Tras la polémica suscitada a raíz del estreno de La Pasión de Cristo, Mel Gibson vuelve a la carga con Apocalypto, una cinta de connotaciones totalmente distintas a su muy particular visión de los últimos días de Cristo y que apuesta, al cien por cien, por un género ya casi en desuso: el de la aventura. Una aventura como las de antes, ambientada en un periodo histórico concreto aunque sin intentar ceñirse a la historia tal y como sucedió. Una ficción delirante y trepidante, enmarcada en plena decadencia del Imperio Maya: una violenta civilización que ofrecía sacrificios humanos a sus dioses y que, pese a lo avanzada que se mostraba –por ejemplo- en aspectos arquitectónicos, resultaba mucho más ancestral –ideológicamente hablando- que las pequeñas tribus que moraban en paz y armonía en el corazón de la selva.
Apocalypto es la aventura por la aventura, la lucha por la supervivencia, el descubrimiento del miedo. Sin más. Siempre va al grano, acompañada por una cámara en continuo movimiento. No se pierde en detalles anecdóticos e innecesarios. La palabra ritmo (en toda su extensión) es la definición más exacta para un film visceral y entretenido. Y digo visceral pues a Gibson -como ya es sabido por otros títulos suyos- le va el gore y, en esta ocasión, no escatima escenas dotadas de una brutalidad increíble. Una brutalidad que, seguramente, se significaba como el aspecto dominante de esas encarnizadas luchas que, en aquellos tiempos, mantuvieron las distintas tribus con los invasores que lograron dominarlas para, posteriormente, convertir a los integrantes de las mismas en los esclavos más maltratados del Imperio.
La película se centra, ante todo, en los avatares que sufrirá el joven Jaguar Paw (una especie de Ronaldinho con los dientes arreglados), un cazador de una pequeña tribu que, tras ver morir a su propio padre en manos del enemigo y alejado de su esposa embarazada y de su pequeño hijo, será trasladado –junto con otros miembros de su tribu- a una decadente ciudad -con ciertos paralelismos con las metrópolis de Copan y Tikál-, para ser entregado en sacrificio, y en cuerpo y cabeza (nunca mejor dicho), a los caprichos macabros de los dioses.
Apocalypto es una película no apta para los más aprensivos. No economiza la violencia por ninguna parte. Retrata una forma de vida extremadamente cruel y casi prehistórica. Y lo hace con nervio e inteligencia. Sin ir más lejos, la secuencia que abre el film (la caza de un tapir en medio de la espesura de la selva) se convierte en un claro antecedente del posterior tratamiento del mismo, tanto en su parte narrativa como visual. Un mundo nuevo acaba de nacer ante la platea.
Deudora de los grandes productos de un género casi olvidado, Apocalypto ofrece al espectador un sinfín de pasajes construidos con los tópicos de un cine que hacía tiempo no veíamos: cascadas, arenas movedizas, montañas vertiginosas, animales salvajes, persecuciones, guerreros sanguinarios, luchas cuerpo a cuerpo, decapitaciones, eclipses de sol...: velados elementos cargados de guiños a títulos tan significativos e inolvidables como El Planeta de los Simios, Comando en el Mar de China o los que conformaban la saga del Tarzán protagonizados por Johnny Weissmuller. Un brillante conjunto de retazos, perfectamente unidos, para dar vida, fuerza y consistencia a uno de los films con más empaque de este recién estrenado 2007. Un film que, por otra parte (y al igual que hiciera con su discutido La Pasión de Cristo) ha sido rodado respetando los distintos dialectos mayas existentes, lo cual ha supuesto la exigencia del realizador para que, velando al máximo por su concepción inicial, se estrene en todo el mundo en versión original subtitulada. Un detalle muy valiente a tener en cuenta.
La verdad es que Apocalypto posee muy pocos diálogos. Y, los que hay, se convierten en un complemento más a las ya de por sí explícitas imágenes, pues la película es, ante todo, un trabajo visual cuidado hasta el último detalle. Del intimismo con el que afronta el tratamiento de la tribu de Jaguar Paw a la espectacularidad de la gran urbe maya (digna de los mejores tiempos de DeMille), hay un solo paso. Y el protagonista de Mad Max, desde su cámara y con la ayuda de la magnífica fotografía de Deam Semler, resuelve ambos aspectos de manera magistral. Y ello sin contar con la especial partitura musical de James Horner, la cual se acopla a la perfección con la maravillosa imaginería visual que vierte durante todo su metraje.
Una cinta trepidante, sin lugar al descanso y con una escena final tan delirante como sorprendente y antológica, aunque con una especie de interludio pausado, pero impactante, hacia la mitad de su proyección: el momento de la metódica descripción de una civilización en decadencia, en donde las enfermedades y el culto religioso forman parte de la cotodianidad de una sociedad en pleno derrumbe.
Tras Apocalypto se esconde también ese canto a la unidad familiar tan habitual en el cine norteamericano de los últimos tiempos. Pero, en esta ocasión, esa alabanza está insertada de manera hermosa y casi poética, sin el maniqueísmo con que otros realizadores la han tratado. Y es que en el caso de Gibson, la solución del amparo familiar, está usado como elemento único y solidario y, al mismo tiempo, como sustituto ideal a una sociedad envenenada, hostil y traidora.
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