Mike Leigh alcanzó cierta reputación gracias a Secretos y Mentiras, un film de 1996 en el que muchos creyeron encontrar la panacea del cine británico actual y que, personalmente, me aburrió como a un mochuelo. La película se centraba en el seno de una familia inglesa de clase media sobre la que pesaba un pasado bastante oscuro. Ahora, ocho años después, con El Secreto de Vera Drake, vuelve a meterse de lleno en el universo íntimo de otra familia aunque, en esta ocasión, de connotaciones totalmente distintas a la del producto que le llevó a la fama.
Igualmente ambientada en Londres, pero a principios de los años 50, se centra en un humilde hogar, de clase baja y con dos hijos ya creciditos. El padre mantiene un taller de coches en compañía de su hermano y Vera, la madre y sufrida esposa, ayuda en el sustento familiar fregando domicilios y cuidando ancianos desvalidos. Cuando todo parece ir sobre ruedas, explota la tragedia en ese hogar, pues la madre es detenida y acusada de practicar abortos de manera ilegal.
El Secreto de Vera Drake es un film sórdido. Muy gris. Triste. Retrata con mano firme el modo de vida de una sociedad castigada por la guerra, falsamente puritana, en donde los ahorros y el sacrificio personal para salir adelante lo eran absolutamente todo. No existía el cansancio para sus protagonistas. Y para contárnoslo, Leigh opta por mostrarse condescendiente con sus personajes. Es por ello que define perfectamente sus caracteres, tolera sus pequeños defectos y recalca que la protagonista, ante todo, es una buena mujer que se desvive por los demás; con su cámara los mima en los momentos más duros pero, a pesar de todo, en un momento determinado, los lanza al vacío, sin paracaídas. La mejor manera de plasmar en pantalla una injusticia social. Los desamparados no cuentan para nada en nuestro mundo, siempren serán los perdedores; los poderes fácticos, respaldados por leyes arcaicas no renovadas, tienen la última palabra sobre los actos de Vera. La bondad y el altruismo, como en este caso, no son pruebas exculpatorias.
Sin ser discursiva en absoluto, la cinta nos habla de la falsa moral de una sociedad que cerraba los ojos ante los abortos que se practicaban en clínicas de lujo para gente pudiente; una sociedad ruin que, por otra parte, tampoco está tan alejada de la de hoy en día. Y con este ejemplo nos enseña el otro lado de la moneda; clandestinos como Vera pero bien peinados y perfumados, por lo tanto, respetados. Estos se esconden tras su carrera y su digna bata blanca, fingiendo buscar falsas excusas médicas para acallar conciencias cuando, en realidad, sólo les interesa las ingentes cantidades de dinero que cobran por ello. En cambio, Vera sirve a los de su especie sin cobrarles un céntimo, con la única intención de aliviar la desdicha de quienes no pueden ampararse en el perdón del dinero.
La cinta no amaga sorpresas. Todo va ocurriendo tal y como el espectador prevé. Muestra a la perfección las reacciones de la gente más próxima a Vera al estallar la noticia, aunque aquí, sin embargo, Leigh muestra su lado más humano y comprometido, pues no puede evitar la tentación de ridiculizar un tanto a los más reaccionarios. Salta del costumbrismo al cine judicial fácilmente, sin estridencias, apoyándose todo el rato en su mejor baza, la de la genial interpretación de Imelda Staunton, una mujer que con su inocente mirada expresa mucho más con que con mil palabras innecesarias.
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