Clint Eastwood regresa con fuerza a través de un par de películas sobre el mismo tema, aunque apuntado, en ambos casos, desde ángulos distintos. Justo hace una semana, se ha estrenado en nuestras salas la primera de ellas, Banderas de Nuestros Padres, un título que -huyendo del intimismo vertido en sus dos anteriores cintas (Mystic River y Million Dollar Baby)- abarca la visión norteamericana de un conflicto más amplio y de gran repercusión social y política en su país natal y en el Japón de mediados los años 40: la Guerra del Pacífico; esa guerra que, durante sus últimos días, se vio marcada por una fotografía antológica, en la cual se apreciaba a un grupo de marines colocando la bandera yanqui sobre una colina de la teóricamente conquistada isla de Iwo Jima. Una instantánea que dio la vuelta al mundo y que, a modo de arma psicológica, se distribuyó a través de todos los medios de comunicación para tranquilizar a la ciudadanía de los EE.UU. Una imagen maniquea que daba a entender que la contienda había finalizado, cuando en realidad ésta se alargaría en el frente, durante una buena temporada más y de manera encarnizada.
Banderas de Nuestros Padres analiza los oscuros entresijos que envolvieron el engañoso y falso montaje; un teatro del guiñol tramado desde altas esferas gubernamentales y militares norteamericanas con la finalidad de acallar conciencias y, al mismo tiempo, para obtener más ayudas económicas con las que financiar la guerra. Una capciosa escenografía, de cara al tendido, en la que la emblemática foto obtuvo un enorme protagonismo y tras la que se escondía una de tantas tergiversaciones urdidas para tomarle el pelo al ciudadano de a pie.
En esta ocasión, debido a la presencia de Steven Spielberg en la producción (quien le ofreció el producto a Eastwood la misma noche en éste consiguió el Oscar por Million Dollar Baby), posiblemente se trate de una película un poco más ampulosa –en ciertos aspectos- que otros trabajos recientes del mismo realizador. Las secuencias que relatan el desembarco en la isla - perfectamente filmadas y haciendo alarde de un despliegue de medios y de tecnicismo increíble-, sumadas al tono azulado de su fotografía, así lo demuestran, emparentándola, en estos aspectos y de manera innegable, con el estilo visual de Salvar al Soldado Ryan. De todos modos y a pesar de contener el mismo grado de violencia y veracidad, Banderas de Nuestros Padres apuesta por una filmación más clásica y menos enervante en sus escenas de acción, aunque no exentas del mismo espíritu realista y brutal del inolvidable desembarco de Normandía orquestado por el director de E.T.
La difícil identificación del espectador con los personajes principales o la excesiva lentitud con la que Eastwood se enfrenta a la primera hora de metraje, hacen que cueste bastante entrar a fondo en la película. Superados dichos obstáculos iniciales, la platea empieza a descubrir el saludable cinismo del director a la hora de retratar la hipocresía de los estamentos militares de su país; un país que ha hecho de las guerras su más rentable modus vivendi. La utilización de los soldados como meras fichas a las que mover a su antojo; la creación de deslumbrantes héroes para luego, una vez olvidados, vapulearlos sin ningún tipo de escrúpulos; el odio innato hacia los integrantes de la comunidad india (a los que masacraron en su día para, posteriormente, servirse de sus supervivientes como mera carne de cañón en cuantas incursiones bélicas sean necesarias) o la clara denuncia del empleo de simbologías políticas y militares para engañar a sus votantes, son algunos de los aspectos más destacables de un film por el cual, ciertos sectores de la sociedad actual norteamericana, han llegado a tildar de comunista a Clint Eastwood.
En menos de un mes, tendremos en cartel Cartas desde Iwo Jima, la otra cara de la moneda. Un film dotado de un presupuesto inferior y sin la figura de Spielberg en la producción. La visión de los mismos hechos históricos aunque, en este caso, narrados desde el punto de vista japonés. Y ello promete; promete muchísimo.
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