30.4.05

Atrapado en sus propias redes

Un lector ha creído descubrir la verdad sobre Spaulding. Juzguen ustedes por si mismos. Yo, personalmente, no estoy en absoluto de acuerdo. ¡Faltaría menos!


¿Benny Spaulding?


¿Spaulding Hill?

Nuevo Superman, nuevo esquijama

Bryan Singer, tras su éxito como responsable en la adaptación de las dos entregas de X-Men, está acabando de rodar el nuevo Superman, Superman Returns.

Durante varios años se ha estado buscando al actor idóneo para interpretar al mítico superhéroe. Varios famosos han estado en la lista de elegibles pero, al final, se ha optado por Brandon Routh, un jovencito que, procedente del mundo televisivo, hará su debut en la pantalla grande de la mano de Synger.

Aquí abajo lo tienen. Esa especie de Eduardo Noriega con unos cuantos años menos y con el ribete clásico en la frente, a lo Estrellita Castro. Y, al igual que los jugadores de fútbol al inicio de cada temporada, inaugurando nuevo diseño para su esquijama. ¿Quién debe ser su sponsor? ¿Nike o Cappa?

29.4.05

Degradación

Me he pasado la tarde practicando taichi. Varias horas. Y de fondo, en la pantalla del televisor, la película de Ki-duck. Una dura prueba de superación personal. A partir de hoy, nunca volveré a ser el mismo de antes. Incluso me han cambiado los rasgos físicos. Ahí abajo tienen la cruda y penosa confirmación del extraño ser en el que me he convertido. Por culpa del cine oriental, dudo que durante unos cuantos días pueda mirarme en un espejo sin sentir lástima. Y esto no queda aquí, pues este fin de semana, debido a una petición malvada de las suyas, he de enfrentarme a Deseando Amar.

Espero que sientan remordimientos ante tan espeluznante imagen. Mi madre, sin ir más lejos, hace pocos minutos acaba de llamarme atemorizada... "Nen, qué et passa? Que no et trobes bé? Fas mala cara". Pobre mujer.

28.4.05

En el estanque dorado

Ya saben de mi poca pasión por el cine oriental. Casi nula. Sin embargo, siempre me he sentido atraído por La Isla, una cinta coreana, seca y concisa, a la que he valorado positivamente en todos los aspectos. Es por ello que la otra tarde, esperanzado, me entregué al visionado de otro título de su realizador, Kim Ki-duk. Se trata de Primavera, Verano, Otoño, Invierno… y Primavera. Más explícito, imposible.

La película, como bien señala su largo epígrafe, está estructurada en cuatro capítulos y un epílogo y, en ellos, se nos va narrando la relación de un maestro –un viejo y silencioso monje budista- con su alumno, quienes cohabitan en una casa de madera flotante en medio de un onírico lago, situado en el epicentro de un frondoso valle. Todo allí es como muy bonito, muy lírico, casi poético. Nada desentona e, incluso, las serpientes comparten vivienda con los humanos en total armonía. Bucólico… aunque no pastoril.

El episodio de la Primavera resulta prometedor. En él se nos presenta al citado monje como un paciente observador, controlando los movimientos de su pequeño discípulo, un niño de corta edad al que intenta educar para limarle todas las asperezas y maldades que afloran en el ser humano. Todo muy lindo, filosófico incluso, casi sin diálogos y con ciertas gotas (mínimas) de humor.

El capítulo del Verano nos muestra ya al pequeño como a un adolescente entregado al cien por cien a las artes budistas, siendo aún aleccionado en ciertas materias por el anciano monje y haciendo hincapié, al mismo tiempo, en una amorosa relación pasional del joven con una chica enfermiza, la cual se desplaza al lugar para sanar sus males físicos y espirituales. Igual que en el fragmento de la Primavera, todo sigue siendo muy lindo, filosófico, casi sin diálogos. La película aún promete, parece que va por buen camino. O, al menos, resulta curiosa. Todo es tan onírico que incluso, ese enclave en el lago, se nos antoja como magnético, hipnótico.

Pero la realidad es otra. La Primavera y el Verano son sólo un falso espejismo; un burdo engaño, de bella fotografía y fascinantes parajes, para predisponer al espectador a soportar sus dos siguientes entregas y su epílogo final. Con el Otoño, nos muestra al joven aprendiz como a un fugitivo de la justicia tras haber cometido un crimen por amor. Y Ki-duk aprovecha esa situación para huir de un argumento convencional y empezar a volcar una sarta de simbolismos budistas que despertarían a un muerto. A partir de este punto, la historia ya no se aguanta por ninguna parte (excepto por su cuidadísima estética visual). Pierde su sentido del humor y su ritmo narrativo. De manera alarmante, la película se convierte en un peñazo de muchísimo cuidado y cuesta un huevo (y parte del otro) entender lo que va ocurriendo en pantalla. Los bostezos de algunos espectadores es la garantía más fiable de su cambio de tercio.

Ya en el Invierno, desaparecido el viejo monje, asistimos a la transformación del alumno en el nuevo maestro. Los simbolismos siguen cayendo, uno detrás de otro, como en un bombardeo. Todo muy nevadito, helado, gélido. El verde paisaje se ha convertido en un inmenso manto blanco. Y el futuro monje, con la cabeza rapada, nos invitará a asistir a sus innumerables sesiones de taichi. Los bostezos ya se han transformado en sonoros ronquidos y los mínimos diálogos de los capítulos anteriores han desaparecido por completo. Harpo en la heladería, subiendo y bajando montañas nevadas, con el torso desnudo y portando grandes pesos para purgar sus pecados. El sopor más inenarrable. El tedio convertido en celuloide.

Y no les hablo del epílogo. No merece la pena perder más de hora y media en una comida de coco tan descarada como ésta. No hay cosa que más me indigne que, a toda costa, intenten venderme una forma de vida o, como en este caso, una religión en concreto. Los panfletos ideológicos a palo seco, tal cual, me la sudan. Y éste, es un señor panfleto. Váyase usted, señor Ki-duk, con su budismo a otra parte, buen hombre.

