínica en la que, para suavizar sus intenciones, reviste de fábula infantil su utopico y positivo the end.

26.11.07

La pollería

A veces me resulta incomprensible ver como buenos títulos saltan de cartelera en menos que canta un gallo, mientras otros (malos a rabiar) aguantan estoicamente contra viento y marea. Este es el caso, sin ir más lejos, de Supersalidos: llevando más de un mes en pantalla, aún sigue manteniéndose en alguna que otra sala. La verdad es que esa permanencia me picó la curiosidad y me planteé la posibilidad de que, a lo mejor, me estaba perdiendo el “no va más” de las comedias protagonizadas por estudiantes descerebrados y calentorros. Así que, ni corto ni perezoso, direccioné todas mis buenas intenciones críticas al visionado del film del tal Greg Mottola, su realizador.

Sus protagonistas son el gordito Seth y el timorato Evan, un par de adolescentes un tanto descerebrados, íntimos amigos y en extremo repudiados por el resto de los compañeros de la escuela en la que cursan sus estudios. Justo están en el último año, antes de dar el gran salto a la Universidad, y su única meta en este periodo de sus vidas es la de ser invitados, al precio que sea, a alguna de las fiestas particulares que organizan el resto de jóvenes de su clase. En espera de tal oportunidad, se pasan los días viendo películas porno por Internet.

Siempre que se unen dos tontos (muy tontos) como Seth y Evan, acaba pululando a su alrededor un satélite aún más estúpido que ellos. Éste es el imbécil de Fogell, un joven imberbe, delgaducho, gafudo y con cara de asno, que logra aliarse con los otros al ofrecerles la posibilidad de conseguir bebidas alcohólicas para el guateque nocturno al que por fin han sido convidados. Las tremendas ganas de mojar, las ansias por beber hasta la saciedad, los tejemanejes con un carné falsificado, un fortuito asalto a una licorería y la aparición en escena de una pareja de agentes de policía (tan idiotas como los calenturientos chavales), conformarán los platos (teóricamente) fuertes de la función.

Más de lo de siempre. Un sinfín de gags de lo más bajo en los que, invariablemente y en cada uno de ellos, tienen cabida alguna que otra burda referencia al miembro sexual masculino. Si los vocablos pene o polla dejan de sonar en pantalla durante tres minutos, es señal inequívoca de que sus dos guionistas encontrábanse en baja forma o, en su defecto, habían sufrido algún vahído durante la confección de los diálogos. Es tal su obsesión pollera que, en sus créditos finales y también insertados durante la proyección, el espectador puede disfrutar de un sinfín de dibujos en los que cientos de penes (de todos los tamaños, colores y erecciones) se convierten en el objetivo preferente de cámara. Es más: tales estampas dúctiles les son achacadas a la mente enfermiza del personaje de Seth quien, desde su más tierna infancia, demostró cierta pasión en ilustrar todas sus libretas con inmensas y relucientes pollas. En definitiva: una desorbitada loa al pene y (por los comentarios de los mozalbetes) a las imparables ansias de que éste sea succionado por unos labios femeninos.

Un deplorable festival fálico al que acaba uniéndose la citada (y cargante) pareja de policías con similar obsesión por hablar continuamente de sus respectivos miembros. Dos agentes del orden público que, al mismo tiempo, pretenden pillar una cogorza igual o superior que la de los tres jovencitos protagonistas.

Escupitajos, vómitos y menstruaciones están a la orden del día. Lo que menos importa es un mínimo de dignidad. Buscar cualquier asomo de inteligencia en tan tosca película resulta una utopía. "Cuantos más detalles escatológicos se viertan en su desarrollo, más reirá el público", debió pensar el Mottola...

Supersalidos: una película más sobre jovencitos con ganas de estrenarse. Vista una, vistas todas, pues están cortadas por el mismo patrón. Lo siento, pero la verdad es que pretendía acercarme a ella con buenos ojos y con tanto cipote galopante, se me nubló la visión. Y lo que es más triste: aún sigue en la cartelera actual.

24.11.07

Añoro...

