Mentes en Blanco es claramente una película de serie B; o sea, una película de poco presupuesto. Esto, en principio, no debería afectar a la calidad de la misma, ya que existen grandes títulos en los que sus productores no han invertido demasiado dinero. Precisamente, su mayor defecto no se encuentra en su puesta en escena: éste se localiza en la casi total ausencia de un guión mínimamente coherente.
Todo empieza en una nave industrial en la que despiertan cinco hombres que han perdido la memoria. Algunos están atados o esposados; ni ellos ni el espectador conocen el motivo. Aislados por completo del mundo exterior, el único contacto que tienen con éste se realiza mediante una llamada telefónica, la cual les ofrece una pequeña pista que les induce a suponer que la causa de su encierro pueda ser debida a un secuestro. A partir de esta premisa -y entre recelos y desconfianzas-, deberán descubrir quién es el carcelero y quién el rehén. La guerra cerebral por recuperar la consciencia antes que los otros acaba de empezar.
La película avanza lentamente a través de dos narraciones paralelas: por un lado, la visión de los prisioneros intentando adivinar en quien pueden confiar y cómo escapar de su reclusión; y, por el otro, la pugna de los secuestradores para obtener el dinero del rescate y huir de la policía.
A pesar de contar con un elenco de actores de cierto nivel (James Caviezel, Greg Kinnear, Peter Stormare o Barry Pepper, entre otros), el debutante Simon Brand –un realizador procedente del mundo del vídeo-clip- no sabe sacarles ningún tipo de partido y, encegado en su afán por ir dando las claves del puzzle a cuentagotas, elimina cualquier atisbo de tensión o intriga en su historia. A menudo, tuve la sensación de estar ante un film ya visto, lleno de trucos recurrentes y sorpresas tan innecesarias como increíbles. Esta obsesión efectista por conseguir el asombro del público roza, en algunos momentos, el ridículo, alcanzando el clímax de lo risible en su resolución final.
Si alguna virtud posee Mentes en Blanco es su concentrado metraje (apenas noventa minutos de duración), aunque si me hubiesen dejado unas tijeras o una goma de borrar, la habría aligerado un poco más, suprimiendo la trama de persecución policial, que no hace otra cosa que lastrar el ya de por sí tedioso ritmo de este olvidable producto (y nunca mejor dicho, teniendo en cuenta su título).
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