27.4.05

Money, money, money...

Hacía unos cuantos años que Richard Lester había filmado ¡Qué Noche la de Aquel Día! y Help!. Joseph McGrath, uno de los responsables directos de Casino Royale, el Bond más atípico y surrealista de toda la serie, decidió revivir un tanto el éxito de esos films de The Beatles y, contando en el guión con Peter Sellers y dos miembros del grupo Monty Python, John Cleese y Graham Chapman (que por aquel entonces triunfaban en la televisión británica con su Flying Circus), urdió una de las películas más extrañas y absurdas de la década de los 60, The Magic Christian, titulada, de manera estúpida para su estreno en las pantallas españolas, como Si Quieres Ser Millonario No Malgastes el Tiempo Trabajando.

El film, aparte de entroncar directamente con la corta filmografía protagonizada por The Beatles -tanto por su alocado estilo como por la presencia actoral de Ringo Starr y de Paul McCartney como compositor de su banda sonora-, tenía muchos puntos en común con la citada Casino Royale, empezando por la impagable presencia del inconmensurable Peter Sellers y terminando con su particularísimo sentido del humor.

The Magic Christian se ampara en un argumento muy sencillo pues, de hecho, esto es lo que menos importaba a sus creadores, ya que apostaron por una sucesión imparable de gags, a cuál más extravagante, y por una narrativa un tanto deshilachada, apoyándose, al mismo tiempo y de manera decidida, en la popera estética visual imperante en el cine de esos años (enérgicos zooms de acercamiento, colores chilllones y músicas psicodélicas). Estaba claro que el show televisivo de los Monty Python fue la clave definitiva para la consecución del estrafalario y simpático largometraje.

Basándose en una novela de Terry Southern (también colaborador en el guión, al igual que el propio McGrath), nos plasma las gamberradas planeadas por Sir Guy Grand (un inspiradísimo y estoico Sellers), un millonario excéntrico que se dedica a malgastar su desorbitada fortuna en la recreación de un sinfín de gansadas, realizadas con la única y malsana intención de tocarle las narices al prójimo. Cansado de llevar a cabo sus bromitas en solitario, adoptará como hijo suyo a un vagabundo (un apayasado Ringo) y, tras bautizarlo como Youngman Grand, logrará que éste le acompañe en sus disparatadas correrías en las que no cesarán de tentar (y marear) a sus víctimas con ingentes cantidades de dinero.

En su estreno, la película resultó sorpresiva e incluso, en ciertos aspectos, totalmente transgresora, aunque el paso del tiempo ha mermado buena parte de su encanto original. Muchos de sus chistes han quedado desfasados, aunque alguno de ellos siguen conservando la fuerza y el frescor con que fueron concebidos. De estos valdría la pena destacar toda la delirante escena que transcurre durante una subasta de obras de arte (un sutil homenaje de Sellers al destructor universo del inmortal Groucho Marx) y otro momento, sin desperdicio alguno, que enfrenta a Sellers y Ringo con un policía que intenta sancionarles por un aparcamiento indebido. Inenarrable.

La parte más alocada (y, por ello mismo, electrizantemente jocosa) se encuentra en todo el largo apartado que hace referencia al barco que lleva el nombre del título, Magic Christian, tras el que se esconde un crucero elitista destinado, única y exclusivamente, a las mayores fortunas del planeta. Allí todo se desmelena hasta el absurdo más rocambolesco. Los cameos de los personajes más populares del momento no se hacen esperar; su trama se vuelve excesivamente disparatada, rompiendo todos los cánones habidos y por haber: Christopher Lee vuelve a ser el Conde Drácula para aterrorizar a los adinerados pasajeros; el mismísimo Roman Polanski, ataviado de nuevo con las vestiduras que lució en El Baile de los Vampiros, se verá acosado sexualmente por un travestido con la cara de Yul Brynner y Raquel Welch, la exuberante Welch, azotará con un látigo a cuantos machos se crucen en su camino.

Y saliendo del vampírico crucero llega el final; un final guarro y desagradable donde los haya, capaz de mostrar los pocos escrúpulos de los humanos a la hora de pillar un mísero billete caído del cielo. Tomen nota: una gigantesca piscina de lona en medio del Hyde Park, llena hasta rebosar de orines, diarrea y vómitos. Y millones de billetes flotando en la mierda, lanzados a la piscina por las manos de Sir Guy Grand y Youngman Grand. La gamberrada máxima. Y, tras el dinero, centenares de personas, de todas las edades y condición, bañándose en esa inmundicia, con la única intención de conseguir algún que otro billete, por muy cagado que éste se encuentre.

Que nadie se mosquee conmigo por contar la última escena, pues en el fondo les estoy haciendo un grandísimo favor. Con quien se tendrían que cabrear es con Televisión Española, pues en el par de ocasiones que la emitieron (hace unos cuantos años), esta escena fue suprimida con alevosía y nocturnidad, sin explicación alguna, de la manera más ilógica. ¿Por qué? Vayan ustedes a saber... Espero que, en caso de editarse, lo remedie el DVD. Yo, al menos, la compraré.

26.4.05

Ustedes lo han querido: LA CAZA

Corría el año 1966 cuando Carlos Saura se enfrentó a La Caza, uno de sus trabajos más reconocidos y mejor elaborados. Acababa de estrenar Llanto por un Bandido y nadie creía en su futuro proyecto. El guión de La Caza, coescrito con Angelino Fons, fue rechazado por varias productoras, hasta que dio con Elías Querejeta quien, entusiasmado con la historia, se hizo cargo de su producción.

La película es muy concisa y, a pesar de estar filmada en escenarios naturales, al aire libre, resulta como muy hermética. Ésta narra la espasmódica relación entre cuatro amigos, de acomodada posición social, durante un tenso y explosivo día de caza. Tras varios años sin verse, deciden volverse a encontrar y repetir una de esas jornadas en las que, antaño, la caza del conejo les llenaba de satisfacciones. Pero los tiempos han cambiado, al igual que las personas; unas para bien y otras para mal. Lo que prometía ser un feliz día de fiesta, se convertirá en un infierno en el que el sudor y la sangre cobrarán un protagonismo especial.