La gruñona sabiduría de Fernando Fernán Gómez. El entrañable nerviosismo de Agustín González. La peculiar entonación de Gracita Morales. La irrepetible voz de Pepe Isbert. La triste fugacidad de Sandra Mozarowsky. La caballerosidad viscosa de Fernando Rey. La boina comunista de Miguel Gila. El desparpajo surrealista de Tip. La astracanada altura de Mary Santpere. El morbo reivindicativo de Eloy de la Iglesia. La simplicidad pueblerina de Luis Ciges. El sibaritismo camaleónico de José Luis de Vilallonga. El pendiente desaparecido de Lola Flores. Las cortísimas minifaldas de Rocio Dúrcal. La afonia perenne de Cassen. El compromiso taconeado de Antonio Gades. La inmensa ternura de Manolo Morán. La gafe fragilidad de José Luis Ozores. El atropellado buen humor de Antonio Garisa. La voluminosa humanidad de Ángel de Andrés. El carisma aristocrático de Luis Escobar. El "Chanquete ha muerto" de Antonio Ferrandis. La bella fealdad de Lola Gaos. La intelectualidad insolente de Adolfo Marsillach. La laboriosidad versátil de Pedro Lazaga. La envidiable profesionalidad de José María Prada. La rebeldía cazallosa de Paco Rabal. La mejicanidad aragonesa de Fernando Sancho. Las inteligentes buñueladas de Luis Buñuel. La elegancia innata de Alberto Closas. La gran sapiencia menuda de José Luis Coll. El artesanal feminismo de Pilar Miró. La constancia de José María Forqué. El galleguismo terrorífico de Amando de Ossorio. La maña campechanidad de Paco Martínez Soria. La vibrante potencia de Ismael Merlo. La oronda familiaridad de Rafaela Aparicio...

22.11.07

¡A la mierda!


Su aspecto desaliñado, una gigantesca y espesa barba y su carácter gruñón y adusto, fueron los rasgos más característicos del Fernando Fernán Gómez de los últimos años y que tan bien perfiló el dibujante Vizcarra en su caricatura. Un hombre capaz de enviar a la mierda a un admirador suyo en busca de autógrafos o, por el contrario, de defender en una rueda de prensa, aunque fuera a través de mil y un improperios, el discutible estado actual del cine español. Él era así. Tras ese aparente mal genio, se escondía una de las cabezas pensantes más grandes de nuestra cultura.

De hecho, ese carácter disperso e insolente ya le venía marcado por su ajetreado nacimiento, suceso que tuvo lugar el 21 de agosto de 1921 en Lima (Perú) y que, debido al trabajo itinerante de su madre (una mujer también dedicada al espectáculo), acabó siendo inscrito en el registro civil de Buenos Aires, conservando la nacionalidad argentina hasta que se nacionalizó como español en 1970.

Escritor, dramaturgo, actor, director e, incluso, miembro de la Real Academia Española desde el año 2000. Múltiples fueron las facetas de un maestro que empezó, en eso del cine, allá por 1943 e interpretando, a partir de entonces, papeles de todo tipo, hasta que esa pareja feliz formada por Juan Antonio Bardem y Luis García Berlanga le contagiaron el gusanillo de la dirección. En este campo realizó una treintena de films. Muchos de ellos fueron productos banales, de pura subsistencia, aunque coló unos cuantos que iban más allá de los discutibles intereses políticos de un país gris y marcado por el franquismo: La Vida Por Delante y La Vida Alrededor son dos buenos ejemplos de ello, aunque su obra maestra y película maldita durante mucho tiempo fue El Extraño Viaje; cinta que relataba, a través de una elevada dosis de esperpéntico humor negro, un asesinato verídico ocurrido en la España mesetaria de los años 60 y en la que despuntaba el buen hacer, como actor, de un más que sorprendente Jesús Franco.

Se paseó como Pedro por su casa por el cine de gente como Saura, Armiñán, Érice o Berlanga, entre otros, consiguiendo un sinfín de interpretaciones emblemáticas y entrañables, de las de pura cepa, como la de ese inolvidable profesor republicano al que daba vida en La Lengua de Las Mariposas de Cuerda o la del enfermo terminal que, En la Ciudad Sin Límites y hospitalizado en una clínica parisina, maldecía su vida por no haber sacado a la luz pública ciertas vivencias del pasado. Sin contar sus múltiples apariciones en programas y series televisivas, llegó a formar parte del reparto de más de 150 largometrajes.

