4.1.07

La Ley de Iñárritu (o la brillante película que, en Spaulding's blog, no llegó a figurar en el Top Ten del 2006)

Los humanos estamos cortados por el mismo patrón. Unos tienen más mala leche que otros, pero todos –a pesar de las barreras sociales, idiomáticas, culturales y geográficas- pueden ser atrapados por la misma mierda. Y ello lo cuenta, a la perfección y desde Babel, Alejandro González Iñárritu quien, fiel a sus dos títulos anteriores (Amores Perros y 21 Gramos), sigue dispuesto a convencernos de que la maldita Ley de Murphy, aparte de estar provocada por nuestras propias idioteces, es un hecho más que palpable. Y es que, en el cine de este mejicano, está más que demostrado que si algo malo puede ocurrir, ocurre.

En Babel, al igual que en sus otras películas, varias personas (de diferente estracción social y cultural) acabarán enlazadas entre sí por un mismo nexo; en este caso, el punto de unión toma la forma de una arma de fuego; un fusil que, manejado por manos inocentes, provocará un inesperado accidente capaz de repercutir, directa o indirectamente, sobre dispares personajes localizados en distintos enclaves del globo terráqueo. Marruecos, Estados Unidos, México y Japón; cuatro lenguas y cuatro maneras diferentes de ver y entender la vida, aunque en el fondo, sus pobladores, destilen un sinfín de sentimientos e impresiones similares; una coincidencia sensorial que, en parte, ayuda a romper con ese teórico distanciamiento idiomático y geográfico con el que hemos sido marcados; un distanciamiento que resulta mucho más dificl de corregir cuando la barrera se convierte en una empalizada física, tal y como muestra Iñárritu en uno de los pasajes más tensos de su excelente película: aquel que transcurre en la frontera entre México y Estados Unidos.

Babel maltrata (y mucho) a sus personajes. Los golpea sin compasión, enfrentándolos a trances difíciles de dominar y de superar; ese tipo de problemas casi imposibles de afrontar al tocarle a uno muy de cerca. La lotería maligna de la vida, esa cabrona Ley de Murphy que, cuando se aplica sobre alguien, no se conforma con soltarle un único bofetón a su víctima indefensa y desprevenida. Más que una lotería, es la ruleta rusa; una ruleta rusa a la que, inesperadamente, pueden jugar niños y adultos al mismo tiempo. No hay edad ni raza que esté protegida o excluida de este malicioso juego de azar.

La mirada de sorpresa, expresada por dos niños norteamericanos al dejar atrás San Diego y penetrar en la mundanal algarabía de Sonora, es una manera mágica e inteligente de plasmar el desconocimiento que tenemos de otros modos de vida y que nos quedan demasiado alejados de nuestros hábitos más cercanos. Lo mismo que le ocurre, en cierta manera, al personaje de Richard, un americano que, atrapado accidentalmente en un pueblucho de Marruecos – un país extraño para él- y con su mujer a punto de cambiar de barrio, se siente carcomido por la impotencia de no poder comunicar su angustia a los habitantes de un lugar que se le antojan totalmente incomprensibles.

Libertad, soledad, miedo, incomunicación, prepotencia, humildad y xenofobia; un conglomerado de calificativos (algunos negativos y otros positivos) que conforman las actitudes de los protagonistas de Babel; un producto al que, en honor a su título, no le falta ni la imagen de una inmensa torre de proporciones gigantescas; un rascacielos, situado en el corazón de Tokio y con el que Iñárritu, a través de un espléndido travelling, cierra su película; un edificio similar al de aquella bíblica torre que, con su desmesurada altura, acabó por robarle una porción de terreno al cielo.

No se queden sólo con el reclamo comercial de un inmenso Brad Pitt o de una camaleónica y perfecta Cate Blanchettcada día me gusta más esta mujer!). Ellos son dos dientes más dentro del plural y perfecto engranaje que hace deslizar y convergir a sus distintas historias. No es como 21 Gramos, ese culebrón disfrazado de film de culto gracias a su espléndido montaje. Babel no juega a la interactividad, pues el puzzle se construye solo. Avanza y retrocede en el tiempo; siempre con lógica, no como un mero experimento visual, y buscando siempre la complicidad del espectador. Cine de sentimientos; de ese tipo de cine con ganas de narrar historias de verdad; de las que cada día ocurren en las calles de este mundo enloquecido que nos ha tocado compartir; historias que, por su pasión y entrega, arrancan la rabia y la ternura de quienes las presencian, pues la Ley de Murphy, nos guste o no, siempre estará pendulando sobre nuestras cabezas.

Por cierto, me olvidaba: indispensable disfrutarla en su versión original subtitulada.

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