Saura, para conseguir ese inolvidable crescendo que aflora de la relación entre esos cuatro amigos, decidió filmar la película siguiendo el guión por el mismo orden en el que éste había sido escrito. Ese esquema de rodaje influyó de manera más que positiva en sus actores, los cuales, a medida que iban descubriendo a sus propios personajes, fueron creciéndose en la crispación que de éstos intentaba sacar su realizador. Y, poco a poco, minuto a minuto, la película va desgranando la falsedad y la hipocresía de unos seres engreídos que, muy a su pesar, acaban descubriendo la vacuidad de su relación, así como van tomando conciencia de no haber vivido jamás tiempos mejores.

Sus agrestes localizaciones naturales y el caluroso y sofocante ambiente que soportan esos seres, captado maravillosamente por la cámara del inolvidable Luis Cuadrado, forman parte indiscutible del mal ambiente creado entre ellos. Las recriminaciones van subiendo de tono, a medida que el sol y el alcohol les va afectando físicamente. Pronto será difícil distinguir entre cazador y cazado; entre conejo y hurón, pues ellos mismos están predestinados a convertirse en sus propios verdugos. Las palabras acaban resultando tanto o más dolorosas que las balas. Y de los cuatro en discordia, sólo uno de ellos, el más joven –invitado accidentalmente a la cacería-, decidirá mantenerse al margen y, al igual que el espectador, sin tomar partido alguno en sus desavenencias, convertirse así en un mero observador más de la dolorosa situación creada.

Un film de una crudeza inusual en el cine español de esos años, capaz de narrar la absurdidad de una reyerta entre amigos que, al fin y al cabo, tenían muy poco de ello, pues sencillamente se trataba de una amistad de pura conveniencia. No es de extrañar, en ese sentido, que en su estreno se encontrasen paralelismos con la Guerra Civil: el enfrentamiento ideológico entre estos y la eclosión de violencia final son notorios referentes. Y Saura, inteligentemente, potenció aún más el fantasma de la contienda eligiendo un enclave geográfico que, según cita uno de los protagonistas, terminó sembrado de cadáveres durante la misma.

Mucha parte del mérito de La Caza se debe al fenomenal trabajo de sus cuatro actores principales, del primero al último, soberbios en sus respectivos papeles. Sin Ismael Merlo, Alfredo Mayo, José María Prada y Emilio Gutiérez Caba, el film no hubiera sido el mismo. Cada uno de ellos está perfectamente delimitado, con cuatro simples trazos y todos, excepto el más joven (el único soplo de aire fresco entre ellos), necesitan de los otros para seguir subsistiendo y poder escupir sus neuras sobre los demás; una relación casi casi vampírica. Y, aparte de estos, un par o tres de personajes más aparecen en pantalla, de manera casi episódica y como representantes simbólicos de la clase más humilde, al contrario que su aposentado cuarteto protagonista, como por ejemplo Fernando Sánchez Polack (el hermano de Tip), y que, en el fondo, están colocados en la historia para convertirse en una diana perfecta para que los señoritingos puedan verter su rabia contra ellos

Un film emblemático, realizado con un presupuesto mínimo (2 millones de los de los años 60) aunque con mucha sabiduría. Tanta que, con los años, sigue teniendo la misma vitalidad que en su época. Desgraciadamente, todo lo contrario de lo que le ocurre a una buena parte de la filmografía posterior del director aragonés que, salvo honradas excepciones, no ha soportado en absoluto el paso del tiempo.

¡Vaya susto!

Hoy me ha dado un vuelco el corazón... Por un momento pensé que había muerto el humorista Mariano Mariano, cuando en realidad se trataba del realizador George Pan Cosmatos....


Mariano Mariano


George Pan Cosmatos

25.4.05

El Manual del Buen Sumiso

Dan Foreman es un alto cargo de una importante empresa de publicidad. Al ser ésta absorbida por otra, verá perder su puesto de responsabilidad para pasar a depender directamente de Carter Duryea, un joven ambicioso y trepa un tanto inexperto en la materia. Cayendo en una fuerte depresión, ésta se verá aún más agraviada cuando descubra que su propia hija, Alex, una jovencita de 18 años, ha empezado a mantener relaciones sentimentales con el tal Carter, su nuevo jefe, el hombre que ocupa su viejo cargo en la empresa.

Ésta, a breves rasgos, es la sinopsis de In Good Company, otro de esos films innecesarios que se estrenan cada dos por tres en nuestras pantallas. Una sosa comedia melodramática con todos los tópicos y constantes de esos telefilms de sobremesa que emite Antena 3 los fines de semana. Un olvidable título que no conduce a ninguna parte: edulcorado, blando, aburrido y con moralina final de esas un tanto ofensivas. Ideal para pegarse una buena cabezadita.

En In Good Company, todos los personajes protagonistas, aunque den la impresión de ser muy malos, acaban siendo unos santurrones de los que jamás en su vida han matado una mosca. La previsibilidad es la única arma que sabe lucir su realizador, Paul Weitz (no en vano fue el artífice de American Pie y Un Niño Grande). A lo largo de su metraje no hay sorpresa alguna y todo discurre tal y como prevé el espectador desde sus primeros minutos de proyección. Cero patatero en originalidad.

De realización enervantemente plana, es la típica película que no aporta nada nuevo al séptimo arte, mostrándose, su director, incapaz de darle un poco de nervio a su plúmbea y vacía narración. Y es una lástima ya que, tras su argumento, podría haberse escondido una crítica feroz sobre el desalmado mundo actual de las relaciones laborales, resultando, tan sólo, un producto acomodaticio bajo el que se aposenta un posicionamiento en exceso conservador pues, en resumen, la moralina del mismo, en pocas palabras, deja bien claro que cuando la empresa nos putea y explota, la mejor postura es la de mantenerse sumiso y leal ante los designios del amo y señor; ya vendrán tiempos mejores. Gilipolladas.

