Ahora, en casa, con las zapatillas calzadas, el DVD, la panorámica y el mando a distancia, ha sido el momento idóneo para visionarla. Y, si les he de ser sincero, a pesar de la lentitud de la película, de su previsible desenlace y de lo reiterativa que resulta en ciertos aspectos, me ha acabado distrayendo. Quizás ha sido debido a que me esperaba una cosa bastante peor, pero la cuestión es que la he visto sin rechistar y, lo que es mejor, sin aburrirme.
De todas maneras, les dejo bien claro que, en general, se trata de un trabajo irregular, excesivamente alargado y poco creíble. Pero su cuidado y vistoso envoltorio ha logrado engancharme. Supongo que parte de la culpa de ese enganche la tiene su impactante inicio, filmado en el campo de batalla. Para los que no la conozcan, la película de Minghella narra las aventuras y desventuras que habrá de vivir Inman, un soldado confederado cuando, en 1860 y tras haber desertado del ejército, cruza malherido todo el país con la intención de reencontrarse con su amada, Ada Monroe, una niña pija, recién llegada a Cold Mountain, su pueblo natal, en compañía de su enfermizo padre, poco antes de estallar la guerra de Secesión.
La cinta muestra dos frentes de acción. Por un lado (el más distraído) los obstáculos con los que se irá cruzando el obstinado Inman y, por el otro, la desazón y la angustia que vivirá Ada para poder salvar la granja de su padre en medio de toda la miseria que ha provocado la contienda, así como el sufrimiento que le provoca el pensar que su noviete haya podido morir en el frente. Y lo curioso es que con éste, al que tanto adora, tan sólo cruzó unas cuantas palabras y un breve acercamiento físico en forma de inocente morreo.
Tanto Jude Law, en la piel de Inman, como Nicole Kidman, en la de Ada, están perfectos en sus respectivos papeles, aunque a veces cueste mucho creer que ella, esa linda muchacha rubia, con su larga y cuidada cabellera al viento, esté viviendo las de Caín pues, a pesar de que el hambre y la suciedad la envuelven constantemente, la moza resulta pulida y muy atractiva; casi como si tuviera que protagonizar un spot para una cotizada marca de champús. Pero, a pesar de todos los pesares, la chica se defiende y, sin muchos riesgos, saca su papel adelante, instaladita allí sola, tras la cantada muerte de su padre, en la mismísima casa de la pradera, en Cold Mountain. Sólo faltaba de vecino Charles Ingalls y estaban todos al completo.
En la película aún existe un tercer personaje con un protagonismo crucial. Se trata de Renée Zellweger, la cual interpreta a Ruby Theves, una campesina esforzada, sin cultura, sucia y un tanto corta de entendederas. Y esa interpretación es una de las peores que he visto en mucho tiempo, pues en ella hace gala de todos los defectos que puede contener una mala actuación. Y es que la niña, convertida en un festival de muecas y gesticulaciones imparables, está como para pegarle una paliza. O dos, si mucho me apuran. La verdad es que, cada vez que salía en pantalla, se me erizaban los pelos. Tanto engordar y adelgazar no puede ser bueno para la salud mental. ¡Que patética estaba la pobre! E, incomprensiblemente, fue nominada al Oscar como mejor secundaria. Seguramente, ese año, circuló demasiado orujo entre los miembros de la Academia.
Lo más estimulante de Cold Mountain se encuentra en esa particular odisea que vive el personaje de Law y que, a modo de Homero, irá afrontando situaciones de toda índole. Y en especial, personalmente, me quedo con un capítulo en concreto de esa peregrinación amorosa; aquel en el que el héroe fustigado, huyendo de aquellos que le buscan por haberse convertido en tránsfuga, dará con una joven viuda, madre de un pequeño bebé, que le dará cobijo en su cabaña durante una helada noche invernal. Y es que la chica que da vida a esa mujer triste y valerosa no es otra que Natalie Portman. Maravillosa. Lástima que dure tan poquito su colaboración, pero con su corta presencia le da una lección de interpretación a la histriónica Zellweger.
Poca chicha y demasiado metraje pero, al fin y al cabo, entretenida.
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