Wes Anderson regresa a la dirección con Life Aquatic, un film de pretensiones similares a las de su film anterior, Los Tenenbaums. Es decir, un extraño y atípico producto difícil de definir. Bien puede tratarse de una comedia con un ápice de melodrama o de un melodrama con un ápice de comedia. Según el color del cristal con que se mire. Lo que sí está claro es que ha vuelto a través de su estilo más personal, jugando con un humor ciertamente sutil (y sorprendente) y apoyándose en un episodio muy concreto de la vida de uno de los oceanógrafos más famosos de la historia, el comandante francés Jacques-Yves Cousteau.
No se asusten, pues en esta ocasión no se trata de un biopic al uso, ni mucho menos. Se trata de una irreverente recreación del universo del desaparecido hombre de mar en la que se reflejan, de manera muy libre, sus grandes ansias de popularidad, una cierta dejadez en sus investigaciones científicas y una total nulidad en lo que se suponía una excelente sapiencia en lo relativo a todas las especies que conforman la fauna marina. En una palabra: un farsante. Un farsante total y absoluto que, además, ejercía de tirano con los integrantes de su equipo, rezumando un odio especialmente visceral hacia los becarios con los que contaba para todos sus proyectos.
En Life Aquatic ese supuesto Cousteau atiende por Steve Zissou y tiene el rostro y las maneras de un excelente Bill Murray, capaz de darle a ese personaje un aire entre carismático y vanidoso totalmente creíble. Son los años de decadencia del imperio creado por Zissou. Sus documentales ya no tienen garra y, aprovechando un incidente durante la filmación de uno de ellos, decidirá hacer un nuevo reportaje que le devuelva la popularidad perdida. Nadie está dispuesto a producirle su nuevo trabajo, pues ya no creen en él. Su obsesión por poder filmar y enseñar al mundo una nueva especie de tiburón, cercana a la del capitán Ahab por dar caza a Moby Dick, le llevará a partir en la búsqueda del mismo, en compañía de su surrealista tripulación y a bordo del Calypso, su apreciado barco, rebautizado para la película como El Belafonte. Al mismo tiempo, y a pesar de ser un hombre estéril, reconocerá a un joven de Kentucky como hijo suyo, invitándole a salir con ellos en el descubrimiento del tiburón jaguar.
La película de Wes Anderson no tiene una historia lineal. Las aventuras y desventuras del grupo de marinos y científicos, así como sus inevitables rivalidades personales, quedan en un segundo término. Son la excusa ideal para que el realizador pueda mostrarnos una fauna de personajes extravagantes y al límite en sus fobias personales, cebándose con gracia (y un pelín de mala leche) en el mito Zissou. Vaya, de hecho es como si el mundo del verdadero Cousteau hubiera pasado, íntegramente, por el tamiz de la familia Tenenbaum. Y, para ello, el director se muestra frío con sus personajes. No hay ni un ápice de emotividad, ni siquiera en los episodios más negros de la película, tal y como hubiera actuado el arrogante Cousteau/Zissou.
Distanciando al espectador de la posible veracidad de lo narrado (quizás para resultar un poco menos intransigente con el derrumbe del oceanógrafo desaparecido), opta por mostrar a todos los animales marinos de una manera un tanto irreal, contando para ello con una efectiva (aunque cutrona) animación digital. De paso, y también con la intención de romper la gelidez del relato, Anderson entra a saco en el terreno de la comedia más astracanada y alocada, al osquestar un divertido asalto a una isla pirata -por parte de la variopinta tripulación del Belafonte- para liberar a un compañero secuestrado: un funcionario incluido, a regañadientes, en la expedición con la finalidad de controlar posibles desmanes en el presupuesto otorgado. Y es allí en donde, entre ráfagas de metralleta y correrías varias, consigue los momentos más delirantes de la película. Atrás queda toda la sutilidad del retrato impertinente (pero sabroso) de Cousteau, pues la imagen de un numeroso grupo de tipos, en nada apolíneos, embutidos en sus ceñidos trajes de buceo, con la eterna gorra roja calada y moviéndose torpemente entre matojos, es algo difícil de olvidar.
Lástima de la presencia del irritante Owen Wilson, encarnando aquí al supuesto hijo del mítico lobo de mar. Sin él, seguramente, Life Aquatic sería un film tan estimable (o más) que Los Tenenbaums. De todas maneras, la originalidad y la polémica están servidas.
Y por si a alguien le quedasen dudas respecto a que ese peculiar Zissou tuviera algo que ver con el famoso científico, tan sólo acabar la película, un gigantesco (y cínico) rótulo anuncia que está dedicada la memoria del comandante Jacques-Yves Cousteau.
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