De todas maneras hay algo bueno en In Good Company, pues ésta me acaba de validar definitivamente una sospecha que abrigaba desde hace mucho tiempo: cualquier película actual protagonizada por Dennis Quaid es sinónima de patetismo. Caca de la vaca. Para huir raúdamente.

Suerte que, como compensación, sale la Scarlett Johansson. Al menos, esa chica alegra la vista.

Encuentre las 10 diferencias


Muriel, la actriz de "Frágil"

Princesa Fiona

24.4.05

Ayer noshe fui ar teatro

Ayer noshe fui ar teatro. Y eso que er teatro no me gusta ná. Ná de ná, pué yo soy un ser ignominioso y etraño. Ar teatro va demasiá jente. Jente mal educá que se levanta de su asiento cuando aún lo artista no han terminao d’actuá. Se levantan sin dejá que se puean depedí como Dio manda lo actores der público. Ar teatro acuden demasiado giripoyas. Mushos, en tropel, p’haserse los pedantes y simulá que saben musho d’arte escénico. Giripoyas que hasen giripoyás. ¡Y ej que la jente é burra, burra, burra!

Er teatro é una puta miedda. Una miedda como un piano asín de grande, en donde se representan obras estrañas, d’aquellas en que no t’enteras de ná. Simbolimmo y poca cosa má. Un burrimiento, vaia. Y ayer aún fue peó c’otro día lo d’ir ar teatro, pues pá llegá al mimmo tube que ir sotteando a jente po la calles de Barselona, La ciudá etaba atestá d’ijos de la gran puta comprando libros como si supieran leé i entendé lo que pone en lo libros. Giripoyas. Ayer, en Barselona, si te quería comprá una verduras o un botellín de birra, no había posibilidá arguna, ya que no habían tiendas nommales. Solamente tenderete con mushos libro y muchos tíos fimmándolos en la primera pagina. Y ej que er teatro, lo libro i er cine son una puta miedda... Bueno, er cine no tanto, pue viendo una pinícula te puees comer una de palomitas con Coca-Coa. Y eso es lo mejó der mundo. Mejó que er teatro infestao de giripoyas.


En definitiva, ayer fui al teatro. Como cada año, tuve mi cita anual con dos monstruos de verdad: Faemino y Cansado. Maravillosos. Lo mejor de lo mejor. Al menos, gracias a ellos y a esa hora y media delirantemente ingeniosa, he podido cargar batería para dos o tres meses.

Si alguna vez tienen ocasión de verles en directo, no se los pierdan. Son únicos.

23.4.05

Mihura se queda sin su mayordomo

Otro que nos deja, Valeriano Andrés. El actor madrileño ha muerto a los 82 años de edad en su ciudad natal. Secundario en centenares de películas españolas y, ante todo, actor de teatro y televisión, el gran Valeriano fue uno de los artistas que mejor supo entender en la escena teatral a los surrealistas personajes de Miguel Mihura, mientras que en la gran pantalla, su rol más habitual, fue el de mayordomo.

Descanse en paz, buen hombre. Siempre recordaremos su particular e inimitable dicción.

22.4.05

Preguntas sin respuesta

Primero fue Van Gaal: su parecido con David Lynch es extraordinario. Ahora, a Johann Cruyff le ha salido un hermano gemelo.

¿Los entrenadores holandeses están invadiendo Hollywood? ¿O se trata de una extraña clonación de estrellas por parte de ex-entrenadores del FC Barcelona? ¿El mundo del deporte se está transformando?

Prometo investigar. Mientras, aquí tienen una nueva prueba.


¿Johann Penn?


¿Sean Cruyff?

21.4.05

Shrek 3: La Bella Easo

Hacía bastantes años, desde 1997 con la controvertida Airbag, que Juanma Bajo Ulloa, no se ponía detrás de una cámara. Ahora acaba de regresar a la dirección con Frágil pero, la verdad, vistos sus desastrosos resultados, se podía haber quedado en casa haciendo zapping o revisando viejos clásicos (que siempre va bien para aprender un poco).

Aparte de resultar un bodrio de mucho cuidado, la película está cargada de pretensiones ya que, con ella, nos narra una historia de amor bajo el prisma y las coordenadas de los cuentos infantiles para, al mismo tiempo, intentar romper todos los tópicos de estos y aprovechar, de paso, para arremeter contra el star system hollywoodiense. Una fábula para adultos, en el que su esperada sátira se pierde por culpa de un guión insoportable que cae, continuamente, en la ñoñería más espantosa.

Contemplando éste nefasto producto, no conseguí alejar de mi cabeza la imagen de Shrek, tanto por sus numerosas referencias al mundo de la narrativa infantil como, ante todo, por la presencia de Muriel, la chica que da vida a Venus, su protagonista principal y que, con su extraño rostro y cuerpo, recuerda todo el rato a la princesa Fiona.

La película, si algo tiene de interesante, es su manera de filmar el corto prólogo inicial, en el que se esconden todas las claves de lo que acontecerá a continuación. Ciertamente, su estilo es muy prometedor, pero se queda en eso, en una promesa jamás desarrollada, pues ya en él, lo que se narra, resulta un tanto blandengue. Sin casi diálogos y a través de una sucesión de imágenes plásticamente absorbentes, asistimos a la relación de un padre con su hija pequeña, Venus. Estos viven en una pequeña casita solitaria en medio de una pradera y sólo se alimentan, prácticamente, de queso, leche, café, miel y madalenas; muchas madalenas. El único contacto que tienen con el resto de mortales es a través de un padre y un hijo que, cada mañana, llaman a su puerta para dejarles un paquete de madalenas; paquete que, posteriormente, padre e hija engullirán con fruición. Una rutina que se verá truncada el día que, esos rurales distribuidoras de bollería, deciden dejar el valle; ese día, el hijo del pastelero mayor del Reino se despedirá de Venus con un beso en la mejilla y ambos, los dos pequeños, emocionados, se jurarán amor eterno. Ya en su adolescencia, tras la inesperada muerte de su padre, la chica decidirá dejar la casa de la pradera y viajar hasta la ciudad más cercana, Antigua, para encontrar a su príncipe azul. Pero su físico no le acompañará demasiado en sus propósitos amorosos.

