El sueño fantástico que vive el personaje de James Stewart, el eterno George Bailey, un hombre bueno (¡buenísimo!) al borde del suicidio, es de esas cosas que quedarán para siempre grabadas en la memoria. Un film que, por derecho propio, se ha convertido en un icono indestructible, casi necesario para seguir subsistiendo. ¿Qué haríamos sin él?. Es de esas películas que todas las Navidades la acaban emitiendo varios canales televisivos, casi el mismo día y a la misma hora Por ella no pasan los años, conservándose tan fresca como en el día de su estreno. ¿Qué haremos la Navidad en que no podamos volver a sufrir con las tribulaciones de George Bailey? No me lo puedo ni imaginar.
Antes de ¡Qué bello es vivir! la gente se relamía leyendo los Cuentos de Navidad, esas grises Navidades ideadas por Dickens, con el avaro Scrooge como el ser pérfido de la historia, ese hombre fúnebre que era capaz de negar la celebración de una fecha tan familiar a su explotado empleado. Capra buscó un referente en ese clásico y cambió a Scrooge por Mr. Potter, otro villano desalmado, un inválido millonario y sin escrúpulos, propietario de un banco e interpretado maravillosamente por el gran Lionel Barrymore; una rata de cloaca, fumadora de grandes habanos, que pretende dejar en la miseria a toda la pequeña y apacible localidad de Bedford Falls, pues su intención no es otra que convertirse en el dueño y señor del lugar, edificando un nuevo, lujoso y vicioso Bedford Falls bajo el nombre de Pottersville. Y para eso es indispensable derrocar a una pequeña cooperativa, regentada por un hombre noble y especializado en gestionar préstamos e hipotecas a los más necesitados. Y ese hombre altruista y afable no podía ser otro que el contenido James Stewart, nuestro Mr. Bailey, aquel que ha ido sacrificando toda su vida en pos de sus semejantes. Salvó a sus vecinos de hundirse en el fango cuando la Gran Depresión, aunque fuera a costa de sacrificar su propia luna de miel, y que, durante la víspera de Navidad, en plena Nochebuena, estará a punto de quitarse la vida por culpa de un descuido de su infeliz tío (un insuperable Thomas Mitchell) y de una mala jugada del maquiavélico abuelo de Drew.
Y, señores, es aquí, cuando entra en escena el ángel cinematográfico por excelencia. Con él empiecen a reírse de esos pedantillos ángeles ideados por Wim Wenders para El Cielo Sobre Berlín. El ángel de la guarda de George Bailey es el entrañable Clarence Oddbody, bajito, bonachón y sin alas, tras el que se esconde Henry Travers, uno de esos secundarios insustituibles sin los cuales Hollywood no habría sido nunca lo que fue. Un ángel con pinta de despistado que, por conseguir unas alas, es capaz de hacer llorar a todos los espectadores al unísono y sin trampas vulgares, pues la oportunidad única e irrepetible que le otorga a James Stewart antes de lanzarse al vacío, nos removerá en lo más hondo.
Entonces es cuando Capra aprovecha al máximo su estructuradísimo guión; un guión que, por otra parte y con sólo cuatro mínimos trazos, ha ido describiendo a la perfección a todos los personajes del film a lo largo de su metraje. Y es allí, durante la oportunidad que le brinda a nuestro desesperado suicida, cuando brilla al máximo ese trabajo descriptivo anterior, dándole la vuelta a todos y cada uno de sus protagonistas con la única intención de hacer reaccionar al acabado Bailey y, de paso, hurgar en nuestros sentimientos más recónditos. Un curioso acercamiento al cine fantástico desde una original perspectiva posteriormente imitada hasta la saciedad.
Pero no hay que olvidar que ¡Qué bello es vivir! fue la primera. Todos le debemos mucho. Y sigue siendo única, insuperable. Me gustaría ver a todos aquellos que la destrozan sin piedad, dirigiendo una película con esa misma fuerza. Y que con ella obtengan una obra tan redonda, en nada pretenciosa e inmortal, como la de Capra. Imposible. Para empezar ya no están ni Stewart ni guionistas como Frances Goodrich y Albert Hackett.
¡Feliz Navidad!
No hay comentarios:
Publicar un comentario