10.3.05

De militares, junglas y explanadas (Más allá de Doce del Patíbulo)

El otro día, en los comentarios suscitados a raíz del post sobre Senderos de Gloria, entre todos empezamos a citar un sinfín de títulos sobre películas bélicas. Y a mí retorcida mente saltó uno que ninguno de ustedes había nombrado: Comando en el Mar de China. Tantas ganas me entraron de volver a revisarlo que, ayer mismo, recurrí al VHS para darle un nuevo vistazo. Y les puedo asegurar que disfruté igual que el primer día. Y es que aún, 36 años después de su estreno, se conserva fresquísima, con la misma furia y cinismo con que Robert Aldrich afrontó esa producción.

Ya en 1967, el mismo director nos sorprendió con una película violenta y cáustica, Doce del Patíbulo, todo un clásico del cine bélico y de aventuras. Entretenimiento en estado puro, con mala leche, pero entretenimiento al fin y al cabo; cine de hombres y para hombres. De tíos duros, militares y pendencieros, enfrascados en una misión suicida el mismo día del desembarco de Normandía, con la finalidad de desbaratar una fortaleza alemana situada en Francia. Contento con sus resultados, tres años después, en 1970, Aldrich decidió darle otra vuelta de tuerca a un tema similar, aunque con un escenario geográfico distinto y con personajes igualmente desarraigados como protagonistas. Así nacía Comando en el Mar de China, una de las películas más desconocidas y valientes de ese realizador.

Ha pasado un año desde el ataque nipón a Pearl Harbour. Un oficial norteamericano, experto en comunicaciones, será enviado por sus superiores a una pequeña isla del Pacífico. Allí tendrá que presentarse a un destacamento británico situado en el extremo sur del islote. Su misión consistirá en unirse a un pequeño grupo de soldados ingleses, totalmente descreídos de cualquier consigna militar, e introducirse en el infranqueable territorio japonés, enclavado en plena jungla en el otro extremo del arrecife, para destruir su equipo de radio ante el posible paso, por esa orilla, de varios buques yanquis.

Con ese sencillo argumento, Aldrich juega y juega hasta la saciedad con sus personajes y los mueve, a su manera, bajo la sádica e inepta batuta del capitán que los comanda (Denholm Elliott, años antes de hacerse íntimo de Indiana Jones) para complicarles aún más la peligrosa misión. Y, para frenar los impulsos destructivos de ese odioso y enfermizo oficial, se encuentran dos personajes antagónicos pero complementarios: el teniente norteamericano y un sanitario inglés. El primero no tiene madera de héroe, pero decide afrontar la situación lo mejor que puede, aunque sea a regañadientes, aunque sea sólo para salvar el pellejo; el segundo odia la guerra, no entiende su lucha y alega, en varias ocasiones, que él nunca se ofreció voluntario para combatir en el frente. El primero es Cliff Robertson, un pésimo e inexpresivo actor que, en esta ocasión, incluso da el pego (¡imagínense que buena es esta peli para que incluso el Robertson funciona!); el segundo es casi siempre garantía asegurada, un jovencísimo y maravilloso Michael Caine, en un personaje singular, atractivo y con una filosofía personal un tanto cínica pero envidiable.

Y con todos ellos, varios secundarios de lujo, como por ejemplo el siempre efectivo Ian Bannen. Y como espíritu omnipresente, envolviéndolos, la jungla. La espesura de una jungla húmeda y oscura, llena de japos al acecho, dispuestos a defender su enclave al precio que sea. Aldrich, en esa selva, se mueve como pez en el agua. Domina el suspense hasta límites insospechados y, entre escaramuza y escaramuza, nos sorprende con frases de guión de esas históricas, de las que tumban de espaldas: "¿Para qué quiere ser un héroe? El metal de la medalla al valor que le otorguen, sólo servirá para hacer más pesado su ataúd". No tiene desperdicio.

Y en la retina, clavada para siempre, una imagen devastadora, de esas que no se olvidan jamás: la inmensa explanada que separa el frondoso enclave japonés del campamento británico, libre de matojos, árboles e impedimentos visuales. Una explanada que es obligatorio cruzar para llegar a la otra punta. Es la única ruta posible; un campo de tiro perfecto. No les cuento más. Disfrútenla, cuando tengan ocasión, por ustedes mismos. Y entenderán el por qué Robert Aldrich está situado, con todos los honores, entre los más grandes.

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