De este bucólico inicio, la película salta a la búsqueda que Venus (aka Fiona) realiza para dar con su amor. Y éste parece encontrarlo en la persona de un actor engreído, a punto de dar el salto a Hollywood y propietario de una gran mansión a la que están a punto de llegar altos gerifaltes de una gran productora de Los Ángeles. Ni corta ni perezosa, la joven acabará siendo contratada en el lugar como jardinera. A partir de este punto, la historia ya no hay por donde cogerla.

Todo lo que argumentalmente va aconteciendo, a partir de la llegada a esa mansión, es digno de figurar en una antología del disparate sobre lo más cursi jamás filmado. De vergüenza ajena. Hay una escena sublime, de las de "apaga y vámonos", en la que las cinco mujeres que forman parte de la servidumbre del lugar, sentadas ante una mesa, empiezan a hablar de cual sería su hombre ideal y de cómo son sus relaciones con estos. Todo ello como muy melodramático, sin un atisbo de comedia. Pero, en lugar de emocionar (que sería lo más lógico), acaba cayendo en el mayor de los ridículos. Ni en los programas de tarde de Antena 3 había oído tanto tópico seguido sobre el tema.

No hay una interpretación mínimamente salvable. De acuerdo en que casi todo su elenco está formado por actores debutantes, pero esa no es excusa alguna para que estos jovencitos no sepan moverse ante la cámara. Mención aparte merece un tal Julio Perillán (el que da vida al actor vanidoso). Su trabajo es de juzgado de guardia: jamás, en los años que llevo yendo al cine, había visto una interpretación tan nefasta, ya que el hombre posee todos los defectos, habidos y por haber, de un pésimo actor. Crispante, sin más. Y con una dicción peor que la de Jorge Sanz, que ya es decir.

Después de Frágil, aparte de plantearme si en realidad él fue el director de La Madre Muerta, tengo la esperanza de que Bajo Ulloa se vuelva a pillar unos cuantos años sabáticos más y nos deje respirar tranquilos. No era necesario ese regreso tan banal y cursilón, aparte de previsible. Viendo esta película, me ha dado la impresión de que, tras la cámara, se escondía un niño pijo que invertía los ahorros de sus últimos años en filmar su película de graduación. Penoso.

Total... todo ese metraje insostenible para acabar diciéndonos eso tan manido de "la belleza está en el interior". ¡Qué ya somos mayorcitos, Juanma!

20.4.05

Vivos muertos y muertos vivos

El otro día me miré Zombies Party. La verdad es que la descubrí gracias a las acertadas recomendaciones de varios de ustedes, ya que es un título de esos caídos en desgracia que las distribuidoras estrenan, cada verano, con el culo. De tapadillo, a escondidas, como si no creyeran en absoluto en él. Y, ciertamente, me lo pase muy bien ante las aventuras y desventuras de Shaun, ese pobre vendedor de electrodomésticos que ha de enfrentarse, de manera estoica, a un numerosísimo grupo de zombies que asolan su ciudad.

No sólo la estrenaron mal, sino que su título español resulta ciertamente horrible. Espantoso. Shaun of the Dead es su original, un título que entronca, tanto por similitud fonética como temática, con Dawn of the Dead (Zombi y su actualización, Amanecer de los Muertos). Y con la inclusión en nuestro país de la palabra "zombi" han roto, al mismo tiempo, una de las constantes más ingeniosas de la película, pues su protagonista, Shaun, odia sobremanera referirse a los muertos vivientes a través de ese nombre, pues alega que, en las películas sobre tales, jamás se les cita de esa manera. Paralelamente, el epígrafe Shaun of the Dead tiene la coña añadida de referenciar, sutilmente, al universo de Tarzán: Shaun de los Muertos y Tarzán de los Monos (Tarzan of the Apes), ya que. al igual que con la mona Cheeta, se les puede llegar a otorgar una función social a los zombies.

Las dos películas en las que se ampara de manera más directa (la de Romero y el reciente remake de Zack Sneider) reciben, por parte de Edgar Wright. el realizador de Zombies Party, un homenaje muy particular ya que, en lugar de dedicarse a copiar y exagerar sus constantes, se atreve a romper con las mismas y con ciertos tópicos del género. Por ejemplo, Shaun, en lugar de quedarse agazapado en un espacio cerrado en el que los zombies no puedan penetrar (tal y como ocurre desde que Romero urdió La Noche de los Muertos Vivientes), decide salir de su casa y, en compañía de su amigo Ed -un camello de hachís aficionado a los vídeo-juegos-, atraviesan toda la ciudad para rescatar a sus seres más queridos. Eso sí, con la sana intención final de buscar una pequeña fortaleza en la que ponerse a salvo todos juntos. Y qué lugar mejor, para unos británicos de tomo y lomo, que buscar refugio en su querido pub, único recurso y adorada distracción de nuestros héroes en sus costumbres diarias, pues para ellos, da la impresión de que más allá de su entrañable local de copas no existe nada más.

La cinta es endiabladamente divertida en su primera parte, cuando tan sólo se intuye la hecatombe zombie. Allí, en sus inicios, es en donde se encuentran sus mejores gags. Todo ocurre como en segundo plano, al tiempo que la cámara va siguiendo a Shaun para mostrarnos su particular carácter, un tipo imbuido en sus problemas e incapaz, por ello, de descubrir que a su alrededor están ocurriendo cosas muy alarmantes. Todo es muy sutil, estiradamente inglés. Tan impasible que cuando descubre estar rodeado de zombies, en plena tensión, saca un huequecito para pensar en el té de las cinco. Genial, igual que en la cruda comparación que establece entre esos humanos, con cara de cadáver, que cada mañana acuden a sus trabajos respectivos, a bordo de transportes públicos, con los lentos movientos gestuales de los verdaderos muertos vivientes.

