
Las comparaciones con la excelente trilogía de
Peter Jackson,
El Señor de los Anillos, son inevitables. Estoy seguro que, sin la adaptación cinematográfica de las novelas de
Tolkien, nunca se hubiera filmado
Eragon (título que fonéticamente recuerda a
Aragorn, uno de los personajes de la
saga de los anillos).
En principio, hay que tener en cuenta que la película está basada en otra trilogía, la de
El Legado; una obra que
Christopher Paolini, su autor, empezó a escribir a la temprana edad de 16 años y que, por cierto, justo ahora acaba de publicar una segunda parte,
Eldest, al tiempo que está trabando ya en la tercera entrega. Hay que decir, en su defensa, que el joven no ha negado en ningún momento las influencias de
Tolkien en sus libros aunque, supongo que debido a su tierna edad, todo cuanto narra en ellos resulta muy infantil (al menos en lo que respecta a esta puesta de largo para la gran pantalla).
La acción transcurre en un reino legendario dominado por
Galbatorix, un sanguinario Rey que, tras cruentas batallas, ha eliminado de la faz de sus dominios a cuantos dragones existían, así como a sus jinetes. De todos modos, la princesa
Arya logra salvar y esconder un huevo de dragón; un huevo que será localizado por casualidad por
Eragon, un joven que, debido a su descubrimiento, se verá obligado a huir del pequeño pueblo en el que moraba. El viaje lo emprende en compañía del misterioso
Brom y del dragoncillo de marras, quienes le ayudarán a encontrar a los
Vardenos, un grupo de luchadores disidentes que viven escondidos de las tropas del malvado monarca.

El mayor problema del film estriba en su guión, el cual ha recortado demasiado la novela original. Esta errónea sintitezación del original literario hace que la acción avance de manera entrecortada, a empujones, dejando olvidados en el tintero importantes detalles que explicarían mejor el porqué de muchas de las cosas que ocurren. Personajes que deberían ser importantes, aparecen y desaparecen en un
plis-plas, mientras que otros –como el mismísimo Rey– quedan tan relegados a un segundo plano que se nota descaradamente que los guardan para la próxima entrega. Esta minimización de argumento y de personajes lastra, en exceso, el ritmo de la película y, cuando ésta da la impresión de querer arrancar, aparecen los créditos finales. Sin llegar a ser una
serie B, todo en
Eragon resulta mucho más pobre que en los productos a las que pretende copiar: los efectos especiales y las maquetas cantan a una legua y el dragón -que en realidad es dragona- se asemeja a un muñeco, sobre todo cuando aún es pequeñito; detalles ciertamente imperdonables teniendo en cuenta que su director, el debutante
Stefen Fangmeier, es un hombre que procede del mundo de los
f/x, habiendo trabajado en productos de envergadura como
La Tormenta Perfecta o
Terminator 2, entre otros.


En el aspecto interpretativo, sólo se puede salvar (en parte) la actuación de
Jeremy Irons, el único que aguanta con cierta dignidad su papel, el del misterioso
Brom.
John Malkovich, el Rey sin escrúpulos, se asemeja a una patética figurilla de cera arrinconada en su cutre cueva, mientras que
Robert Carlyle, dando vida al malvado
Durza, tanto por el maquillaje como por sus maneras, podría ser tranquilamente un actor recién escapado de uno de esos Castillos del Terror que tanto abundan en los parques de atracciones: clara y llanamente ridículo.

Como pueden apreciar,
Eragon no me gustó, pero si les sirve de ayuda para saber a que tipo de público está destinado, les citaré que fui al cine acompañado de dos jóvenes: un adolescente -que en estos momentos devora con fruición la segunda novela de la saga- y su hermano, un niño de 8 años de edad. El primero salió muy decepcionado de la proyección; el segundo, en cambio, disfrutó como un poseso de esta historia de aventuras, luchas, dragones voladores y
malos malasombra, malos de verdad.
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