O sea, unos 150 personajes distintos que consiguió hacer suyos al cien por cien, desde ese seminarista fachenda de la moralista y cutrona Balarrasa hasta ese anciano, ex catedrático, que desesperado optaba por convertirse en el esclavo de uno de sus antiguos alumnos en Stico.

En 1986, como actor, guionista y también director, con el estreno de El Viaje a Ninguna Parte inició su imparable carrera como acaparador de Goyas. En ese título, mezclando el melodrama con la comedia coral, retrató a la perfección los peregrinajes de una compañía ambulante de cómicos en la destartalada España de los 50.

Es tan largo y amplio el legado de Fernando Fernán Gómez que un simple post como éste no da para nada. Su figura, su trabajo y sus claras influencias en el mundo de la literatura, del teatro y del cine, serían temas dignos de un estudio en profundidad. Y es que un hombre que, durante ese atropellado viaje a ninguna parte, descubrió a un zangolotino en la figura de un incipiente Gabino Diego, bien merece esto y más; mucho más.

Un pedazo inmenso de la cultura y las artes de nuestro país nos acaba de abandonar. A pesar de ello, nos deja al cuidado de las dos mujeres de su vida (María Dolores Pradera y Emma Cohen) y de un montón de películas, textos y opiniones que conservar.

Hoy, desde que me he levantado, no ceso de mirar al cielo con cierto recelo. Las incontables veces que desde ayer llevo gritándole en silencio un claro y rotundo “¡a la mierda!”, me hacen sospechar que pronto va a caer una fuerte tormenta sobre nuestras cabezas.

21.11.07

Ustedes lo han querido: LA MOMIA


La mirada penetrante de Boris Karloff es una de aquellas imágenes que hacen de La Momia un film irrepetible y que forma parte de ese entrañable paquete cinematográfico que, en los años 30, dedicó la Universal al cine de terror y cuyos títulos más representativos fueron El Doctor Frankenstein y su magistral secuela, La Novia de Frankenstein, ambas dirigidas por el innovador y depresivo James Whale.

La Momia nació, de la mano del austro-húngaro Karl Freund, en 1932, justo un año después que la criaturita ideada por Mary Shelley pisara la pantalla grande. De hecho, La Momia, a pesar de transcurrir en un teórico Egipto (en realidad, los decorados de cartón piedra de los estudios Universal), no es un film tan exuberante, visualmente hablando, como lo fueron las dos películas de Whale antes citadas. Su director apostó más por el intimismo, transcurriendo la mayor parte de su metraje entre cuatro paredes, bien fueran éstas las del museo de El Cairo y sus dependencias o las de la exótica residencia de Ardaht Bey, el personaje aristocrático y fantasmagórico en el que se encarna la momia del príncipe Im-ho-tep tras haber vuelto a la vida debido a un casual conjuro.


Ardaht Bey, alias Im-ho-tep, no es otro que Boris Karloff en una de sus múltiples creaciones. Envuelto en ajadas tiras de tela o vistiendo los lujosos ropajes de un misterioso y acaudalado egipcio, la presencia del actor resulta impresionante. Su desmesurada altura, la seriedad de su rostro o los lentos movimientos con los que se desplaza en el cuerpo del tal Ardaht, son las principales bazas con las que jugó Freund para ayudar a construir ese clima angustioso y tenso (a veces hasta poético) que se respira durante la proyección; un tema en el que influyó, sin lugar a dudas, la sabia labor de maquillaje aplicada para la construcción de las dos facetas visuales de tan tenebroso personaje.

Siempre apoyado en las luces y las sombras de su cuidada fotografía en blanco y negro, La Momia se adentra en una historia de amor inmortal en la que destaca una fuerte carga de vampirismo. Entre la figura del Conde Drácula y el príncipe Im-ho-tep hay muy poca distancia. Ambos, por ejemplo, utilizan el poder de la hipnosis para lograr que se les acerquen sus objetivos, dejándose seducir por unos encantos difíciles de adivinar a simple vista por el espectador.


