17.1.07

EN RESUMIDAS CUENTAS: De ratones y pingüinos

La unión entre Dreamwoks y la productora de los geniales Wallace y Gromit, ha dado un fruto de lo más estimulante: Ratónpolis, una cinta que, optando por la animación informática en lugar del estilo habitual y más artesanal de la Aardman, se sumerge bajo la ciudad de Londres para mostrarnos una réplica de la misma, pero en miniatura y construida, con la ayuda de todo tipo de deshechos, por los miles de ratas que habitan las cloacas. Allí, en ese lugar desconocido para él, aparecerá por accidente un ratón doméstico, Roddy. Éste, acostumbrado a ser la lujosa mascota de una niña adinerada del barrio de Kensington, alucinará ante ese nuevo submundo que se abre ante sus ojos y, un tanto a su pesar, deberá enfrentarse a una intriga maquiavélica, urdida por un sapo cruel y resentido con todos los roedores por culpa de un problema personal.

El mítico personaje de James Bond, La Reina de África, En Busca del Arca Perdida y Sólo en Casa son algunas de sus referencias. Al contrario que en otras recientes películas de animación, estos guiños no resultan en nada forzados, ya que tales alusiones son muy sutiles y se integran en la trama sin ningún tipo de estridencias, como ocurre, por ejemplo, con todo el episodio que transcurre en un pequeño barco -propiedad de una rata aventurera-, mientras éste se desplaza por los distintos canales del alcantarillado londinense y que, de manera refinada, se ampara en el clásico de John Huston protagonizado por Humphrey Bogart y Katharine Hepburn.

Un producto de ritmo trepidante, plagado de personajes perfectamente definidos (excelente la rana francesa, Le Frog, a la que en original pone su voz Jean Reno) y con un par de chistes magistrales e ingeniosos: uno hace alusión directa a la familia real británica y, en concreto, a las andadas del príncipe Carlos cuando no era más que un pequeño infante; el otro tiene como protagonista a los efectos masivos que provocan una final de fútbol televisada y de máxima audiencia. Sencillamente, una maravilla de película.

Happy Feet es otro film de animación informática, de coordenadas totalmente distintas a las de Ratónpolis pero de resultados igualmente brillantes. Su responsable es George Miller, ese australiano que, a pesar de haber ido siempre arriesgándose en cada uno de sus nuevos productos, ha demostrado ser un cineasta como la copa de un pino. De la saga Mad Max a la de Babe, el Cerdito Valiente, pasando antes por un título tan melodramático como el excelente Lorenzo’s Oil: El Aceite de la Vida.

Su nuevo film, protagonizado por el pequeño Mumble -un pingüino marcado por una tara de nacimiento que le desmarca del resto de su especie-, es una clara y cariñosa sátira sobre El Viaje del Emperador, un interesante y oscarizado documental francés que mostraba las peculiares costumbres de los pingüinos y la manera en que estos, a pesar de los peligros de habitar en un marco geográfico hostil, intentan sobrevivir y procrear.

En Happy Feet también hay un largo viaje: el que realiza el danzarín Mumble para descubrir si más allá de su reducido mundo existen otros seres, a los que decide denominar extraterrestres. La historia de un ser incomprendido que, en lugar de cantar a la perfección como el resto de sus compañeros, ha nacido con un don especial: domina el arte del claqué y el baile mejor que el mismísimo Fred Astaire.

La cinta es diferente al resto de productos animatrónicos a que estamos acostumbrados. Apuesta mucho por la música y el baile; pero por la música de los 70 y 80, a través de una excelente recopilación (y con nuevos arreglos) de temas conocidos de esa época. Así, de este modo, suenan algunas de las viejas canciones de Stevie Wonder, Eart Wind & Fire o Queen, entre otros; melodías que acompañan, en su helado peregrinaje, al no menos entrañable Mumble y a sus frenéticos meneos.

El trabajo de Miller rezuma un espíritu liberal y progresista muy de esos años y, aparte de lanzar un claro mensaje ecologista, apuesta por una realización impagable y cuidada hasta el último detalle. Arriesga fuerte y, en medio de un sinfín de escenas divertidas y graciosas, no renuncia a colar algún que otro momento crudo y melodramática, como el episodio filmado en un parque zoológico, en el que algunos pingüinos viven en cautividad en el interior de una jaula de cristal: un abrasivo camino hacia la locura para los allí encerrados.

Vale la pena darle un vistazo, aunque sólo sea para oír a Robin Williams poniendo su voz a un pájaro bobo, enano y mejicano, interpretando en español una delirante versión del My Way popularizada por Frank Sinatra. Todo un lujo a su alcance: sólo es cuestión de acercarse a algún cine en el que se proyecte.

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