En el momento en que afronta directamente la invasión zombie, en donde éstos empiezan a aparecer por todas partes y agrupados en ingentes masas devoradoras, es cuando la cinta empieza a perder un poco de su genialidad y vitalidad inicial, cambiando ese humor perspicaz por otro más grueso, con varios toques cercanos al gore más gamberro. Y es en este punto en el que, a pesar de las intenciones iniciales de su director, Zombies Party acaba asimilando todos los tópicos de ese cine.

Pero, a pesar de los pesares (que por suerte son mínimos), queda como una cinta fresca, divertida y con varios destellos de negra hilaridad. ¿Por qué no la estrenaron en mejores condiciones, pardiez?

19.4.05

Academicismo y poco más

Desde el remake de Sabrina, Sydney Pollack anda un tanto perdido. Toda su fuerza como director la acabó perdiendo en Caprichos del Destino, un producto tan insustancial como ridículo que, en el fondo y al igual que en la citada revisión de la película de Billy Wilder, estaba realizado, única y exclusivamente, para potenciar la figura de un eclipsado Harrison Ford.

Ahora vuelve a la carga con La Intérprete, un thriller con connotaciones políticas que, al mismo tiempo, y tal y como ya hizo en la insufrible Caprichos del Destino, vuelve a ofrecer un retrato psicológico de una pareja de personajes torturados por culpa de una rotura familiar muy cercana. Y, al igual que en ese título, en los melodramáticos momentos en que afloran los sentimientos más íntimos de esos dos seres, el film cae en lo más grotesco; todo suena a muy falso, demasiado forzado, dando la impresión de que ese dramatismo no es más que un recurso facilón para que sus actores puedan dar rienda suelta a su metodología más trascendente.

Sean Penn y Nicole Kidman. O, lo que es lo mismo, Tobin Keller y Silvia Broome. Un agente de un cuerpo especial del FBI y una intérprete, empleada como traductora en el edificio neoyorquino de las Naciones Unidas. Los dos acaban coincidiendo debido al descubrimiento casual, por parte de ella, de un posible complot para acabar con la vida de un dictador sudafricano durante una visita de éste a la sede de la ONU. Y Pollack, de manera errónea y al contrario de lo que hubiera hecho Hitchcock ante una premisa así, prefiere darle menos importancia a la historia policial para centrarse en los sentimientos de esos dos personajes, hurgar en sus vidas privadas y entrecruzar sus penas y vivencias.

Y es una lástima, pues de ese modo desperdicia posibles momentos de altísima tensión (como la poco aprovechada escena del autobús con una bomba en su interior), filmando sus contados momentos de suspense con muy poca garra. Parece mentira que este hombre, en su día, fuera capaz de firmar un thriller tan compacto y atípìco como Yakuza. Debe ser cosa de la edad, pues Pollack, con el paso del tiempo, se ha vuelto ñoño, triste y con poca vitalidad. Lo único que consigue, a base de analizar interiormente a sus dos protagonistas, es aburrirnos soberanamente, rozando la cursilería en más de una ocasión y convirtiendo a un producto prometedor en un largometraje acomodaticio, en uno más del montón. De esos que basan su éxito y popularidad en el gancho de sus taquilleros protagonistas más que en la calidad intrínseca del film: un par de actores de probada valía que, en este caso, demuestran no tener ningún tipo de química entre ellos. Y ese detalle perjudica muchísimo a las claras intenciones melodramáticas que abriga el guión de La Intérprete.

La cinta se queda a medio camino de todo, a pesar de que su realización resulta atractiva y meticulosa; académica, vaya, pues de eso Pollack sabe un rato largo. Se equivoca en la resolución de las escenas de intriga y en su pesaroso tiempo narrativo, pero resuelve con oficio y de manera formal el resto de su metraje. No en vano lleva muchos años en ese trabajo. Pero su mediocre guión y sus fríos personajes consiguen que no emocione en momento alguno, que todo resulte excesivamente sobado, visto en otras ocasiones en películas mucho mejor desarrolladas. Un artificioso déjà vû, en el que el único detalle un poco curioso estriba en haberse convertido en el primer largometraje filmado en el edificio de las Naciones Unidos. Pero ese es un mérito mínimo por el que es difícil salvar una película.

Hitchcock, en 1959 y con Con la Muerte en los Talones, al no obtener el permiso necesario para poder filmar en el interior y el exterior de la misma construcción, optó por reproducirla a través de los decorados de rigor y por rodar, de manera ilegal -con la cámara escondida en una camioneta camuflada-, el plano de Cary Grant entrando por la puerta principal. Y, al fin y al cabo, esa siempre quedará como una película indiscutiblemente entrañable, mientras que, en pocos meses, nadie se acordará de una nimiedad como La Intérprete.

Habemus Papam


Ellos son muy malos: nunca positivos, siempre negativos


¿David Gaal?


¿Van Lynch?

Haga usted su propia película de David Lynch

¿Quiere usted convertirse en un émulo perfecto de David Lynch? Lo tiene muy fácil. El riesgo es mínimo. Se trata, tan sólo, de aplicar una y otra vez la misma fórmula, sin avergonzarse en absoluto de ello. A una parte del público ya la tiene en el bolsillo. La otra, lógicamente, le odiará como hacen con el maestro Lynch.

A continuación voy a colgarles una serie de consejos indispensables para que la película llegue a buen término.

1) Nada de historias lineales. Su guión ha de ser lo más inconexo posible.

2) Antes de empezar a filmar, dróguese.

3) Contrate a dos o tres enanos. Nunca más de tres, pues entonces eso parecería un remake de Freaks. Hágalos deambular por una habitación cerrada, muy poco iluminada y en donde tampoco falten unas cortinas rojas.

4) Por detrás de las cortinas ha de asomar, de vez en cuando, un hombre elegante, vestido de oscuro aunque con el rostro un tanto demacrado. Eso siempre provoca cierta inquietud en el espectador.

5) Consiga al Badalamenti para que componga su banda sonora. Con sus tres perennes acordes musicales seguirá potenciando esa intranquilidad tan necesaria en el espectador.