Resulta curioso descubrir como, en sus escenas violentas, aquellas en las que la momia de Karloff ha de segar la vida a alguna de sus víctimas, la muerte de éstas generalmente quedan fuera de plano, tal y como ocurre con un vigilante del museo de El Cairo, el cual es asesinado y descubierto su cuerpo, posteriormente, con un viejo papiro entre sus manos; el papiro en el que está escrito el conjuro con el que el resucitado Im-ho-tep podría rescatar de las tinieblas a la princesa Anck-es-en Amon, la mujer por la que, tras su muerte, fue condenado a ser momificado y enterrado con vida dentro de un sarcófago.

Su brillante prólogo, ambientado en 1920 y en el que un grupo de expedicionarios da con el sarcófago en el que descansa, desde hace 3700 años, la momia de Im-ho-tep; el despertar de ésta, desapareciendo de escena tras dejar en estado catatónico a un joven arqueólogo o el fragmento final, en el que Karloff pretende llevar a cabo los ritos macabros de un sacrificio humano con la finalidad de volver a estar al lado de su gran amor, son todos ellos momentos de pura antología del cine de horror.

La exagerada interpretación (rayana en la mímica) de sus actores; la frialdad de su puesta en escena o la irregularidad de una banda sonora que a veces brilla por su ausencia, son detalles más que perdonables teniendo en cuenta que la mayoría de actores y técnicos aún denotaban ciertos vicios procedentes del cine mudo.

En poco más de una hora y yendo al grano en todo momento, Boris Karloff, bajo la batuta de Karl Freund, logró aterrorizar a las plateas de todo el mundo con su fúnebre caracterización. Hoy, esa sensación de terror que sintió el público de una época, ha dado paso al reconocimiento de una artesanal e inteligente labor de quienes llevaron a cabo tal empresa. Un film que hay que ver con un cariño especial y recordando, en todo momento, que a la Industrial Light & Magic aún le quedaban muchos años para nacer.

20.11.07

El bebé de Rosemary y los niños del Brasil se quedan huérfanos de padre

El pasado lunes 14 de noviembre, el dramaturgo y novelista Ira Levin nos abandonó. Desde su apartamento de Mahattan y a causa de un ataque al corazón, pilló el expreso hacia tierras desconocidas. Tenía 78 años de edad. Hoy deja un interesante legado literario del que, en muy buena medida, también se ha beneficiado el mundo del cine.

Su primero éxito editorial, A Kiss Before Dying, fue llevado al cine en dos ocasiones. La primera a través de Un beso Antes de Morir, en 1956 y con Robert Wagner y Joanne Woodward como protagonistas; mientras que la segunda, fechada en 1991 y contando con Matt Dillon y Sean Young para los papeles estelares, fue estrenada en España con el título de Bésame Antes de Morir.

Después de éste libro, tardaría 14 años en publicar una nueva novela la cual, además, se convertiría en una de las más emblemáticas de su carrerea: la espeluznante y satánica Rosemary’s Baby. Ésta fue guionizada, a su vez, por Roman Polanski, dando vida a La Semilla del Diablo, uno de los mejores títulos del fantástico de los años sesenta y, por extensión, de la filmografía de su director.

A pesar de haber empezado como guionista televisivo y de que su literatura se convirtiera en un claro e indiscutible icono cinematográfico, Ira Levin jamás escribió un guión directamente para la gran pantalla. De todos modos, la fuerza de sus trabajos inspiraron la creatividad de varios guionistas y directores, dando algún que otro fruto tan sabroso como la espléndida y tensa Los Niños del Brasil o la ya más irregular, aunque visible, La Trampa de la Muerte, ésta última basada en una de sus obras teatrales y contando, para su adaptación, con las interpretaciones de Michael Caine y el desaparecido Christopher Reeve.

La última revisitación, hasta el momento, de la obra de Ira Levin ha sido Las Mujeres Perfectas, una película inspirada directamente en su libro The Stepford Wives y que, a su vez, ya había tenido un par de adaptaciones anteriores en los años setenta y ochenta (una de ellas destinada directamente a televisión).

En 1997 publicó su última novela, Son of Rosemary, el esperado regreso al asfixiante y terrorífico mundo de Rosemary’s Baby.

