1.3.05

Ustedes lo han querido: KARATE A MUERTE EN TORREMOLINOS

Hay ciertos productos, como Karate a Muerte en Torremolinos, a los que se nos tendría que prohibir calificarlos de película, pues usar ese sustantivo para definirlos es, en el fondo, una gigantesca ofensa al resto de la cinematografía mundial. Y, con esto, salvo también de la quema al denominado cine basura, en todas sus vertientes.

Una mala película, de esas que han acabado creando un buen número de seguidores, puede llegar a tener cierta gracia, como ocurre con la variopinta serie psicotrónica sobre Santo y luchadores enmascarados mejicanos. Viejas cintas de Paul Naschy o Jess Franco también pueden tener su encanto, por casposas y delirantes, así como algunos subproductos sobre cine fantástico y de terror realizados, en los años 60 y 70, en nuestro país e Italia.

Y es que Karate a Muerte en Torremolinos no es ni basura ni película. Es sencilla y llanamente una masa informe de celuloide aglutinado, conglomerado, con cuatro fotogramas mal insertados y tres mínimas líneas de guión. Llamémosle La Cosa, así, en mayúsculas; La Cosa, tal cual, en el sentido más peyorativo de su significado, pues esta Cosa (valga la redundancia) es un engendro ofensivo, sin pies ni cabeza. Una malformación cinematográfica.

Es de suponer que su responsable más directo, un tal Pedro Temboury (quien firma este espantajo como Peter Temboury), ha querido hacer un homenaje (en teoría) cachondo al cine basura en general y, en concreto, a la vertiente más fantástica y minimalista de Jess Franco (no en vano, el tal Temboury, fue ayudante de dirección y actor en algunos de los films de tío Jess). Y ya es mucho suponer esa teoría tan benevolente del homenaje gamberro, pues, a mi gusto, resulta vergonzoso todo lo que se encuentra dentro de esta aberración. Sus chistes son fáciles, baratos, tremebundos. No existe puesta en escena alguna, ni una narración mínimamente lineal. Casi no hay historia y su final, evidentemente, es tan vacío como el resto de la producción. La verdad es que dicha Cosa no es más que un monstruoso despropósito desde que empieza hasta que termina, una vanalidad patética descompensada en todos sus aspectos.

La Cosa arranca cuando un mad doctor totalmente ridículo, el Doctor Malvedades (una especie de Bigas Luna con sotana y pasado de rosca), llega a Torremolinos a bordo de una Zodiac, procedente de no se sabe dónde. Las intenciones perversas del tal Malvedades no quedan en nada explícitas. Sólo nos deja bien claro que el tipo es un pervertido de mucho cuidado, pues, antes de desembarcar, le raja el cuello al hombre que le ha conducido hasta el lugar y, con la sangre vertida por éste en el agua, hará que del fondo del mar resurja (sin lógica alguna) un pequeño ejército de momias ninjas. Alojándose en una pequeña casita veraniega, con sus herrumbrosos esbirros, ideará un plan para que salga de las profundidades marinas el llamado Jocántaro, un monstruo mitad pulpo mitad centollo. La rehostia, vaya. Pero ese monstruo no podrá cobrar vida sin que antes no sean degolladas varías vírgenes recién folladas, tal y como cita textualmente el alucinado mad doctor. Y digo yo, ¿cómo coño pueden ser vírgenes si ya han sido folladas?.

Dicho y hecho: Malvedades y su ejército de karatekas zombies (o momias, pues eso tampoco queda nada claro) se ponen manos a la obra; o sea, empiezan la caza y captura de unas cuantas jóvenes recién desvirgadas, al mismo tiempo que un grupo de vengadores justicieros, autodenominados los Surferos Católicos, intentan frenar los extraños propósitos del recién llegado a Torremolinos, después de haber sido alertados de las desapariciones de varias chicas y de numerosos altercados callejeros con la presencia de ninjas sanguinarios. Y hete aquí que aparece, como un invitado especial, el mismísimo Jesús Franco. Su papel en La Cosa es el de adiestrador de los Surferos Católicos, Miyagi, una especie de maestro oriental, de inmensa sabiduría, disfrazado con un ropaje similar al que lucía Buster Keaton en Golfus de Roma. Y, la verdad es que Franco, ese hombre, diciendo incoherencias y haciendo el payaso en medio de las playas de Torremolinos, da cierta pena.

A partir de este punto, La Cosa se desmelena en exceso. Todo resulta muy lastimero. De eso que llaman vergüenza ajena. El Temboury mete de todo en su saco: decapitaciones, miembros amputados, pésimas coreografías de luchas y múltiples jovencitas destetadas. En pocas palabras: gore de estar por casa. Nada tiene una razón de ser, hasta que llega el momento esperado, la aparición del fenómeno Jocántaro. Y allí, haciéndose el amo de la función, aparece un tiparraco disfrazado de monstruo, con un brazo tentacular y otro en forma de pinza. O sea, el Pulpo-Centollo, aunque sólo deforme en sus extremidades superiores y en su cabezota, ya que sus piernas son las de un humano esmirriado, enfundado en unos leotardos ajustados. ¡Viva el Carnaval más chungo!

Y así, con la comparecencia de Jocántaro y unas cuantas escenas violentas más, se acaba La Cosa, ese Karate a Muerte en Torremolinos que no es más que una bufonada sin gracia alguna, filmada con el culo y que termina tal y como empieza, ya que ni siquiera tiene un final mínimamente definido. Suerte que dura tan sólo unos setenta minutos pero, aún y así, éste esperpento es de juzgado de guardia. Una manera muy tonta de perder el tiempo.

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