
En Babel, al igual que en sus otras películas, varias personas (de diferente estracción social y cultural) acabarán enlazadas entre sí por un mismo nexo; en este caso, el punto de unión toma la forma de una arma de fuego; un fusil que, manejado por manos inocentes, provocará un inesperado accidente capaz de repercutir, directa o indirectamente, sobre dispares personajes localizados en distintos enclaves del globo terráqueo. Marruecos, Estados Unidos, México y Japón; cuatro lenguas y cuatro maneras diferentes de ver y entender la vida, aunque en el fondo, sus pobladores, destilen un sinfín de sentimientos e impresiones similares; una coincidencia sensorial que, en parte, ayuda a romper con ese teórico distanciamiento idiomático y geográfico con el que hemos sido marcados; un distanciamiento que resulta mucho más dificl de corregir cuando la barrera se convierte en una empalizada física, tal y como muestra Iñárritu en uno de los pasajes más tensos de su excelente película: aquel que transcurre en la frontera entre México y Estados Unidos.

La mirada de sorpresa, expresada por dos niños norteamericanos al dejar atrás San Diego y penetrar en la mundanal algarabía de Sonora, es una manera mágica e inteligente de plasmar el desconocimiento que tenemos de otros modos de vida y que nos quedan demasiado alejados de nuestros hábitos más cercanos. Lo mismo que le ocurre, en cierta manera, al personaje de Richard, un americano que, atrapado accidentalmente en un pueblucho de Marruecos – un país extraño para él- y con su mujer a punto de cambiar de barrio, se siente carcomido por la impotencia de no poder comunicar su angustia a los habitantes de un lugar que se le antojan totalmente incomprensibles.

No se queden sólo con el reclamo comercial de un inmenso Brad Pitt o de una camaleónica y perfecta Cate Blanchett (¡cada día me gusta más esta mujer!). Ellos son dos dientes más dentro del plural y perfecto engranaje que hace deslizar y convergir a sus distintas historias. No es como 21 Gramos, ese culebrón disfrazado de film de culto gracias a su espléndido montaje. Babel no juega a la interactividad, pues el puzzle se construye solo. Avanza y retrocede en el tiempo; siempre con lógica, no como un mero experimento visual, y buscando siempre la complicidad del espectador. Cine de sentimientos; de ese tipo de cine con ganas de narrar historias de verdad; de las que cada día ocurren en las calles de este mundo enloquecido que nos ha tocado compartir; historias que, por su pasión y entrega, arrancan la rabia y la ternura de quienes las presencian, pues la Ley de Murphy, nos guste o no, siempre estará pendulando sobre nuestras cabezas.

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