19.11.07

En el calor de una ciudad fría (y II)

El sábado Manresa amaneció con un sol espléndido y un frío considerable. Tras recuperarme de los excesos de la noche anterior con la ayuda de un croissant y un cortadito, me dispuse a ver la primera película del día. Se tratataba de un documental imprescindible (aunque un pelín alargado) para conocer, de cerca, las malas artes de uno de los personajes más sombríos del panorama político mundial: Vladimir Putin. El Caso Litvinenko es su título y, como bien indica, repasa los hechos que llevaron al envenenamiento con Polonio 210 de Alexander Litvinenko, un espía de la FSB (la agencia que sustituyó a la desaparecida KGB) que denunció públicamente la corrupción del gobierno Putin. Un film bien documentado y conducido por su propio realizador, Andrei Nekrasov, un periodista que tuvo la oportunidad de entrevistar al ex espía en su exilio londinense poco tiempo antes de morir.

Sin apenas tiempo para fumar un cigarrillo, acto seguido se proyectó La Sombra del Reino, un título a punto de estreno en salas comerciales que denota lo peor y más fascistoide del cine norteamericano de toda la vida. La prepotencia imperialista y la falsa moral, son los ejes sobre los que discurre una historia política-bélica-policíaca en la que la investigación, en Arabia Saudita, de un cruento atentado terrorista a una colonia norteamericana, pondrá en aprietos a cuatro experimentados agentes del FBI recién llegados al lugar. Dirige Peter Berg (el mismo de la gamberra Very Bad Things, un producto diametralmente opuesto a éste) y su protagonista principal es un insoportable Jaime Foxx que parece empecinado, contra viento y marea, en demostrar que no es tan buen actor como dio a entender en Collateral y Ray. En esta ocasión, ha construido su personaje a partir de una dolorosa mezcla entre Wesley Snipes y Denzel Washington.

Tal y como dijo mi mujer, al acabar la película y con toda la razón del mundo, “es como las de indios de antes pero en mala”. Y es que por ejemplo, en esas, John Wayne no llevaba un chupa-chups a mano para ofrecerselo a un niñito indio tras haberle exterminado a media familia, tal y como hace Jennifer Garner con un pequeñajo, en La Sombra del Reino, después de cargarse a un montón de árabes insurrectos. Y es que, las de antes, no aburrían y tampoco solían caer en pasajes tan ridículos como le ha ocurrido a Berg.

Tres de la tarde. Comida en compañía de la mayoría de invitados y acreditados del Festival. Una agradable sobremesa de lo más familiar me lleva hacia el hotel a descansar un poco. Otros, en cambio, se encaminan al cine para conocer a Mr. Brooks, un irregular y fallido thriller que ya tuve ocasión de ver (y comentar) durante mi estancia en el pasado Festival de Sitges.

El resto del día, hasta la hora de la cena, me lo pasé visitando la exposición itinerante El Hacedor de Cuentos: El Arte de Guillermo del Toro -comisariada por el valenciano y buen amigo Antonio Busquets-, y la interesante y muy curiosa Tintín en Manresa. Allí es cuando me enteré, gracias al todoterreno Kop (vice-presidente del certamen), que la empresa francesa Wild Bunch, productora de Film Noire (la película de animación que tenía que clausurar el domingo la fiesta cinematográfica), les había prohibido a última hora proyectarla, alegando para ello algo tan absurdo como el no tener aún distribución en España.

Un Pizza Cuatro Quesos fue el plato elegido para cenar en compañía de mi esposa y Carlos Pumares. Una velada divertida (como todas las que he vivido al lado de ese ingenioso caballero) en la que hicimos un buen repaso a muchos clásicos del cine y, a pesar de nuestros puntos de vista ideológicamente divergentes, vapuleamos a gusto ciertas cuestiones políticas y sociales de actualidad, recibiendo un varapalo muy especial el affair AVE y cercanías de Barcelona. Una noche que termino, sobre las tres de la madrugada, en un pub cercano al hotel y en donde tuve el placer de demostrar mi agradecimiento a los responsables del Festival por el buen trato recibido durante todo el fin de semana Un par de cubatas, unos cuantos bomboncillos más y la promesa de volver el próximo año a Manresa (y a poder ser, cubriendo el Festival al completo) me llevaron directamente a la cama.