6) Es indispensable la inserción de una escena, con los enanos, en la que suene música de acordeón, como de feria barata.

7) De vez en cuando, el hombre elegante y demacrado que asomaba entre las cortinas, ha de aparecer y desaparecer, inexplicablemente, en otros escenarios. Cuatro o cinco veces a lo largo de la película, para que no se note demasiado que se trata de una tomadura de pelo totalmente consciente.

8) Acuerde la presencia de un ciervo y hágalo salir en una sola escena, a ser posible en medio de una carretera soleada o en el interior de un lavabo público. Los seres humanos que se encuentren a su alrededor no han de mostrar extrañeza alguna.

9) Para protagonizar la película, eche mano de un actor reciclado de las series televisivas o, en su defecto, de algún habitual de las películas de serie B.

10) Piense que siempre tiene que haber un mafioso enfermizo y demacrado que protagonice un momento absolutamente violento.

11) Inserte un par de escenas en las que se muestren miembros amputados: un ojo, un brazo o un pie al que le falte el meñique resultan totalmente indicados.

12) La protagonista femenina ha de ser una mujer sensual y atractiva que, de manera indispensable, tendrá que enseñar su cuerpo desnudo en un par o tres de momentos muy concretos. Eso siempre es de agradecer, ya que al mismo tiempo hace olvidar la falta de un guión coherente.

13) Esa misma mujer tendrá su escena emulando a Marlene Dietrich en el pequeño escenario de un cabaret vacío, de iluminación rojiza, y en el que interpretará un tema totalmente desafinado acompañada por los acordes del acordeón de Badalamenti. A su lado, en el escenario, no se olvide de colocar a uno de los tres enanos y, asomando tras unas cortinas, estará el hombre elegante y enigmático.

14) En un momento dado, haga que uno de sus protagonistas esté viendo por televisión una añeja película de Bud Abbott y Lou Costello. Las Minas del Rey Salmonete sería una elección perfecta.

15) Recuerde que las escenas de exteriores han de ser totalmente luminosas, mientras que todos sus interiores han de estar dotados de una iluminación tenue y de tonos rojizos.

16) Como recurso narrativo, de vez en cuando, instale su cámara en el seno de una familia típicamente americana y retrátelos, ante todo, en el momento de su desayuno matinal, delante sus respectivos vasos de leche y los copos de maiz. Han de apellidarse forzosamente Smith, aunque su presencia en el film tan sólo ha de ser anecdótica.

17) Sorprenda al personal con una imagen aleatoria de un animal (jamás un ciervo) en condiciones funestas: un pingüino degollado sobre el techo de un Mercedes, un ñu en estado de putrefacción en la cocina de la familia Smith o bien, en su defecto, un chimpancé con sus genitales sangrando leyendo un ejemplar de Variety. Eso impacta y hace más misteriosa la película, siempre y cuando los humanos que estén cerca de esos animalillos no muestren ningún signo de extrañeza.

18) Cuando lleve un poco más de dos horas de metraje, corte la acción por lo sano, meta un tema de Chris Isaac y suelte los títulos de crédito finales.

Los elogios los tendrá asegurados y más de uno encontrará un sentido, tanto lógico como estético, a su engendro.

18.4.05

Ustedes lo han querido: CARRETERA PERDIDA

Con ésta, ya es la tercera vez que me enfrento a Carretera Perdida. Bueno, si les he de ser sincero, es la segunda y media, ya que en su estreno, en cine, me largué de la sala a la hora de proyección, cansado de tanta estupidez. Y es que David Lynch es uno de esos realizadores que, en general, tienen la facultad de crisparme. Ese hombre, con su particular universo, logra sacarme de mis casillas. Vaya, que no soporto el cine de Lynch, excepto raras excepciones. Y precisamente, la Carretera Perdida de marras no es una de ellas.

El cine de ese hombre es comparable a la cocina de Ferran Adrià. El tío experimenta y experimenta. Los espectadores somos su conejillo de indias. Los más benévolos aceptan sus torturas narrativas e incluso, afirman que se trata de obras maestras. Paparruchadas. Igual que con el propietario de El Bulli: hay gente que paga una fortuna por zamparse una mini tortilla de patatas Matutano o un sorbete de papilla de merluza espolvoreada con cacao. Simples tonterías snobistas, pues no hay nada mejor que la típica tortilla española o un buen filete de ternera, poco hecho, vuelta y vuelta. Lo demás es puro elitismo, como el cine de Lynch.

Y Carretera Perdida se encuentra en esa fase de experimentación (o, mejor dicho, de tomadura de pelo), en la que algunos han creído descubrir la panacea del cine actual. Francamente, a mí, que me la expliquen. De las dos veces que me la he tragado enterita, de cabo a rabo, no he entendido absolutamente nada. Nada de nada. Varios han sido los que me han intentando dar algún razonamiento lógico sobre lo que ocurre en pantalla, pero cada uno de ellos me ha expuesto una teoría dispar. Un poco como en lo del monolito del 2001.

Estoy casi seguro que Lynch, a la hora de escribir el guión, se pegó unos cuantos ácidos. Así, por el morro. Es la única manera de poder entender el que se gestara un film tan incoherente como éste. Aburrido, lento en exceso, con innumerables y agotadores fundidos en negro (al menos hay uno cada tres minutos) y con una historia insoportable a la que no hay por donde pillar.

