La verdad es que Los Duelistas, la ópera prima como director de largometrajes de Ridley Scott, no tiene nada que envidiar a sus dos logros más grandes y reputados, Alien y Blade Runner. Y, curiosamente, el hombre empezó en eso del cine completamente alejado del género fantástico. Basándose en un relato corto de Joseph Conrad (el artífice de El Corazón de las Tinieblas), nos trasladó a la Europa de principios del siglo XIX y, amparándose un tanto en el estilo visual ya utilizado por Kubrick en su sobrevalorada Barry Lyndon, nos enfrentó a una historia llena de rencores y de personajes obsesivos.
Los Duelistas narra un eterno duelo, tan surrealista como esas guerras que sus protagonistas -oficiales del ejército de Napoleón Bonaparte- estaban viviendo en esos tiempos. Corre el año 1800 y un soldado pendenciero y aferrado a eso tan ridículo del honor militar, un tal Ferraud, sintiéndose ofendido por otro hombre de su misma hueste, Armand D'Hubert, retará a éste a un duelo a muerte con espada. En realidad, la ofensa no es tal, ya que se trata de una mera nimiedad, un puro trámite castrense que el retado estaba llevando a cabo debido a una orden directa de sus superiores. Una absurdidad que, sin embargo, llevará a estos dos personajes a enfrentarse, cara a cara, a lo largo de más de veinte años.
Para dar vida a éste par de caracteres en lucha perenne, Scott contó con dos actores sabiamente elegidos. Por una parte Harvey Keitel, quien, a través de una controlada interpretación con algún que otro rasgo de feroz amaneramiento, se puso en la corrosiva piel del obstinado y obsesivo Ferraud, un hombre intransigente, de gesticulaciones casi infantiles, empecinado en batirse en duelo continuamente con su eterno rival. Y, por la otra, un compacto Keith Carradine, alias D'Hubert, el oficial acosado y acorralado por su enemigo: sobrio, pesaroso y sorprendido por la asfixiante situación.
Lo que para uno (Ferraud) es una compulsiva obnubilación, para el otro (D'Hubert), significa un temor pavosoroso que, al final, y con el paso de los años, se convertirá en la misma obsesión sintomática que la de su belicoso adversario. Una obsesión a dos bandas que, tanto el uno como el otro, ansían resolver de una vez por todas. Y Ridley Scott juega con ellos. Hace que se necesiten mútuamente y que alimenten su existencia con ese corrosivo rencor. Les rompe la vida por culpa de esa ciega obstinación y, a pesar de todo, consigue que tengan que recurrir a ella para seguir en pie. Nadie a su alrededor entiende su recelo. Y el honor, esa palabra estúpida, a través de los actos de esos dos hombres desesperados, se convierte en la bandera más ridícula jamás hondeada. Ridícula pero necesaria para los dos.
Los Duelistas es un melodrama que, a medida que va avanzando, va tomando dimensiones épicas. Esos duelos siempre inacabados, ese sentido del humor extremadamente negro y muy socavado (ante todo con el personaje del insolente Ferraud) y esa concisa descripción de esos dos seres angustiados, ya es más que suficiente para alzarse por encima de su claro antecedente cinematográfico, Barry Lyndon. Al contrario que Kubrick, Scott va al grano en todo momento. No se anda por las ramas y centra toda la fuerza del film en ese duelo múltiple (pero en realidad único) que enfrenta de manera violenta a Carradine y Keitel. La rabia como medio indispensable de vida. Y lo hace con garra, demostrando un dominio total con la cámara a la hora de filmar las luchas de ese par de tipos tozudos, amparándose en maravillosas elipsis narrativas que, como la cosa más normal del mundo, nos hacen saltar de año en año sin perder su hilo argumental. Y detrás de todo ello, presidiendo todos los actos, el suspense. No hay que olvidar ese suspense frío y gélido que vierte en el último duelo, haciendo esperar al espectador un tiempo prudencial, pero agobiante, para conocer la resolución real del mismo.
No sólo recuerda a la citada Barry Lyndon por su temática (duelos, honor, guerras napoleónicas), pues su fotografía es otro de los puntos paralelos que ligan a ambas películas. De todas maneras, en este caso, Scott copia a Kubrick, sobre todo en el sentido de la búsqueda perfeccionista de la composición escénica (y estética). Y, contra todo pronóstico, le sale redondo. Hay momentos que, a través de la oscura y pálida tonalidad impregnada a su imagen, y recreándose en luces naturales y sombras abrasivas, consigue verdaderas reproducciones animadas de viejos cuadros paisajísticos de la escuela flamenca. Y allí en medio, bien enmarcados para la posteridad, Feraud y D'Hubert dispuestos a saldar una extravagancia con demasiada solera.
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