Aún sin saber que la película ganadora sería Muerte de un Presidente (el documental ficticio sobre un hipotético atentado mortal al presidente Bush) y que la compacta Paha Maa (Frozen Land) tendría que conformarse con una merecida mención especial del jurado en el Palmarés de este año, ayer por la mañana abandonábamos esa tierra tan hospitalaria para regresar a la polución atmosférica y acústica de Barcelona.

18.11.07

En el calor de una ciudad fría (I)

El miércoles por la noche, con la proyección de Michael Clayton, se inició la IX Edición del Festival Internacional de Cinema Negre de Manresa, un certamen al que tenía ganas de acudir desde hace mucho tiempo y al que finalmente pude acercarme en esta ocasión. Por lo allí vivido, les aseguro que la afabilidad de sus organizadores y su cuidada programación hacen de éste un encuentro más que entrañable.

Justo el pasado viernes, cuando llegué a Manresa, el Festival ya estaba en su punto preciso de efervescencia. Fue poner los pies en la localidad que, sin pasar siquiera por el hotel para dejar el equipaje, encaminé mis pasos hacia La Taverna dels Predicadors, un pequeño café bar en el que estaba invitado a formar parte de una mesa redonda, al lado de José Enrique Monterde, para hablar de la crítica cinematográfica y los distintos medios de comunicación. Como es lógico, un servidor estaba allí en representación de los blogs y el fuerte auge que han adquirido en los últimos años. Una charla distendida entre los asistentes y el calor ofrecido por los organizadores del certamen, fueron las señales inequívocas de haber aterrizado en una tierra afectuosa habitada por gente maja y sanísima; una impresión que, a lo largo de dos días, se ha ido confirmando a cada minuto que transcurría a su lado.

Ducha en el hotel, paseo por el barrio viejo de la ciudad y, sobre las ocho de la tarde, el visionado de una película sorprendente y durísima. Su título Paha maa (Frozen Land), un producto finlandés, dirigido por un tal Aku Louhimies y que gira alrededor de un numeroso grupo de personajes sin ninguna relación entre ellos que, debido a un despido improcedente de un maestro de escuela, se verán envueltos en un vendaval de sucesos trágicos. Una nueva vuelta de tuerca al llamado efecto mariposa. Un film sin truculencias, rodado de manera sobria que, de modo consciente, retrata los aspectos más negativos y asfixiantes de la sociedad actual de una forma tan contundente que uno, al salir a la calle tras la proyección, se plantea que la mejor opción personal ante este perro mundo es acoplar la boca al tubo de escape de un automóvil. Mientras tan brillante idea cruzaba por mi cabeza, mi mujer salía feliz y contenta de una sala contigua tras haber disfrutado de lo lindo con un abarrotado pase de la vibrante [REC].

El no encontrar el coche apropiado para tal ensablaje hizo que decidiera acudir, en compañía de mi santa, a la fiesta oficial del Festival. La intención era la de saludar a viejos amigos y, al mismo tiempo, meterme algo calentito en el estómago. Demasiadas horas sin comer fueron las culpables de que me pegara un panzón de delicatessens ofrecidas por varios restauradores del lugar, dedicándole una atención preferente a unos geniales rollitos de salmón ahumado que envolvían a unas gambas fermosas y fresquísimas. Vino y cava en cantidades generosas consiguieron que confundiera a la diva de Marisa Paredes con Eusebio Poncela y, preocupado por ello, optara por enfrascarme en la compulsiva ingestión de unos bombones de chocolate, en forma de bala y rellenos de Calvados que, para la ocasión, había diseñado en exclusiva el chocolatero Enric Rovira.

Ayer sábado también fue un día excelente en todos los aspectos. Pero esa ya es otra historia que les dejo para mañana, pues aún tengo el cuerpo tan helado por la temperatura de ese país que, a duras penas, los dedos de mis manitas reconocen el teclado del ordenador. En espera de la segunda entrega, les dejo con la instantánea de una de entre los centenares de cajas que albergaban los bombones borrachuzos.