Les aviso que a continuación pueden haber spoilers, pero les aseguro que tanto da, pues tampoco van a entender nada. Y es que esta tremenda bufonada bien merece ser contada en su integridad. Perderle el respeto, vaya. La cinta narra una especie de bajada a los infiernos por parte de un saxofonista con la cara de coliflor de Bill Pullman (¡qué soso es ese pobre hombre!). Éste se siente agobiado por una extraña presencia que ronda por su domicilio, una casa de esas postmodernas con cortinaje rojo incluido (¿cómo podían faltar esas cortinas rojizas en una película de Lynch?). En este caso no hay enanos ni ciervos, aunque ni los unos ni los otros hubieran desentonado. Seguramente el circo en donde el realizador los alquilaba estaba cerrado por vacaciones y, para suplir esa habitual constante de su cine, echó mano de Robert Blake Baretta (sin el loro que le acompañaba a todas partes), le maquilló el rostro con polvos de talco e hizo que, cada dos por tres y de manera inesperada, éste se fuera apareciendo ante el colgado personaje de Bill Pullman. Eso sí, diciendo incoherencias, muchas incoherencias, para sorprender e intrigar aún más al músico. Tan loco se vuelve éste que, en un ataque de paranoia, acaba asesinando (o, al menos, eso parece) a su propia esposa, la Patricia Arquette teñido su cabello de negro.

Total, que el tipo acaba siendo encerrado en una prisión del estado y condenado a la pena capital. Como la película no podía acabar allí, pues no había llegado ni a la hora de metraje, maquina que el Pullman tenga muchos dolores de cabeza y que sufra de insomnio, al mismo tiempo que le hace pasar por varias alucinaciones en las que se le aparece una barraca que nace de las llamas y de cuyo interior asoma, de vez en cuando, el careto del Baretta. ¿Será eso una metáfora de un quinceañero para descubrirnos la presencia del infierno?. Supongo que, en este punto, al Lynch se le atravesó el último tripi que se había zampado y, como venganza, decidió sorprendernos con un golpe de efecto ciertamente patético, pues el Pullman, como por arte de birlibirloque, deja de ser Pullman y ¡hale hop! se convierte en Balthazar Getty con patillas (otro tío soseras en donde los haya). Total, que los carceleros alucinan. Nadie entiende nada. El espectador menos. Dos de ellos, de los que leen a Kilkegard, creen estar sobre la pista de lo que nos cuenta el realizador... Y claro, como Pullman ya no es Pullman y ahora es Getty, le han de soltar, que se vaya a su casita con los papaitos, aunque controlado de cerca por la secreta, no sea que ese joven con patillas esconda algún secreto mayúsculo.

La familia del Getty está tanto o más sorprendida que el público ante la vuelta del hijo que había desaparecido unas cuantas noches antes. Ese regreso hay que celebrarlo con Nescafé, pero como no es Navidad, Lynch sigue con su historia y hace que el hijo pródigo se reincorpore a su trabajo habitual, pues el chico es mecánico en un taller de automóviles propiedad de Richard Pryor (¡qué bueno es el tío Lynch, que le dio un mínimo papel a Pryor, en su silla de ruedas, cuando ya nadie se acordaba de ese afroamericano apayasado!). Y en su primer día de trabajo, después de haber dejado de ser Pullman, el Getty tendrá que afinarle el motor al cochazo de Robert Loggia, un gángster que se pone de los nervios cuando otro conductor no respeta el código de circulación. Y como el mecánico patillero le afina el motor de puta madre, ese mismo día, por la noche, le acercará otro coche de su propiedad para que le de un vistazo de experto. Pero el chico con patillas, que antes había sido Pullman, lo que de verdad querrá revisar es a la rubia de bandera que acompaña a Loggia y que no es otra que, de nuevo, la Patricia Arquette, aunque teñida diferente. ¿Pero no se la habían cargado ya en la primera parte de la película?.

La reaparecida Arquette se fija en que la bragueta del chico patilludo ha aumentado un poco con su presencia, con lo que le tirará los tejos. Y, a la primera de cambio, estarán follando en un apartamento (de tonos rojizos) en mil y una posiciones distintas y con música heavy de fondo (¿cómo es que nadie critica al Lynch por insertar vídeo-clips eróticos en la historia, tal y como hacen con otros directores menos reputados?). Y se ven muchas veces más. Siempre copulando y con el heavy a tope. Una, dos, tres, cuatro veces. Y el Loggia que con razón se mosquea, pues esa rubia, la Arquette, la que antes iba de cabello negro y ahora ya no, es su chica. Y con una llamada telefónica, con el Baretta blanquecino sentado a su vera, le dice que le va a pringar como siga tirándose a su novia. Y el Getty, que no se acongoja ante nada, decide seguir un plan urdido por la Arquette para huir del gángster y que, en realidad, es tan sólo una excusa para que se cargue a un tipo con bigote al que le encanta dar por culo (al Getty no, a ella, no vayan a confundirse más de lo que están).

Y, dicho y hecho, tras una lucha cuerpo a cuerpo, el de las patillas que antes fue Pullman y ahora no, se carga violentamente al enculador del bigote. Y ella dice que van a pillar una carretera perdida para fugarse. Y, en realidad, lo que hace es conducirle hasta esa barraca nacida de las llamas que se le aparecía al Pullman en presidio, no sin antes pegarle un polvo al Getty, con música heavy, en el interior del coche. Y ella, desnuda, entrará en la barraca y desaparecerá para siempre, dando paso al Baretta con una cámara de vídeo en mano. Y el Getty, también desnudo como ella, se convertirá en Bill Pullman. Y , claro está, con su cara de coliflor dejará incluso de lucir esas patillas tan fenomenales. No entenderá que hace allí en plena noche, en medio de un desierto y con el Baretta soltando animaladas. Total, que decide pillar el coche, ir en busca del Loggia y entregárselo al del vídeo, el tipo de la cara enpolvada que, desde que no le acompaña su loro, le da a veces por practicar la ventriloquía con teléfonos móviles. Éste, cámara de vídeo en una mano y pistola en la otra, dejará tieso al Loggia de un balazo y el Pullman, apenado (y soso) por tener cara de coliflor sin patillas, volverá a su casa postmoderna, lugar en el que están apostados los de la secreta, no se sabe muy bien por qué ya que, en realidad, tenían que estar controlando al de las patillas. Y el Pullman que los ve, se monta en su coche y huye despavorido, perseguido al menos por más de media docena de coches de policía.

Aquí, justo aquí, al Lynch se le acabó el efecto de los ácidos. Y, en lugar de seguir colocándose él, optó por colocar los créditos finales.

Odio a Lynch, ¿está claro?.